En el mundo griego antiguo era imposible concebir la ciudad sin uno o más gimnasios. Correspondía al Gymnasion ser el espacio donde realizar actividad física y ponerse en forma, para cuidar la salud, embellecer y fortalecer el cuerpo o prepararse para los Juegos Olímpicos, bajo la atenta mirada de los dioses. Gimnasia y música componían las líneas principales de la paideia o formación. Pero el gimnasio, subdividido en áreas donde era posible llevar adelante distintos tipos de ejercicios, además de modelar o configurar atletas resistentes y competitivos, hacía de lugar de encuentro y socialización, y los filósofos no tardaron en presentarse allí para divulgar sus ideas en agradables conversaciones.
Junto con el baño público, solía haber bibliotecas, indicio de la visión integral que los griegos tenían de los ciudadanos. Su amor por el “deporte” caracterizaba perfectamente su comprensión agonística de la vida, según la cual importaba mucho sobresalir, ser reconocido como el más destacado y admirable hombre de la polis, e incluso de la Hélade (poco se ha observado que el popular comienzo del opening de Pokémon, está extraído de un verso de la Ilíada). No hay gimnasio sin palestra, que viene de palaein, luchar. Por eso los filósofos, más cautelosos, vinieron a introducir un ingrediente racional en un alma dividida desde siempre en la dialéctica entre eros (deseo) y thymos (orgullo).
Pero la filosofía misma fue también para los antiguos un ejercicio espiritual o forma de vida. La palabra griega para ejercicio no es otra que ascesis o askésis. Antes de adquirir el sentido religioso con el que hoy solemos asociar el término, ligado a experiencias de purificación (purga), mortificación y sacrificio (se trata de liberar el alma de su prisión corporal), la ascesis significaba la preparación o el esfuerzo por alcanzar la perfección, en una clave mucho más cercana al atleta que al eremita.
No en vano Platón definió la filosofía como un ejercicio para la muerte, inaugurando una tradición que llega hasta Heidegger, pasando por Séneca y Montaigne. Que Friedrich Nietzsche, en su cruzada contra el cínico y resentido sacerdote, denunciara los ideales ascéticos como momento cúlmine del nihilismo occidental, no quiere decir que renegara de la ascesis como tal. Entre sus Fragmentos Póstumos encontramos, por ejemplo, el siguiente pasaje: “Quiero volver a naturalizar también la ascesis; en lugar de la intención de negar, la intención de fortalecer; una gimnástica de la voluntad; una privación y períodos intercalados de ayuno de todo tipo, también en lo más espiritual”. A ojos del partidario de la “gran salud”, la Iglesia se había encargado de corromper la inmensa herencia de la cultura grecorromana, sustituyendo su estilo aristocrático por la conformista y vengativa moral del rebaño. Para Franz Overbeck, el amigo personal de Nietzsche, la ascética constituía el fundamento de toda civilización humana. No hay civilización sin ascesis.
Pensar la militancia desde el paradigma de los ejercicios acaso sea una de las principales virtudes de Comunología, el reciente libro de Nicolás Vilela. En tiempos donde la palabra ejercicio suele aparecer vinculada con las prácticas neoliberales de capitalización del yo, se le debe reconocer a la decisión teórica de Vilela, aún cuando siga a Peter Sloterdijk, el mérito de la osadía. Ejercitarse, como cualquiera sabe, implica poner en movimiento algo que se halla relajado, inactivo, en reposo. Sacar fuera (ex), al desafío del mundo, lo que por el momento permanece guardado bajo siete llaves o con secreto de sumario (tanto arca como arcano proceden de arcere). La pausa, la interrupción o el descanso son inherentes al concepto de ejercicio. Sin ellos no podríamos recuperar fuerzas para llevar adelante el ejercicio siguiente. De ahí la correcta definición de Sloterdijk, que Vilela no omite citar:
“Defino como ejercicio cualquier operación mediante la cual se obtiene o se mejora la cualificación del que actúa para la siguiente ejecución de la misma operación, independientemente de que se declare o no se declare a ésta como un ejercicio”.
