Entre todos los vicios conocidos sobre la faz de la tierra, a ninguno es más adicto el ser humano que a la estupidez. Los griegos, el pueblo político por excelencia, tenían un dios menor para representar la falta de sensatez o de buen juicio, llamado Coalemo. Su carácter prácticamente anónimo para nosotros refleja con exactitud la naturaleza pícara y escurridiza de la estupidez. Poca necesidad había de referir a la estupidez por medio de una deidad rodeada de esplendor, cuando lo propio de ella es mover los hilos de quienes no se creen estúpidos. ¿De qué otra cosa habla la tragedia clásica que de la imprudencia, de los raptos de tontería y de sus consecuencias imprevistas y desastrosas? La estupidez es un artilugio del lenguaje que pone a una conciencia segura de sí misma ante el abismo de la desgracia. Es accionista de una compañía cuyas socias principales son conocidas por todos, empezando por la vanidad, la avaricia o la ira desmedida. Pero cabe mencionar que a la estupidez le pertenece la acción de oro. Y esto porque el decir es equívoco, porque el significante yerra, y en esa errancia reside su interés. Sin entrar en disquisiciones típicas del psicoanálisis, recordemos que Lacan repetía incesantemente que quien inicia un análisis no está allí para confesarse, sino para decir cualquier cosa, para hilvanar tonterías.
No habría tontería sin habladurías. La habladuría, de acuerdo con Heidegger, es la modalidad cotidiana del discurso, el decir ligero o la conversación banal a los que estamos acostumbrados en el día a día, como medios de acceso a lo real o de comprender el mundo que no se caracterizan por respaldarse en una apropiación previa del asunto. Es, sencillamente, lo que “se” opina, lo que la “gente dice” sobre esto o aquello. Un diálogo ocasional en un bar, en un taxi, en una oficina o en la cola del supermercado, donde el tema principal es la valoración de tal o cual político, podría ser un ejemplo usual. Determinar cómo son las cosas, desde este ángulo, no requiere ningún examen detenido, ninguna argumentación racional demasiado sofisticada, sino adaptarse al clima reinante. “Las cosas son así y punto”. Pero resulta que la “gente” no piensa; es ella, más bien, la que es pensada, la que es hablada. Nietzsche tipificaba al burgués de su tiempo como un superficial lector de periódicos, que hoy deberíamos actualizar con la figura del activista de las redes, que cree que sabe por consumir información que no se preocupa en analizar. La vulgaridad, no obstante, afecta más que a los legos; está presente, a su vez, en los congresos de científicos, como gustaba advertir a Heidegger. La escritura estandarizada de papers aburridos y monótonos es parte del mismo fenómeno, parte del dominio impersonal de lo “uno”.
Ahora bien, si no hay tontería sin habladurías, tampoco hay democracia sin doxa. La democracia es el reino de la opinión. Según la lógica de este régimen político, no se precisa ser “competente”, “experto” o poseer alguna “cualificación” para ser considerado ciudadano. Todos los ciudadanos están en su derecho de emitir su opinión en la plaza pública, de decir “lo que se les dé la gana”, sin la obligación de disponer de fundamentos sólidos que avalen su punto de vista. Un día podemos despertarnos como epidemiólogos y al siguiente como economistas, abogados o especialistas en geopolítica. Por supuesto, la democracia se halla expuesta al riesgo de que no siempre se imponga la “opinión verdadera” y de que los planteos más descabellados acaben siendo compartidos por la mayoría, pues lo que importa es el número. Irritaba enormemente a Platón-para quien la multitud constituía la peor de los sofistas-semejante falta de garantía. Pero si la política no es una tékhne, sino una areté (la gran discusión del diálogo platónico Protágoras), es una posibilidad abierta a todos y la formación o paideia no consistirá en el aprendizaje de un oficio o en la incorporación de una pericia, sino en la comprensión intersubjetiva de lo que se “pone en juego”, cada vez. Justamente porque la democracia no está protegida de sí misma, de incubar vicios y corromperse, hasta llegar a los grados más inimaginables de locura o hybris, necesita más que ningún otro régimen cultivar, ejercitar y generalizar la virtud, asumir en todas sus consecuencias la ausencia de fundamentos últimos y predicar la responsabilidad absoluta. Solo la democracia salvará a la democracia de la estupidez que todo el tiempo devora como termita su frágil sustento.
