Por Gastón Fabián


Durante el siglo XX, hubo un concepto de la teología cristiana que ocupó la centralidad del debate político-intelectual. Estamos hablando de la idea del katéchon, que el célebre jurista Carl Schmitt volvió a poner de moda, después de un largo período de olvido, en los inicios de la Guerra Fría. La misma fue esbozada por primera vez por San Pablo en su Segunda Epístola a los Tesalonicenses. El significado de la palabra griega no es otro que “el que retiene” o “lo que retiene”. Qué quiso decir el apóstol con la expresión es todavía motivo de grandes controversias eruditas. En la lectura schmittiana, lo que retrasa el katéchon es el éschaton, el fin del tiempo (eón) presente o la llegada irremediable del Anticristo.


Ahora bien, cualquiera que cuente con un conocimiento aproximado de la escatología neotestamentaria, sabrá que el Día del Juicio Final es para los buenos cristianos sinónimo del paso a la inmortalidad, del acceso al Reino de Dios. En el tiempo que resta, de lo que se trata es de prepararse para el Acontecimiento, para la Segunda Venida de Cristo. Schmitt, en cambio, considera que es función del katéchon mantener sobre la raya el caos y la guerra civil, cargados de una negatividad insoslayable. Lo trágico moderno, por ponerlo en los términos bíblicos que emplea Thomas Hobbes, consiste en que Behemoth es inherente a Leviatán: el Estado lleva en sí las semillas de su propia destrucción (es un Deus mortalis).


Por muy separado que aparente estar en relación con los ciudadanos, el Estado es una construcción humana, una ficción, y su misma artificialidad depende del gesto de autolimitación mediante el que una multitud de individuos se obligó a no perseguir el cumplimiento de sus antisociales derechos naturales a todas las cosas. Un sujeto que se autolimita en cualquier momento puede transgredir esos límites y reclamar lo que cree suyo, poniendo en riesgo la estabilidad del orden político. De ahí que el katéchon schmittiano deba permanecer atento y vigilante en pos de neutralizar el conflicto con éxito.


El problema es que con el siglo XX se diluye la esperanza de un Estado cristiano decidido a asumir este papel. Cuando el Estado y la Iglesia efectivamente se separan, ambos pierden su fuerza de representación. Hobbes, que en ninguna de sus citas paulinas se refiere al katéchon, pensaba en un poder temporal/espiritual que tuviera en una mano la espada y en la otra el báculo sacerdotal. Para él, Iglesia significa simplemente 'Estado cristiano'. Y lo que debe hacer un Estado cristiano es mantener la paz (es defensor pacis), garantizar las condiciones para una vida placentera y cómoda. Porque sólo de esta manera los cristianos podrán concentrarse en la búsqueda de la salvación, para la que son necesarias dos cosas: fe en que Jesús es el Cristo y obediencia a las leyes o autoridades civiles. Dos criterios minimalistas que Pablo menciona en sus cartas y que están al alcance de todos.


El misterioso texto paulino, como todas sus epístolas, es una intervención política en la coyuntura. Evidentemente, el apóstol, que debe visitar nuevamente la joven comunidad cristiana de Tesalónica, manifiesta su preocupación ante las profecías apocalípticas que circulan entre los hombres y mujeres de fe, es decir, ante el anuncio de que la parusía, el Día del Juicio Final, es inminente y está al caer. Por ello transmite un mensaje de calma, que modere los ánimos incendiarios y agitados y vuelva a poner a los cristianos en la senda del trabajo militante de prédica de la buena nueva y organización de la comunidad.


Es seguro que, en aquellos tiempos, quienes creían que la Segunda Venida de Cristo se encontraba próxima, se tomaban los presagios de muy distinta manera: algunos con una incontenible y tumultuosa excitación; otros, atrapados en el pánico de ser juzgados desfavorablemente o de que sus seres queridos ya fallecidos no regresaran de la muerte, y también tenemos a los que preferían esperar el momento definitivo de brazos cruzados. Pablo se siente obligado a advertir que la parusía no está cerca, porque no se han presentado los signos que tienen que anticiparla. Pide a los militantes paciencia, pues el acontecimiento es imprevisible y permanece fuera de todo cálculo. Pero también les habla a los que, confiando en la infalibilidad del determinismo escatológico, dejan de aportar a la causa.