Sloterdijk interpreta el desarrollo de los últimos dos siglos como el avance de una tendencia a la desespiritualización de la ascesis, que tiene a la religión-de la cual no se debe conjeturar ningún “retorno”- como principal perjudicada. El teórico, sin embargo, posee la responsabilidad de restituir a la ascesis su vieja dignidad.
Es un hecho que en la Modernidad los ejercicios fueron relegados a un segundo plano por la categoría de trabajo, hasta el punto de que filosofías declaradamente emancipatorias, como el marxismo, siguieron concibiendo al ser humano, en esencia, como un animal que trabaja. Sin duda Marx había advertido que en la medida en que el trabajo produce (en el capitalismo, mercancías), reproduce a su vez sus condiciones materiales de existencia, empezando por el hombre o mujer que se aliena o se degrada al trabajar bajo las leyes de la sociedad burguesa.
Pero fue un déficit de todos los proyectos revolucionarios del siglo pasado el no prestar la suficiente atención a la operación que el ser humano realiza sobre sí mismo. La fijación pasaba por el desencadenamiento de la técnica (o “desarrollo de las fuerzas productivas”) y sus posibilidades infinitas, como si allí no se estuviera jugando el destino de una subjetividad. Por eso, aunque la ascesis se desespiritualizara, continuaba subordinada a la lógica de lo que Vilela, con tono crítico, denomina “cultura del trabajo”.
Ernst Jünger no tituló “El ejercitante” a su obra fundamental de los años 30. La llamó, por el contrario, El trabajador. El oportuno y arriesgado giro practicado por Sloterdijk consiste en colocar al trabajo y a la religión dentro de la órbita de los ejercicios. Ambos serán a partir de ahora “especies” del “género” ancestral “ejercicios”. La técnica interesará, de aquí en más, como “antropotécnica”.
Podríamos formular la hipótesis, probablemente exagerada, de que la importancia concedida por Sloterdijk a los ejercicios tiene como punto de origen su lectura de dos significativos pasajes de la obra cumbre de Elias Canetti, Masa y poder. Hacia la mitad del libro, Canetti afirma que la prohibición del servicio militar obligatorio como consecuencia del Tratado de Versalles (más aún que la hiperinflación, la deuda, el desempleo o el revanchismo) fue la principal causa del surgimiento del nazismo, en tanto el sistema de masa cerrada dentro del cual los alemanes se ejercitaban fue disuelto y los obligó a buscar en el partido nacionalsocialista la necesidad de procurarse de las órdenes indispensables para la reproducción de su ser-alemán, herido en su orgullo.
En segundo término, es seguro que habrá causado una enorme impresión en Sloterdijk la idea, planteada en la conclusión, de que el deporte, como espectáculo y hecho multitudinario, receptáculo de las pasiones más ardientes de las masas, venía a sustituir a la guerra como método de descarga, aunque sin curar al superviviente aguijoneado por el drama del siglo. Sloterdijk llegó a comprender el deporte contemporáneo como una continuación de la guerra por otros medios, donde la sanguinaria arena romana se impone al competitivo y agonístico stadion griego, la medida de una pista hacia la gloria eterna.
Solo a los modernos se les ocurrió reinaugurar los Juegos Olímpicos, luego de una clausura de un milenio y medio. ¿Quién es el ídolo o el héroe de nuestros días sino el deportista de élite, preparado física y psicológicamente para competir al máximo rendimiento y soportar la presión que recibe de sus nerviosos admiradores? El siglo de las masas demanda contenedores para grandes multitudes enardecidas, listas para aclamar o abuchear a ganadores y perdedores.
Oswald Spengler, que entendía que ningún sistema ético resiste el estrés que se agita en su interior sin una serie ritual de ejercicios espirituales capaces de regular y descomprimir la tensión, escribió en el primer tomo de La decadencia de Occidente, con dotes proféticos, que “la diferencia entre un campo de deporte berlinés en un día importante y un circo romano era ya muy pequeña en 1914”. Somos más hijos de Roma que de Grecia. Otra vez Spengler, que en medio de sus especulaciones delirantes solía filtrar observaciones realmente agudas y brillantes: “a la cultura corresponde la gimnasia, el torneo, el certamen agonal; a la civilización, el deporte. He aquí la diferencia entre la palestra griega y el circo romano”.