Definir la estupidez podría servir de remedio para frenar su ambiciosa sed de conquista. Pero aquí nos topamos con dificultades. La palabra estúpido muestra una familiaridad evidente con otras como estupor o estupefacción, que remiten a la sorpresa o el asombro que sentimos cuando ocurre algo que nos saca de nosotros mismos. El filósofo que, absorbido por el eros, pasea distraído contemplando el enigmático cielo, se cae en todos los pozos, para risa de la muchacha tracia, que lo considera un estúpido, alguien que en su repentino o permanente asombro pierde el sentido de lo útil en la vida mundana. Para el filósofo, por el contrario, la estupidez reside en la falta de problematización de nuestra cotidianeidad, en no recepcionar los momentos o los estados de ánimo que nos dan que pensar. ¿Qué tiene que ver la rutina de decir cualquier “pavada” con el pasmo que nos deja cautivados en la incomunicación? ¿Quién es el auténtico alienado?
Dietrich Bonhoeffer, el célebre pastor alemán muerto en la horca por sospechoso de conspirar contra la vida de Hitler, sostenía que “para el bien, la necedad constituye un enemigo más peligroso que la maldad”. No se trata de que los seres humanos sean innatamente estúpidos, sino que se habitúan a circunstancias que presionan para volverlos tales. La estupidez no se posee; ella nos posee a nosotros, nos hace encarnar y representar tópicos y consignas, cumplir rituales, que aspiran a bastarse por sí mismos. Con lucidez observa Bonhoeffer que es imposible persuadir al necio mediante razones y que la liberación interna sólo puede acontecer si es precedida por una liberación externa, por un shock, por una sacudida que lo despierte del hechizo que lo tiene atrapado. Apenas con la irrupción de la responsabilidad que nos compromete es factible dejar atrás la tentación de la estupidez, de la banalidad del mal que, sin embargo, nunca desistirá de acecharnos.
Que cierto grado de tontería es indispensable para la vida lo demostró Erasmo de Rotterdam, en uno de los textos fundantes de la modernidad. A fin de cuentas, cuando el poeta y novelista Robert Musil disertó sobre el problema de la estupidez, no omitió la paradoja de que quien habla de ella se comprende a sí mismo como alguien inteligente o no estúpido, lo que evidentemente es una de las facetas tradicionales de la estupidez: el hecho de creernos librados de sus influencias. Cuando Hegel sentenció que "nada grande se ha realizado en el mundo sin una gran pasión", estaba admitiendo que sin delirios de grandeza y acciones poco razonables a la vista de sus contemporáneos, seguiríamos el ritmo inercial y cotidiano de la estupidez. Lo estúpido se contrapone a lo estúpido. La complicación para ensayar las distinciones conceptuales pertinentes, sin embargo, no debe amedrentarnos. Estamos obligados a diferenciar, como mínimo, dos tipos de necedades. La primera, diremos, es la del necio bíblico, del que Hobbes pintó su retrato y cuyo espécimen, altamente contagioso, ha sido la causa de las peores tragedias de la historia. La segunda, en cambio, es la que define al militante político y es una estupidez que vale la pena defender.
En Salmos 14, 1, el profeta David, aludiendo a la corrupción de los hombres, exclama: “el necio dijo en su corazón: no hay Dios”. Tenemos aquí el escepticismo del desconfiado, que en la antropología del Leviatán es aquel simulador que se aprovecha de los juramentos de los demás, que no se siente obligado a cumplir sus propias promesas, que no pone el cuerpo para dar cuenta o verificar lo que “dice con la boca” y, entonces, siembra la semilla de la discordia en cualquier pacto social. Montaigne observó que hasta el príncipe maquiaveliano se encuentra forzado a mantener cierta compostura y decencia, porque de lo contrario quedaría completamente aislado frente al resto de los políticos, que ya no se fiarán de él. ¿Pero es esto, en efecto, así? ¿Acaso a personajes como Hitler sus seguidores y también sus contrincantes no le permitieron durante un largo tiempo cometer toda clase de tropelías, hasta que fue demasiado tarde? ¿Qué misterios insondables rodean la seducción que ejerce el poder? Es insuficiente, además de mentiroso, el “no sabía” a la hora de justificar el consentimiento, activo o pasivo, de millones de seres humanos para con los crímenes de Hitler, o los del terrorismo de Estado en nuestro país. El mal, una vez más, encuentra su mejor aliada, su escudera, en la estupidez.
