Desde hace 27 años existe un asombroso indicador llamado Índice de Percepción de la Corrupción elaborado por Transparencia Internacional, ONG fundada en 1993. Pese a que medir percepciones es una empresa más relacionada con la magia negra y las ciencias ocultas que con un sistema estadístico confiable, su publicación logra año tras año los favores de la prensa seria. Como es de esperar, cada vez que gobierna el kirchnerismo, la corrupción percibida en nuestro país aumenta, mientras que disminuye cuando llega al poder un gobierno confiable como el de Cambiemos. Al parecer, tener a los contratistas del Estado de ambos lados del mostrador disminuye la corrupción percibida.
Trece son las organizaciones que tienen la cortesía de compartir sus percepciones con el resto del mundo, entre ellas el Banco Mundial, el Banco Africano de Desarrollo, el Foro Económico Mundial y varias consultoras internacionales, “una élite confusa de expertos y ejecutivos”, según el diario británico The Guardian. Cada organización utiliza una metodología distinta para medir cómo se percibe la corrupción en cada país, lo que torna la estadística aún más discrecional.
En realidad, el objetivo no es establecer un parámetro confiable y aceptado por todos sino cristalizar los prejuicios de las élites financieras del mundo, imponiendo un determinado modelo económico y erosionando a los gobiernos que se alejen de sus supersticiones con políticas heterodoxas. Por supuesto, las percepciones premian año tras año a aquellos gobiernos que siguen los dictámenes de esos mismos organismos de crédito internacionales, independientemente de los resultados catastróficos que sus políticas generan sobre las mayorías (al fin y al cabo “no es el modelo que se equivoca, es la realidad que falla”).
Así, los gobiernos populares que apoyan una mejor distribución de la renta, una mayor inversión pública y un Estado más presente suelen ser percibidos como corruptos. No es un truco nuevo: Arturo Frondizi, el mejor presidente argentino según Mauricio Macri, ya lo denunciaba en 1964. Ese año, dos años después de ser derrocado y confinado en la isla Martín García- como Hipólito Yrigoyen y Juan D. Perón antes que él- Frondizi publicó “Estrategia y táctica del movimiento nacional” (https://t.co/KJjp8CBMw5?ssr=true), un manual de militancia de recomendable lectura.
El capítulo cuarto, “La corrupción”, tiene una sorprendente actualidad ya que trata de “la corrupción como pretexto para derribar gobiernos populares”, desde Mariano Moreno hasta él mismo, pasando por Yrigoyen, Lisandro de la Torre o Perón. El caso de Yrigoyen es particularmente interesante. Luego de ser elegido con más del 61% de los votos, el líder radical padeció una feroz campaña mediática que preparó el golpe de 1930. Los principales diarios de la época, La Nación, La Prensa y Crítica, operaron abiertamente contra el gobierno radical. Como ocurre hoy, la furia ciudadana prescindía del análisis político y se centraba en el moralismo selectivo, la encuesta judicial e incluso la psiquiatría.
Como escribió Teodoro Boot (acá), a Yrigoyen se lo trata de ladrón y se califica a su gobierno de “orgía de malversación y prevaricato”, se le reprocha “un desenfrenado apetito de poder”, de profesar un “odio negativo e inferior”. No hay delito, defecto ni bajeza que no le fuera atribuido: lo tildaron de taimado, desleal, cobarde, insano, ignorante, semianalfabeto, arrabalero, falsario, lúbrico, sucio, chusma, canalla, traidor, bruto, hipócrita, de “pardejón envejecido” y “caudillejo rencoroso, ignorante, hipócrita y deshonesto”. Un diario habla de “su impotencia mental, de su absoluta incapacidad para razonar”. “Es un enfermo delirante –agrega la publicación–. Su estudio corresponde a la psiquiatría. En cualquier nación culta lo habrían llevado a la casa de los orates”, para luego afirmar que el país debería ser gobernado por hombres capaces “y no por dioses arrabaleros, perfumados y perseguidos”.
Cualquiera de los epítetos que eructaban los diarios de aquella época sobre Yrigoyen podría ser reciclado en los medios de hoy para referirse a CFK. No es casual: como el yrigoyenismo o el primer peronismo, el kirchnerismo no es analizado por sus detractores a través de sus iniciativas políticas sino por sus intensiones satánicas, su sed de saqueo o su locura criminal. El moralismo selectivo busca ocultar así la puja distributiva de la sociedad y sus intereses contrapuestos para explicar sus conflictos por la maldad intrínseca de un sector político que debemos eliminar para volver a gozar de ese país paradisíaco y sin grieta que nunca conocimos.
Cristina es el último eslabón de la larga lista de líderes populares atacados con la corrupción como pretexto.