Por Fernando Mazzini
El lunes 7 de agosto, Ámbito Financiero transformó en nota el run-run que circulaba hace varios días en la City Porteña: los bancos pusieron un tope informal para venta de dólares, rechazando transacciones por “inconsistencia fiscal”, una situación que un país que mantiene más del 30% de su economía en negro equivale a algo más que una restricción a casos excepcionales. En otro momento se lo llamaría cepo. Cambiamos.
Lo cierto es que esto ocurre luego de semanas aciagas en las que concluyó la paz cambiaria que reinó en el último año y medio, desde que el gobierno de Macri decidiera estrenarse con una devaluación de más del 50%, con las consecuencias en la actividad económica y en los niveles de inflación ya conocidas por todos.
Desde mediados de junio el dólar inicio una tendencia alcista, que llevó al minorista de 16 pesos hasta su último cierre en 17,90. El salto, si bien estaba en los cálculos de todos como consecuencia inevitable de la política económica del Gobierno, fue manejado de manera tan imprudente por el Banco Central de la República Argentina (BCRA) que alumbró los peores temores a una disparada cambiaria.
La fuerza que impulsa la presión actual sobre el tipo de cambio es el cóctel con el que se pretendió garantizar cierta estabilidad que hiciera viable el proceso de transferencia de ingresos consumado en esta primera etapa del gobierno de la Alianza Cambiemos. El crecimiento del déficit público, con el consecuente endeudamiento para financiarlo, se conjugó con las altas tasas en pesos para tratar de contener la inflación, que precipitaron el ingreso de dólares financieros. Así se gestó la bicicleta que tiene a las Letras del BCRA (Lebacs) como protagonista, que permitió retornos de más del 30% anual en dólares.
Como los esquemas Ponzi, el sistema funciona mientras que sean más los que estén dispuestos a renovar su letra en pesos que los que quieran blindar su ganancia fugándose al dólar. La migración de los inversores “sofisticados”, atentos al escaso ingreso de dólares genuinos que pudieran hacer sustentable esta dinámica, fue por un tiempo compensada por organismos públicos y la popularización del instrumento, pero bastaba ver el negocio de las Lebacs llegando a la tapa de la Revista Para Ti para percibir que esta dinámica estaba tocando su techo.
La inacción inicial del BCRA ante la creciente dificultad para renovar las letras tuvo que transformarse en sobreactuación cuando la suba del dólar amenazó con transformarse en corrida. El viernes 4 de agosto la autoridad monetaria salió de su letargo y puso 300 millones en plaza, dando la señal tajante de que el dólar no cruzaría los 18 pesos. Desde ese momento no ha pasado un día sin que tuviera que intervenir para que la divisa no sobrepasara el nuevo número mágico. El lunes 8 nomás fueron otros 200 millones destinados sostener este piso.
Que se entienda, nada malo hay con que el BCRA intervenga para evitar subas o bajas abruptas circunstanciales del peso que atenten contra la estabilidad y puedan crear expectativas desmedidas. La “flotación sucia” se trata básicamente de eso. Pero la intervencióndel gobierno fue en sentido absolutamente contrario: de la liberación absoluta del tipo de cambio pasó a esta fijación abrupta y, a todas luces, provisoria. La política cambiaria de los últimos días se parece hoy más a la tablita de Martínez de Hoz o a una Convertibilidad Ad Hoc que al tipo de cambio flexible implementado en el 2003.
Tampoco debería escandalizar que se establezcan mínimos controles para la compra de divisas. Sin embargo, es difícil atribuir la súbita preocupación de los bancos por la consistencia fiscal de sus clientes al apego por la transparencia financiera (mucho menos ahora que la Unidad de Información Financiera ha decidido adoptar un rol casi testimonial). Más bien, da la impresión de ser una medida un tanto burda para sofocar algo de la demanda de divisas. Y es probable que sea leído por el mercado de esa manera, generando el efecto contrario e impulsando la dolarización de carteras.