También predominó la estupidez cuando medio país creyó en las vanas promesas de Macri, en sus simplificaciones y falsedades, en su convicción de que la inflación se resolvía en un chasquido de dedos, gracias a la confianza dogmática en y de los mercados. Pero, ¿cómo se cae víctima de la estupidez? ¿Cómo una persona común y corriente, medianamente decente, puede de repente ponerse a repetir frases hechas, que benefician a los sectores explotadores, o a cometer acciones inmorales? La estupidez comienza cuando uno se coloca en una posición externa a la situación sobre la que predica (“eso que digo, eso que sucede, no me afecta ni me compromete en lo más mínimo”, sería su fórmula) y es llevado por los cantos de sirena del impersonal “se”, o la “opinión pública”. El lenguaje no habla sin pasión: si la tristeza es el trasfondo del “este es un país de mierda”, el odio está detrás del “hay que matarlos a todos”. Preguntarse si viene primero el huevo o la gallina, si repetimos porque odiamos u odiamos porque repetimos, es algo bizantino. Importa, primordialmente, que es el discurso del Otro el que domina esas pulsiones autodestructivas, sea en la insatisfacción permanente del histérico o en el estrés del obsesivo por responder las pretensiones imposibles de la demanda o el imperativo superyoico. En cualquier caso, el necio no se hace cargo de lo que le pasa, y responsabiliza por su sufrimiento a un chivo expiatorio que condensará el Mal. Milei agita a sus seguidores despotricando contra la casta política, los sindicalistas corruptos y los empresarios prebendarios, que serían las tres causas del “subdesarrollo” y la “decadencia” de la Argentina. Claro que las energías negativas, por razones del interés mediático, siempre se canalizan más hacia el político o el dirigente gremial que hacia un Paolo Rocca o un Franco Macri.
Es en la dinámica de la masa donde mejor se manifiesta la tentación de la estupidez. Ninguna masa es mala per se, pero es peligrosa. Elias Canetti fue quien más logradamente comprendió su psicopolítica. En su época, era una la pregunta que inquietaba y carcomía a los grandes pensadores: ¿cómo el culto pueblo de los alemanes se dejó cautivar y capturar por el histriónico y megalómano Adolf Hitler? Se sabe que fue en medio de una crisis profunda (el fracaso de la República de Weimar) que la figura de Hitler sobresalió y consiguió seducir a multitudes furiosas o desanimadas. Pero Canetti concede menos importancia a las humillantes consecuencias económicas del Tratado de Versalles que a la disolución del servicio militar obligatorio, con su disciplinado sistema de órdenes y jerarquías capaces de contener a un pueblo que se lanzó a la aventura imperialista y resultó golpeado por una derrota que nunca sintió como propia, sino como producto de la traición de los políticos, emborrachados en sus intrigas palaciegas. Allí se incubaron los malos fervores, que Hitler supo desinhibir con astucia, igual que Trump o Bolsonaro, de otras maneras y por otras causas.
Canetti observó con lucidez que el fenómeno característico de la masa es la descarga, que no significa otra cosa que el sacarse la carga de encima. La masa nivela, iguala, homogeniza a los hombres y mujeres que la componen; les quita el peso de su pasado, de sus traumas, de sus frustraciones actuales, de sus estándares asimétricos de vida. De esa manera, se va diluyendo el sentido de la responsabilidad, independientemente de si lo que reúne a la masa es un desfile callejero, un tumulto violento, un pogo o un partido de fútbol. Cualquier conciencia progresista dirá que la supuesta atracción de la masa es un invento de los liberales anticolectivistas. Pero lo cierto es que hasta la persona más bienintencionada del mundo habrá sido presa de arrebatos desenfrenados, contagiada por el ambiente, reproduciendo contenidos que en su cotidianeidad detesta. Los cánticos en los estadios son el ejemplo más iluminador, pero no el único. Quien sigue el comportamiento de la masa abierta, no distingue si enfrente tiene a Hitler o al Dalai Lama. El proceso de identificación lo subjetiva, muchas veces, contra su voluntad, y lo introduce en un mundo simulado, donde puede sentirse escuchado y relevante. Como escribió Sloterdijk, acerca del fenómeno nazi:
“La específica adecuación del papel desempeñado por Hitler dentro del psicodrama alemán no estriba en sus extraordinarias aptitudes o en sus archisabido y resplandeciente carisma, sino, antes bien, en su incomprensible y evidente vulgaridad, por no hablar de su consecuente disposición a vociferar sin rebozo alguno delante de grandes multitudes. Hitler parecía llevar de nuevo a los suyos a una época en la que gritar todavía servía para algo. Desde este punto de vista, fue el artista de la acción más exitoso del siglo”.