En la carta Pablo da cuenta de una serie de signos que develarán ante los creyentes la proximidad del éschaton. Habla de la apostasía, el Hombre de la impiedad [anomia, si se traduce directo del griego], el Hijo de la perdición y el Adversario. No utiliza el nombre de Anticristo, que aparecerá en el Evangelio de Juan. Pero hay algo que retiene, que impide manifestarse plenamente a este misterio de la impiedad (o de la anomia) queya está actuando. Solo que Pablo no explica qué es en concreto aquel katéchon que, una vez quitado de en medio y dejando el lugar al Impío, le abrirá paso también a la Venida triunfal del Señor.


Triple enigma: quién retiene, qué es lo que retiene y cómo la derrota del primero significará la victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal. La tradición a la que se colará Schmitt, que es la de los Padres de la Iglesia (de Tertuliano a Agustín, pasando por Eusebio y Jerónimo), identifica al Imperio Romano con el katéchon. La razón de que con la caída del Imperio de Occidente no arremetiera la parusía se deberá, en todo caso, a un derecho de sucesión que terminará poniendo en la modernidad al Estado como el portador de la misión de contención a la que haría referencia Pablo.


Cuando Schmitt diagnostica la muerte de la figura histórico-concreta del Estado, no renuncia acontemplar la necesidad de la misión katechontica, sino que busca resignificarla a partir de su teoría del Großraum o “gran espacio”, aunque siempre es una persona la que encarna esa fuerza histórica cristiana. “Hay que poder nombrar al katéchon de los últimos 1948 años. El puesto nunca estuvo vacante, en caso contrario no estaríamos aquí”, escribe Schmitt en su Glossarium. Carlos Martel aguantando y rechazando la embestida de los árabes en Poitiers es solo un ejemplo. Siempre hay un poder que frena, que retrasa el triunfo del “mal” y lo vuelve a meter en la Caja de Pandora. Los amantes de Game of Thrones reconocerán en la leyenda del “Príncipe que fue prometido” el equivalente del katéchon, que hace frente a la llegada destructiva de los Otros.


El principal problema que conlleva esta línea hermenéutica reside en la falta de rastros que en el texto paulino permitirían distinguir una valoración positiva del papel katechontico. Lejos de ello, el apóstol se presenta como un militante del Reino de Dios. No se trata de un profeta que conmueve a sus espectadores con discursos apocalípticos. La diferencia entre un profeta y un apóstol es que para el primero el Mesías está siempre por-venir, mientras que para el segundo el evento mesiánico ya ocurrió y lo importante ahora es extraer todas las consecuencias que el mismo habilita. ¿Pero qué otra explicación se puede dar de lo que retrasa la realización plena del Reino?


Erik Peterson, un teólogo protestante devenido católico, quien tuvo una polémica de mucha trascendencia con Carl Schmitt (Taubes y Agamben los definen a ambos como “apocalípticos de la contrarrevolución”), argumentó que lo que tras la Resurrección impidió la consumación del Reino y forzó la organización de la Iglesia Militante entre los gentiles, fue la falta de fe en Cristo del pueblo judío (“la Iglesia existe porque la Sinagoga perdura”). Un planteo similar en otros autores llevó a posiciones radicalmente antisemitas, donde el judío era asociado al comunista o al anarquista (ateos), prototipos todos del Hombre de la Anomia que es nombrado en la Segunda Epístola a los Tesalonicenses y a los que el Estado debería reprimir para evitar que las fuerzas del mal logren desbordar sus diques de contención. Nótese que entre la culpabilización de los judíos y la solución final nazi hay solo un ejercicio de derivación.