Ahora bien, no hay ejercicio que valga sin orientación u horizonte, lo que es lo mismo que postular que no hay ejercicio sin conducción. Para los antiguos, todo ejercitante era un aprendiz o un discípulo, es decir, imitador de un maestro, llámese Buda, Sócrates, Epicuro o Cristo. La idea del conductor como pedagogo, inmortalizada por Clemente de Alejandría (su pedagogo, por supuesto, es el Verbo divino, el Logos), es tomada también por Perón, cuyas lecturas helenísticas, en especial de Plutarco, son ya célebres.
El autor de las Vidas Paralelas supo distinguir en sus Moralia el punto de vista del espectador del que adopta la persona involucrada en el entrenamiento intensivo. Según una anécdota que recupera del viejo Esquilo, el padre de la tragedia sostuvo, al contemplar el griterío general ante un golpe sufrido por un boxeador: “¿Ves qué cosa es el ejercicio? El golpeado calla y los espectadores gritan”. Desde la perspectiva antigua, la alianza entre hábito y ejercicio no tenía fin más digno que dominar los deseos superfluos y las pasiones que arrebatan al alma su estado de serenidad. Bien advirtió Jenofonte que “todo lo que los hombres llaman virtudes te darás cuenta, si reflexionas, de que aumentan con el ejercicio y el estudio”.
Adopte la modalidad que adopte, la escritura filosófica en Grecia tiene al diálogo (socrático) como modelo y se propone, indudablemente, una exhortación, una paideia. La filosofía emerge como una carta desde lejos (que, al igual que el Zaratustra de Nietzsche, invoca el amor al lejano), con destinatario real o ficticio, actual o potencial, no importa, pero siempre dirigida a un otro que debe ser convocado a la vida filosófica (Pablo redactará cartas con el objetivo de que sean leídas, en voz alta, por cristianos). Allí donde se manifiesta una mínima creencia, se trata de guiar la obra descarriada hacia la rectitud. Y se guía, siempre, a través de ejercicios.
Es en esta larga tradición que se inscriben los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. Texto de los más divulgados en el seno de la Iglesia Católica y que tiene la fama de haber producido más conversiones que cualquier otro escrito religioso. ¿Dónde reside su eficacia? No en su estudio detallado, evidentemente. Quien recorra sus páginas, las encontrará con seguridad aburridas e incomprensibles. La clave, una vez más, se halla en la ejercitación: son ejercicios para hacer, no para leer.
Como bien recuerda Vilela, el hábito hace al monje. Pero el monje se arrodilla y reza, se confiesa, ofrece sus plegarias y oraciones, en un monasterio. Tendrá a su cargo, como los jesuitas, un director de conciencia. Un personal training, en la jerga de nuestros días. Incluso cuando los ejercicios se realizan con suma perfección y no ameritan ser corregidos, se presentan ante el director, los demás ejercitantes y, en este caso, el Dios omnisciente. Los ejercicios son conducidos y a la vez conducen. Conducir es ejercitar; ejercitar es conducir. Finalidad de la conducción es procurar el buen desempeño del ejercicio, lo que implica atender circunstancias de tiempo y lugar, así como la propia intensidad de la práctica ascética.
En cierta ocasión, Kafka, de quien sabemos que era un asceta obsesivo, anotó en su diario que “uno no se prepara para la vida de marino con ejercicios en un charco, pero sí puede volverse incapaz de ser marino con demasiados entrenamientos en el charco”. Hacer mal los ejercicios, allí donde no hay ejemplos que seguir y que nos permitan ser mejores, es capaz de desencadenar consecuencias irreversibles. La militancia es una vigilancia activa y formadora (formarse es acercarse a la forma, ponerse en forma) sobre los ejercicios que se desarrollan en su seno. Parafraseando a Selci (y a Lacan), digamos que un militante es lo que representa al ejercicio para otro militante.
Como observó Cicerón en sus Disputaciones Tusculanas, ejército no significaba originalmente más que ejercitarse o esforzarse, exarcere. Conjurado varios siglos por adelantado ante el elogio moderno del estado anímico como factor decisivo de la guerra, el rétor sostendrá que poco vale un soldado entusiasmado pero desentrenado, incapaz de soportar las fatigas y las inclemencias de toda campaña militar.