Sin embargo, el mismo Sloterdijk sentenció hace algunos años que la era de las masas clásicas, las masas molares, las masas que en cuestión de segundos se acumulan, de modo casi milagroso, en el espacio público, para tomar la palabra, ha concluido. Esto no quiere decir que los grandes mítines, las grandes movilizaciones, las grandes reuniones callejeras hayan llegado a su fin. Las vemos y olemos de vez en cuando, aunque en el denominado “primer mundo” se han vuelto bastante extrañas. Las masas aparecen de forma explosiva, por lo general violenta, pero lo típico es que las personas se pasen de largo. Por eso países como Argentina, sociedad abigarrada donde la centralidad política construye otra intertemporalidad, han ofrecido escenarios que para los europeos son piezas de museo fascinantemente exóticas. Es difícil olvidar a aquellos viajeros aburridos que buscaron la emoción del “turismo extremo” en los piquetes que acontecían en el Puente Pueyrredón.
Aun así, también en nuestro país las masas parecen estar en retirada, frente a la lógica del capital financiero, que necesita masas posmodernas, moleculares, fragmentadas. La globalización, que impone una conectividad individualizante a las personas, a través de los medios de comunicación tradicionales y las redes sociales, no lo hace sin masificar. Las de hoy no son masas que anhelen transformar el mundo o conquistar la salvación, sino que se constituyen abrazadas al entretenimiento o la indignación del escándalo, sin necesidad de encontrar sus cuerpos, y tienen a sus propios héroes, a sus propias marcas, a sus propios símbolos ganando audiencia en la televisión-los más viejos- o en Instagram y TikTok-los más jóvenes-. La obsesión que en la actualidad despierta el personaje de Javier Milei está directamente relacionada con esta nueva modalidad de la formación de masas.
El crecimiento vertiginoso de Milei responde menos a sus ideas anarcocapitalistas (aunque algunos se hagan pasar por apóstoles del libremercado y emprendan, convencidos, una batalla cultural que antaño los popes del neoliberalismo habían dirigido principalmente a las cúpulas empresariales y los ámbitos académicos) que a su manera de ponerlas en juego, mediante palabras incendiarias y maniobras pirotécnicas. La propuesta de cerrar el Banco Central, o directamente de prenderlo fuego, resulta más que atrapante para seres humanos, contenidos por la espiral del silencio que articula la corrección política, que desean en el fondo de sus almas ver todo arder y que de las llamas purificadoras emerja la nueva Argentina. Se trate de fanáticos de la meritocracia, de gorilas decepcionados por el macrismo o de jóvenes desesperanzados, encerrados en la virtualidad (donde es más factible generar perfiles llamativos y conquistar cierto reconocimiento, del que carecen en sus vidas depresivas), el éxito de este tipo de retórica se explica por el desfasaje entre la velocidad de los deseos y la velocidad de la construcción, por decirlo en la jerga de Máximo Kirchner. Que no haya paciencia para esperar los frutos de la construcción, puede deberse a un agotamiento generalizado, de años, sin resultados sensibles a la vista, o a que el horizonte de la construcción no resulta demasiado claro o prometedor y no es, a los ojos de las mayorías, una verdadera construcción, sino un conjunto de improvisaciones grotescas e hipócritas.
Para la sociedad del espectáculo, con sus televidentes cansados y sus solipsistas usuarios digitales, Milei es un buen negocio. De él no seduce el "prestigio" de un académico que escribe papers en inglés o dicta conferencias internacionales (a lo sumo, eso lo hace aceptable a los ojos del mundo de la finanzas, para el cual trabaja), sino su propensión a decir estupideces, una detrás de otra. Una estupidez galopante es sostener que las recetas neoliberales nunca se aplicaron en la Argentina y que si la teoría se siguiera al pie de la letra todos seríamos más felices. Pero Milei la repite como una verdad de perogrullo. Si el liberalismo es contrahegemónico en la Argentina keynesiana, entonces el fracaso de todos los economistas liberales se debe no a fallas de sus diagnósticos e intervenciones quirúrgicas, sino a los vicios del paciente. El problema no es la teoría, es que no se la implementó como corresponde. Siempre hubo “demasiado Estado”. De esta manera, Milei y los suyos se eximen de toda responsabilidad, no se hacen cargo del desastre que el neoliberalismo, de la dictadura para acá, ocasionó en nuestro país.