La interpretación katechontica de la escatología cristiana afirma que todos vivimos en un ínterin, en un entre que separa el ya del evento mesiánico del aún no de la Segunda Venida de Cristo. Giorgio Agamben llama tiempo mesiánico a este tiempo contraído o, retomando el título de su Seminario sobre Pablo, el tiempo que resta. En la traducción que el filósofo italiano hace del griego paulino, plantea que debe hablarse de “misterio de la anomia” y no de “iniquidad”, “impiedad” o “pecado”, que a su juicio son distorsiones de lo que el texto realmente apunta.


Si ánomos quiere decir “sin ley” o “estar fuera de la ley”, entonces el desvelamiento del misterio de la anomia antes de la llegada del Señor “significa la aparición a la luz de la inoperancia de la ley y de la sustancial ilegitimidad de todo poder en el tiempo mesiánico”.


En este punto, para Agamben, katéchony ánomos son dos caras de la misma moneda, porque el tiempo mesiánico no es otra cosa que un tiempo de suspensión (desactivación) de la Ley, paradoja ocultada en la apariencia de un poder profano (el Imperio Romano) que se presenta como el que contiene el caos o la catástrofe. Sin embargo, la verdad dialéctica de esta secuencia es que el katéchones el ánomos; sólo que cuando el misterio finalmente esté resuelto, cuando el Imperio exponga su fuerza satánica, el ser-encarnación del Anticristo, la presencia del Mesías tornará inoperante aquel poder, que será barrido y destruido con el soplido de la boca del Señor. Otra forma de decir: el imperialismo es un tigre de papel. Desde nuestro punto de vista, esta interpretación de la Segunda Epístola a los Tesalonicenses tiene consecuencias decisivas para la praxis y autocomprensión de la militancia.


No debe omitirse, sin embargo, que el problema de todo creyente es que está en contradicción entre la carne y el espíritu, entre el pecado y la salvación. A estas razones que tengamos que sumar a la hermenéutica del katéchon, además de la que lo asocia con la espada secular y con la falta de fe de los judíos (quienes creen que el Mesías todavía no llegó), la que hace de cada cristiano una criatura frágil y voluble, que debe probar su convicción desoyendo los cantos de sirena del pecado (“No acontezca que, habiendo predicado a otros, sea yo mismo un náufrago”, dice Pablo en 1 Cor 9: 27). Recordemos que entre la Resurrección y la conversión de Constantino, el Imperio Romano era un Imperio pagano y los cristianos constituían un blanco de persecución permanente. Pero a la vez, la Iglesia permanecía separada del “Estado”.


Lo paradójico aquí es que al copar las bases del Imperio, al ocupar sus trincheras ideológicas, al transformar al cristianismo en su religión oficial, la Iglesia fue al mismo tiempo estatizada y el resto de los cultos prohibidos. Entonces se organizó una especie de venganza cristiana, que no detendría las guerras ni llevaría a la paz prometida por Dios a los patriarcas. De ahí que esa intensidad propia del tiempo mesiánico se perdiera y que únicamente con la Reforma Protestante (que en sus expresiones más radicales comparó al Papa con el Anticristo) se recuperara algo de aquel mesianismo, bajo el mandato de volver a la pureza espiritual de la Iglesia primitiva frente a la corrupción de Roma.


El filósofo italiano Roberto Esposito observó que lo fundamental en el dispositivo katechontico es que contiene en sí mismo el mal que frena, la anomia. Es “el anticuerpo que protege al cuerpo cristiano de aquello que lo amenaza”. Así, la ley anula tanto como reproduce lo que supuestamente combate. Pero también, estimulante aporía, al detener el mal, impide la realización del bien último. Eso explica que un teólogo de la talla de Agustín quedara perplejo frente a tan enigmático texto.


En sintonía, el compatriota de Esposito y Agamben, Massimo Cacciari, hace hincapié en el tiempo de decisión que los cristianos, como multitud de llamados y no como pueblo, viven entre dos Acontecimientos. Y es en ese drama de la redención que piensa la figura katechontica, diferenciándola del concepto de Imperio.