La mala praxis del BCRA entre su renuencia a intervenir y su aparición desesperada de los últimos días es el peor complemento a una economía que no arranca ni brinda fundamentos sólidos. Así las cosas, el gobierno de Macri se construyó solo la encrucijada que deberá afrontar pos PASO: contener la escapada al dólar subiendo la tasa de interés, sofocando aún más la tibia recuperación económica mientras aumenta la bola de nieve de vencimientos, o continuar, como en los últimos días, financiando la dolarización de las carteras mientras pierde reservas. La tercera opción es levantar el pie del freno y dejar que el dólar suba, con imprevisibles consecuencias.
En este contexto, sorprendió el domingo 6 no leer en los principales diarios las tradicionales encuestas antes del cierre de campaña. Sí proliferaron editoriales varios sobre los riesgos a los que se expone el país si, en las próximas elecciones, optara de nuevo por el “populismo”. El más alarmante de ellos, una eventual corrida cambiaria de imponerse las listas de Unidad Ciudadana.
¿Elegirá el gobierno dejar escapar al dólar entre las PASO y las Generales, con la excusa de un eventual triunfo de Cristina y como alerta a lo que podría suceder ante un resultado similar en las generales? Como vimos, la presión sobre el dólar responde a fundamentos económicos y no a la vigencia de la ex presidenta, que el mercado descontaba como un dato de la realidad política hace tiempo. Quienes mueven el amperímetro cambiario leen las encuestas que no publican los diarios. Pero también sabemos que las excusas bien pueden prescindir de argumentos.
Instalar la idea de que el triunfo de un candidato en particular, independientemente de lo que haga o deje de hacer, pone en peligro la estabilidad económica y atenta contra la propia idea de competencia democrática. Sin embargo, hay que reconocer que aquello es consecuente con la única política concreta que hasta el momento el Gobierno viene sosteniendo con perseverancia, coherencia y sin contramarchas: echarle la culpa a Cristina.
El lunes 7 de agosto, Ámbito Financiero transformó en nota el run-run que circulaba hace varios días en la City Porteña: los bancos pusieron un tope informal para venta de dólares, rechazando transacciones por “inconsistencia fiscal”, una situación que un país que mantiene más del 30% de su economía en negro equivale a algo más que una restricción a casos excepcionales. En otro momento se lo llamaría cepo. Cambiamos.
Lo cierto es que esto ocurre luego de semanas aciagas en las que concluyó la paz cambiaria que reinó en el último año y medio, desde que el gobierno de Macri decidiera estrenarse con una devaluación de más del 50%, con las consecuencias en la actividad económica y en los niveles de inflación ya conocidas por todos.
Desde mediados de junio el dólar inicio una tendencia alcista, que llevó al minorista de 16 pesos hasta su último cierre en 17,90. El salto, si bien estaba en los cálculos de todos como consecuencia inevitable de la política económica del Gobierno, fue manejado de manera tan imprudente por el Banco Central de la República Argentina (BCRA) que alumbró los peores temores a una disparada cambiaria.
La fuerza que impulsa la presión actual sobre el tipo de cambio es el cóctel con el que se pretendió garantizar cierta estabilidad que hiciera viable el proceso de transferencia de ingresos consumado en esta primera etapa del gobierno de la Alianza Cambiemos. El crecimiento del déficit público, con el consecuente endeudamiento para financiarlo, se conjugó con las altas tasas en pesos para tratar de contener la inflación, que precipitaron el ingreso de dólares financieros. Así se gestó la bicicleta que tiene a las Letras del BCRA (Lebacs) como protagonista, que permitió retornos de más del 30% anual en dólares.