¿Por qué, sin embargo, mucha gente le cree? Los más jóvenes, diremos, porque “no la vivieron”. Y el macrismo, en todo caso, tampoco se ajusta a las pretensiones imaginarias delhistérico Milei, para quien “nunca es esa” la carne liberal. Los más viejos, por “olvidadizos” y “desmemoriados”. Otros tantos, porque no les interesa lo que Milei piensa, sino su actitud transgresora, rebelde, “antisistema”, contra la “casta”. Tienen razón en algo: el gobierno del Frente de Todos no está pudiendo dejar atrás la deriva macrista. Se ha casado con el posibilismo. Por muy raro que suene, Milei, en cambio, propone una utopía. Más allá de sus abstracciones, de su matematización de la realidad social, de su antropología esencialista (para él, los seres humanos somos animales racionales, calculadores, egoístas, ávidos de ganancia, movidos exclusivamente por el selfinterest, lo que es una descripción de la “naturaleza humana” bastante simplista y que es aceptable socialmente solo si la “mano invisible” del mercado genera los equilibrios pertinentes; omite, así, todas las emociones vinculadas al thymos o el orgullo en sentido amplio, con sus aspectos dadivosos, benefactores y solidarios), Milei aparece ante el “público”, con sus formas “chocantes” y su personalidad dramática y teatral, como el hombre que dice la verdad que los hipócritas callan. Y aunque su principal medio de persuasión no sean sus ideas, el hecho de que ocupen la centralidad de la escena hace que cualquier político de derecha que aspire a ganar las elecciones tenga que adaptarse a su agenda y reducir la economía al lenguaje y la perspectiva de un Cavallo.
Que Milei conserve un pasado rolinga y futbolero, atributos que en la cultura popular suelen vincularse con los del “tipo de la calle”, le da un matiz interesante a su carácter de estrella punk-mediática que hace furor en la redes sociales, en tanto el estadio donde se realizan recitales y partidos de fútbol (institución característica del siglo XX) es uno de los pocos espacios que todavía saben albergar grandes multitudes, en una época donde las masas se conectan y se forman de manera cada vez más individual, sin capacidad de hacer comunidad en ningún punto. La rabia televisada de Milei, o sus videos donde se lo ve descontrolado saltando y cantando “se viene el estallido”, evocan como fantasmas a las masas de antaño, pero apropiándose de mecanismos que tienden a reforzar la configuración de las masas solitarias de hoy.
En el medio, la estupidez reina, porque ya no está permitido pensar. Para pensar es necesario que se presente algo que dé que pensar. La televisión y las redes, con su sobreinformación demencial, no dejan ni tiempo ni espacio mental para que aquello suceda. Solo es posible el pensamiento allí donde irrumpe una sustracción, con la subsiguiente problematización de las cosas. El viejo modelo del pensador aislado de las multitudes emocionales no tiene la realidad operativa que la política contemporánea exige. Se puede pensar con otros y entre otros, sin reproducir estereotipos o las tonterías que circulan por doquier. Requerimos, eso sí, el norte (o el sur) de una Idea, por la que asumamos toda la responsabilidad y que comprometa toda nuestra vida, que será otra, que será nueva. En la jerga de la hora, llamamos militancia a dicha fidelidad. Que se entienda bien: la Idea es universal o no es. Hitler, el hipnotizador de masas, no tenía Idea. Tampoco Milei. Su discurso es el de la justificación de los ganadores, excluyendo a quienes se quedan con la libertad de morirse de hambre, teniendo que hacerlo tranquilos y sin protestar. Que el modelo de toda la sociedad deba ser el emprendedor exitoso se vuelve inconsistente con su análisis de la política, donde todo se resuelve en cinco minutos, sin esfuerzos, sin poner el pellejo, sin librar ninguna batalla. Las batallas a las que alude Milei son las batallas retóricas de un opositor demagógico sin responsabilidad alguna, que pasa de la libre portación de armas al tráfico de órganos en un santiamén. Frente a él, se contrapone la responsabilidad absoluta de la militancia, que tiene de necia su obstinada lealtad, su resistencia a claudicar, a bajar las banderas; su convicción de que, para todos y todas, la vida no-individual es una posibilidad inminente, mas no sin transformaciones costosas y dolorosas. ¿Es esta confianza una estupidez? No si el cuerpo la testifica, no si la vida no se demuestra estúpida, sino noble y ejemplar, y es la vida estúpida, cualunque, la que aparece como factible de ser enfrentada, superada, vencida. No si nos hace mejores. Cantaremos entonces, orgullosos y esperanzados, la poesía de Silvio Rodríguez:
“Será que la necedad parió conmigo
La necedad de lo que hoy resulta necio
La necedad de asumir al enemigo
La necedad de vivir sin tener precio
Yo no sé lo que es el destino
Caminando, fui lo que fui
Allá Dios, ¿qué será divino?
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví
Yo me muero como viví”.