Para empezar, el katéchon es una fuerza o energía que se encarna, de la misma manera que lo es la anomia. ¿Le pertenece dicha energía a los poderes constituidos que frenan el mal o a quien, haciéndose pasar por Dios, lucha en su contra? Dado que Pablo considera que el katéchon debe ser corrido o desplazado para que se consume el misterio de la anomia, entonces no puede ser encuadrado más que dentro de la dinámica del nómos. Pero mientras el Imperio tiende a hacerse dueño del destino de la época y, por lo tanto, garantizar la seguridad o estabilidad de sus referencias y certezas, el katéchonse mantiene asociado a la locura de la crisis. Porque si en los orígenes del Imperio yace una decisión, luego su propia duración lo obliga a impedir que se siga decidiendo, aunque con el fin de expandirse, de crecer, de aumentar su poder y reclamar la auctoritas.


Cuando el katéchon frena, en cambio, jamás se tiene la sensación de haberse impuesto a la anomia, que a la larga desbordará y triunfará. El Imperio no es un poder que frena, explica Cacciari, sino un poder productivo, o que produce siempre al interior de su lógica intrínseca. La energía katechontica que asume es la que contiene las metamorfosis que se desarrollan hacia sus adentros y no la irrupción de lo trascendente en la historia.


Es interesante en todos estos autores su pretensión de descifrar el katéchon como una cualidad política específica, no necesariamente ligada a la forma-Imperio. De hecho, cuando el katéchon se autonomiza y pierde el vínculo con la auctoritas, el Imperio se disgrega frente al avance del Impío, ya que, en definitiva y pese a que el tiempo del fin haya llegado, “el vulnus de la naturaleza humana continúa operando”.


En cualquier caso, ni el katéchonni el Anticristo tienen el poder de acelerar la parusía, decisión que corresponde a la inescrutable voluntad divina. ¿Qué espera Dios? Según Teodoreto de Ciro, teólogo del siglo V, que el Evangelio sea difundido por todas partes. Lo cual, en cierta medida, coincide con la hipótesis de Peterson.


El trabajo del Anticristo es infiltrarse y sembrar división en la Iglesia. Esto, según Cacciari, hace que cada cristiano tenga que preguntarse en todo momento si es un auténtico cristiano o si, por el contrario, no está “jugando para el enemigo”. Aspecto fundamental para comprender el pasaje paulino, porque a menudo se ha identificado la anomia con la anarquía o el desorden que invade desde afuera (los bárbaros, los extranjeros, etc.), cuando en realidad, explica Cacciari, surge de la Era del Hijo, o sea, desde el seno de la Iglesia. Anomos es en relación con la ley de Cristo: es por eso que no presenta equivalencias con cualquier estar-fuera-de-la-ley, sino con lo que conflictúa con la ley de Cristo. Anómica es la apostasía.


El katéchon, así, puede concebirse como mediación pero también como oración, siendo la gracia de Dios la que aplaza el final y da tiempo a la tarea evangelizadora, que es lo que le corresponde a la Iglesia y lo que le da primacía sobre los poderes terrenales. La prédica de la palabra del Señor es lo que de alguna manera manifiesta el retraso del Día del Juicio, línea interpretativa que ha llegado hasta Calvino. Los cristianos sacaron de esta hipótesis el argumento de que la persecución desatada contra ellos tendía a acelerar la disolución del Imperio Romano y que, por lo tanto, niega su razón de ser. El trabajo de la Iglesia, entonces, aparece como funcional a la estabilidad política del Imperio. La energía katechontica de la ecclesiamilitans se expresa en la necesidad de concluir la misión que le fue confiada.


No obstante, en uno de los pasajes más brillantes de su investigación, Cacciari aclara que el katéchon, sea la Iglesia o el Imperio o el Estado, cree estar frenando la stásisy haciendo-dique a “revolucionarios”, pero en verdad su propia fuerza conservadora acaba abriéndole paso al último hombre, que nace de las entrañas del Adversario mas solo en tanto el Adversario es interno a la lógica recién descrita.


El miedo a la excepción y el gusto por la normalidad, por lo siempre-igual, son grandes productores de rebaños humanos. Por el lado contrario, el habitante de la ciudad futura o la Civitas Dei, no puede prescindir del “Estado” porque está ya desde siempre arrojado al barro de la historia, ergo, su naturaleza es caída y es incapaz deanunciar y predicar el mensaje de Cristo sin involucrarse en conflictos directos o indirectos con las autoridades establecidas. La Iglesia sólo es ciudad de Dios en devenir y ningún cristiano cuenta con la garantía de que, al final, será salvado.