Como los esquemas Ponzi, el sistema funciona mientras que sean más los que estén dispuestos a renovar su letra en pesos que los que quieran blindar su ganancia fugándose al dólar. La migración de los inversores “sofisticados”, atentos al escaso ingreso de dólares genuinos que pudieran hacer sustentable esta dinámica, fue por un tiempo compensada por organismos públicos y la popularización del instrumento, pero bastaba ver el negocio de las Lebacs llegando a la tapa de la Revista Para Ti para percibir que esta dinámica estaba tocando su techo.
La inacción inicial del BCRA ante la creciente dificultad para renovar las letras tuvo que transformarse en sobreactuación cuando la suba del dólar amenazó con transformarse en corrida. El viernes 4 de agosto la autoridad monetaria salió de su letargo y puso 300 millones en plaza, dando la señal tajante de que el dólar no cruzaría los 18 pesos. Desde ese momento no ha pasado un día sin que tuviera que intervenir para que la divisa no sobrepasara el nuevo número mágico. El lunes 8 nomás fueron otros 200 millones destinados sostener este piso.
Que se entienda, nada malo hay con que el BCRA intervenga para evitar subas o bajas abruptas circunstanciales del peso que atenten contra la estabilidad y puedan crear expectativas desmedidas. La “flotación sucia” se trata básicamente de eso. Pero la intervencióndel gobierno fue en sentido absolutamente contrario: de la liberación absoluta del tipo de cambio pasó a esta fijación abrupta y, a todas luces, provisoria. La política cambiaria de los últimos días se parece hoy más a la tablita de Martínez de Hoz o a una Convertibilidad Ad Hoc que al tipo de cambio flexible implementado en el 2003.
Tampoco debería escandalizar que se establezcan mínimos controles para la compra de divisas. Sin embargo, es difícil atribuir la súbita preocupación de los bancos por la consistencia fiscal de sus clientes al apego por la transparencia financiera (mucho menos ahora que la Unidad de Información Financiera ha decidido adoptar un rol casi testimonial). Más bien, da la impresión de ser una medida un tanto burda para sofocar algo de la demanda de divisas. Y es probable que sea leído por el mercado de esa manera, generando el efecto contrario e impulsando la dolarización de carteras.
La mala praxis del BCRA entre su renuencia a intervenir y su aparición desesperada de los últimos días es el peor complemento a una economía que no arranca ni brinda fundamentos sólidos. Así las cosas, el gobierno de Macri se construyó solo la encrucijada que deberá afrontar pos PASO: contener la escapada al dólar subiendo la tasa de interés, sofocando aún más la tibia recuperación económica mientras aumenta la bola de nieve de vencimientos, o continuar, como en los últimos días, financiando la dolarización de las carteras mientras pierde reservas. La tercera opción es levantar el pie del freno y dejar que el dólar suba, con imprevisibles consecuencias.
En este contexto, sorprendió el domingo 6 no leer en los principales diarios las tradicionales encuestas antes del cierre de campaña. Sí proliferaron editoriales varios sobre los riesgos a los que se expone el país si, en las próximas elecciones, optara de nuevo por el “populismo”. El más alarmante de ellos, una eventual corrida cambiaria de imponerse las listas de Unidad Ciudadana.
¿Elegirá el gobierno dejar escapar al dólar entre las PASO y las Generales, con la excusa de un eventual triunfo de Cristina y como alerta a lo que podría suceder ante un resultado similar en las generales? Como vimos, la presión sobre el dólar responde a fundamentos económicos y no a la vigencia de la ex presidenta, que el mercado descontaba como un dato de la realidad política hace tiempo. Quienes mueven el amperímetro cambiario leen las encuestas que no publican los diarios. Pero también sabemos que las excusas bien pueden prescindir de argumentos.
Instalar la idea de que el triunfo de un candidato en particular, independientemente de lo que haga o deje de hacer, pone en peligro la estabilidad económica y atenta contra la propia idea de competencia democrática. Sin embargo, hay que reconocer que aquello es consecuente con la única política concreta que hasta el momento el Gobierno viene sosteniendo con perseverancia, coherencia y sin contramarchas: echarle la culpa a Cristina.