Vegecio, que en un tratado del siglo V d.C. también reconoció la familiaridad etimológica entre ejército y ejercicio, argumentaba que “ni la edad avanzada ni el número de años enseña el arte de la guerra, sino que un soldado sin entrenar, por muchos años que tenga de servicio, es siempre un recluta”. En tanto preparación para la batalla y sus secuelas, el ejercicio bien podría considerarse un simulacro. Sin embargo, esto es una imprecisión. Es el ejercicio el rasgo definitorio. Por eso, con gran lucidez, Flavio Josefo señaló que los entrenamientos son “ejercicios sin sangre” y las batallas “ejercicios sangrientos”. Todavía Edward Gibbon, el mayor historiador neoclásico de la época de la Ilustración, seguía distinguiendo ese vínculo inexorable, que en el fondo respondía a la convicción de que es inútil el valor sin “maestría práctica”.
Los cristianos son herederos indiscutibles de esta concepción, pues además de mantener vigente, al menos hasta la alta escolástica, la comprensión de la filosofía como forma de vida (donde la praxis se antepone al discurso filosófico), actualizan las figuras metafóricas del soldado y el atleta, ambos al servicio de Cristo. ¿Qué es Pablo sino un trotamundos, al que deberían envidiar los más resistentes deportistas de los Juegos Olímpicos? Para estar a la altura de las exigencias del Verbo, resulta primordial realizar una gimnasia espiritual que ponga al creyente en situación de revisar su práctica y la de todos los miembros de la comunidad, una y otra vez. Con lucidez asumió Heidegger que “el volcarse a la vida cristiana concierne al ejercicio”. Esto podía deducirse de la lectura del Nuevo Testamento, mas también de las primeras grandes sistematizaciones de los siglos posteriores. Orígenes de Alejandría, quien fue sin lugar a dudas el más destacado teólogo cristiano de Oriente, escribió:
“si a algunos se les hace difícil el cambio, la causa hay que buscarla en ellos mismos, que no quieren aceptar la verdad de que el Dios sumo será justo juez de todo lo que cada uno hubiere hecho en su vida. Porque, aun para cosas difíciles y, hablando hiperbólicamente, aun para las que parecen casi imposibles, mucho pueden la voluntad y el ejercicio. Si la naturaleza humana se propone andar por una cuerda tendida de una banda a otra del teatro sobre el aire, y eso llevando tales y tantos pesos, sale con ello por el ejercicio y la atención; ¿y no lo conseguirá si se propone vivir conforme a la virtud, aunque anteriormente haya sido malísima?”.
Así como el cristiano “no nace, se hace”, según afirmó célebremente Tertuliano, el militante se forma a sí mismo dejándose ejercitar por otro. Siempre hace falta un entrenador, un conductor. Según indicó el ex campeón mundial de ajedrez Vladimir Kramnik, el jugador de élite debe dedicar entre siete y diez horas de preparación por día, lo que actualmente incluye la memorización solitaria de largas variantes de aperturas que se realiza frente a la máquina. Pero no hay nadie que compita al más alto nivel sin que haya alguien (por lo general, un gran maestro de menor categoría) que organice su rutina y lo aconseje. Muchos han padecido la tensión que conlleva la participación en un torneo de estrellas, donde alcanzar el máximo rendimiento supone un gasto considerable de energía. Hay un precio que se paga por intentar eludir el estrés.
Cuando Magnus Carlsen, quizá ya el mejor jugador de todos los tiempos, muy superior en talento innato a todos sus contrincantes, se lanzó a competir de forma relajada y poco profesional, perdiendo la concentración y el hábito, cosechó una racha para el olvido.
Aún sin imitar tales estándares de exigencia, el jugador amateur o el maestro terrenal necesitan estudiar y practicar con cierta regularidad-o sea, ejercitarse (resolviendo problemas, analizando partidas de los mejores, incorporando conceptos, disputando encuentros blitz con amigos o con desconocidos por internet)- si no quieren desperdiciar los progresos alcanzados. Por supuesto que los procesos de internalización elevan la base mínima de nuestro nivel (no todo se olvida) e incluso cuando se desliga del ajedrez, un maestro retirado vencerá siempre a un jugador sin demasiado rodaje. Lo que no quita que su repertorio de aperturas se achica, su cálculo de movimientos se vuelve más lento, su intuición pierde brillo y su perspectiva estratégica, panorámica.