No es casual, como bien argumenta Cacciari, que cuando la Iglesia vacía al soberano político de la auctoritas (debilitando la forma-Imperio) y lo reduce a mera administración, también tiende a pactar con él y, consiguientemente, queda mucho más expuesta a mezclarse con los valores del siglo y corromperse. De ahí que Dante bregue por la no confusión de la espada secular y la espada espiritual. Solo que si la conducción ejercida por la Iglesia parece atentar contra la potestad soberana, cuando en el campo de lo político emerge el discurso profético, el mismo no puede dejar de tensionar con el sacerdotium.


Sin conversión no hay tampoco contención. Sin apertura a la contingencia, sin crisis, el katéchon pierde sentido, porque el suyo es el tiempo de la hora y de la decisión, bajo la expectativa del advenimiento del final. Para Cacciari, el katéchon clásico todavía representa un pensamiento sobre lo óptimo y el bien común, porque busca anclarse en una sabiduría política que no es reductible a la mera techné. Pero cuando avanza el proceso de secularización, desustancializando a las grandes figuras epocales y revelando su carácter ficcional, el katéchon experimenta su agotamiento. Pasamos del momento de Prometeo (paradigma de la inteligencia y la previsión) al de su hermano Epimeteo (el que ve con retraso lo ya acontecido), quien abriendo la Caja de Pandora, desata las fuerzas más devastadoras y nos pone en relación con la crisis permanente, desde la que estamos obligados a pensar hoy.


Porque hasta ahora, el campo popular se ha atrincherado en la dramática mirada del katéchon que, con todas sus fuerzas, intenta detener el estallido, el caos, sin advertir que la crisis la llevamos dentro. Nos refiramos al capitalismo globalizado, al cambio climático, a la pandemia, el FMI o el triunfo de la derecha, lo cierto es que estamos habituados a un pensamiento defensivo.


Nicolás Vilela lo dice más o menos así: interpretamos la liberación con los ojos de la resistencia.


Esto no significa que no haya que resistir, que no haya que frenar las agresiones o levantar un dique de contención que impida el desborde social. Significa, en verdad, que aquello solo tiene valor táctico, coyuntural, histórico-concreto, pero que no salda la discusión estratégica, que tiene que ver con el horizonte utópico que perseguimos, con la vida que elegimos vivir.


La hechicera Melisandre le enseña a Arya Stark la clave del katéchon leído como muralla: “Nottoday”. Hoy no pasarán, hoy no es el final, todavía nos queda aliento para hacerles frente, la vida sigue teniendo argumentos contra la muerte.


La militancia, que pretende vencer al tiempo, que aspira a la eternidad, necesita suspender esta lógica y pensar desde otro lugar. Para ella, lo que retiene la llegada del Reino no es en última instancia el Estado y sus aparatos represivos, pues estos se fundamentan en el miedo y el pecado. Lo que retrasa la parusía no es la falta de fe de los judíos como sostenía Peterson, sino la negativa a “convertirnos”, a hacernos cargo de nuestra responsabilidad absoluta sobre el mundo, a devenir-militantes.


Flaquear, quebrarse, ceder, claudicar, poner el Ego por encima de lo colectivo, de la organización, son formas de diferir el final del tiempo o de que la nueva vida que fue anunciada no sea alcanzada por todos. Si hay Iglesia, comunidad de creyentes, es porque todavía no hay Reino en sentido pleno; hay Reino abreviado, en miniatura, precario y frágil, dado que la intensidad mesiánica nunca está exenta de agotarse. Por eso el Estado no es el katéchon.


Si hay Estado, en última instancia, es porque también hay katéchon, porque prima la antimilitancia. Cuando el katéchon sea corrido del medio, entonces el Estado no será necesario, porque todos asumiremos la responsabilidad política que el Estado monopoliza para sí.