Sucede de la misma manera con cualquier otra actividad de la vida. ¿Qué sería de los jugadores de fútbol, con potrero y talento de barrio, sin pruebas físicas altamente exigentes y repetitivos ejercicios coordinados, que no tienen otro fin que incorporar y automatizar movimientos, sin por ello perder el acceso al concepto que cada situación del juego amerita? El famoso “jugador de toda la cancha”, que siempre está bien ubicado, que le marca el ritmo y los espacios a los compañeros, que ve lo que otros no ven, perfecciona su sabiduría a lo largo de las competiciones, que representan para él un inagotable campo de entrenamiento. Allí donde para el mundo es “todo o nada”, él se ejercita.
Ejercitarse no es devenir fuerte o musculoso en términos absolutos. Un cuerpo demasiado pesado sacrifica flexibilidad y ligereza. Ganar musculatura de nada sirve si el músculo no se aprovecha en el caso concreto y no nos sensibiliza frente a las momentos que se nos presentan y que reclaman adaptaciones diversas. De hecho, ningún ejercicio permite fortalecer todos los músculos al mismo tiempo (en las escuelas de retórica se trabajaba la respiración, el uso y el tono de la voz, los gestos, la disposición de las distintas partes del cuerpo, la actuación, la memoria, la velocidad de las ilaciones, además de la organización del discurso o el empleo de las palabras adecuadas según precise el instante y el contexto). Hay que variar y priorizar, sin “cebarse” (el agotamiento interrumpe la serie de ejercicios, a riesgo de una lesión). Y lo que se perfecciona, no debe descuidarse. Porque músculo que no se revalida, que no sigue entrenándose, poco tarda en atrofiarse.
Por muy buena que haya sido la tradición de movilización del pueblo argentino y de la militancia, por mucho que empuje la historia, no es gratuito el quietismo. La pandemia nos arrojó a una comodidad desconocida (a pesar del estrés que generaron las ollas populares, se relajaron prácticas que antes eran costumbre), frente a la que se requieren enormes esfuerzos para perderle el gusto y volver a ponernos en carrera. Es iluso creer que puede darse el salto del aislamiento a la maratón sin ejercicios que medien.
Mucho ganaría la militancia si leyéramos Conducción Política (CP) como uno de los mayores libros de ejercicios del siglo XX. La finalidad de las míticas clases que brindó Perón en la Escuela Superior Peronista en 1951 se resume en formar hombres y mujeres capaces de hacer un análisis político de lo que está en juego y tomar la mejor resolución posible. De ahí la expresión ejercitar el criterio. No se trata, entonces, de lecciones magistrales, sino de un entrenamiento.
¿Para qué estudiar ejemplos históricos, que Perón insiste en que no se repiten? Para poner a prueba nuestra prudencia y afinar nuestra comprensión política, para ser más sabios en todas las ocasiones. “Así como el boxeador pega en la bolsa o hace boxeo con el aire. Con eso no va a ganar a nadie, pero él se hace más ágil, y más diestro” (a la metáfora del boxeo debemos añadir que Perón se jacta en CP de haber hecho atletismo). Hay una gimnasia de la conducción, que es la militancia como gimnasia, como ejercicio. Gymnos quiere decir desnudez, porque desnudos entrenaban los griegos. Ergo, en la gimnasia la militancia saca a relucir su desnudez primaria, sin ropajes y ornamentos. El propósito del ejercicio es internalizar lo que se ejercita, la militancia. De nuevo Perón:
“hay que asimilar los principios, discernirlos y digerirlos. Van más bien dirigidos, en un conductor, casi a la subconsciencia; él debe asimilarlos de manera tal, que los aplique sin necesidad de mencionarlos, sin necesidad hasta de recordarlos. Es una técnica que radica casi siempre en el subconsciente del hombre de acción (...) Hay algo así en todo esto de la conducción; algo verdaderamente inexplicable, como inexplicables son algunos fenómenos que radican en la conciencia y en la subconsciencia de los hombres. En esto hay mucho de esa sensación intuitiva, natural, que se crea por el ejercicio”.
Los ejercicios deben ser permanentes, como la organización. El gran título de Selci, además de discutir con Trotsky, rinde honores a CP, porque es allí donde aparece esta noción de que la organización jamás concluye, de que tiene que ser permanente. Como Vilela explica en su libro, “el ejercicio de la militancia hace al militante”. El ejercicio puede ser una discusión política, un casa por casa, una jornada solidaria en una escuela, una movilización a Plaza de Mayo, una pegatina, hacer seguimiento a un adherente… Lo que en verdad importa es el clima, la atmósfera, el ambiente que el ejercicio genera y en el que se inscribe. Pintar una pared con una consigna puede hacerlo cualquiera y por motivos varios. Pero en la militancia hay un plus-de-ejercicio, un ejercicio más allá del ejercicio, que trasciende la actividad-en-sí o revela que la actividad que se despliega no es la que está ante-los-ojos.
Desde el punto de vista del observador externo, hay un grupo de personas interviniendo una pared, y que podrá calificar como simpáticos muchachos o como delincuentes sin remedio. Desde el punto de vista de la militancia, allí se cocina militancia, se forman militantes. Incluso en algo tan prosaico como analizar datos y sacar conclusiones puede ponerse en juego el espíritu militante. Decidir que tal manzana va a ser incorporada en lo inmediato a un esquema de timbreos, porque contiene gran cantidad de casas, mientras que otra manzana, donde sobresalen los edificios será postergada (y necesitará un abordaje distinto), implica territorializar la manzana en cuestión como un habitáculo de militantes potenciales, en tanto encarga a tal o cual militante la responsabilidad de llevar adelante la prédica e ir a buscar a sus nuevos compañeros y compañeras. Todo se reescribe en el lenguaje de los ejercicios.
Entender la militancia como ejercicio significa asumir que ella nunca es una fortaleza ganada o conquistada para siempre. El enemigo merodea, permanece agazapado, nos tienta con ilusorias promesas. No hace falta ir al caso extremo del militante que se quiebra (porque llega a pensar que la vida no-individual, demasiado exigente, no es para él o, peor aún, que todo fue una gran farsa) o que traiciona, seducido por la feria de vanidades que el mundo exhibe por doquier.
¿Cuántas situaciones, menos graves, podemos identificar, en las cuales nosotros mismos no nos comportamos como auténticos militantes y, por lo tanto, no somos ningún ejemplo para los demás?
No se trata de “martillarse los dedos” o tomar el camino de la autoflagelación, como un asceta fanático que poca estima le tiene a la vida. Lo importante para cualquier militante es descifrar en su militancia un “devenir” y no un “ser”. Hay que devenir-militante cada vez. No gozamos de privilegio ontológico alguno, así como el eventual acceso a los honores del siglo nada aporta a un hipotético “militómetro”. Si militancia es otro nombre para la responsabilidad absoluta, entonces la responsabilidad debe ejercitarse permanentemente.
Hace no mucho tiempo, aquello creímos interpretar como “volver mejores”. Igual que los estoicos, que meditaban cuando se levantaban y cuando se iban a dormir, es necesario y estratégico que revisemos nuestras prácticas y que corrijamos lo que haya que corregir, para fortalecer la militancia que elegimos (o que nos ha elegido) como forma de vida.
“Ser es ser disciplinado”, escribió en cierta ocasión el poeta Paul Valery. Disciplinado es el discípulo, el que aprende, el que escucha, el que realiza el ejercicio del día, con método y vocación. La militancia requiere de una preparación que nunca cesa; nunca nos sobra nada. Pero incluso en los entrenamientos más severos, podemos apoyarnos en los otros ejercitantes, que sabrán aliviar nuestra carga sin sacarnos del gimnasio.
Imitamos aquí a Lenin, quien en ¿Qué hacer?, ajustó la perspectiva que es la nuestra: “Que ningún militante dedicado a la labor práctica se ofenda por este duro epíteto, pues en lo que concierne a la falta de preparación, me lo aplico a mí mismo en primer término”. Una nueva definición se abre para nosotros. ¿Qué es militar? Ejercitarse ejercitando el ejercicio del otro.