“Lo bueno necesita tiempo. Y también lo grande, dicho de otra manera: el espacio necesita su tiempo”.

Thomas Mann

“No es nada casual que dos de los más importantes ‘descubrimientos’ del siglo pasado acerca del tiempo hayan tenido lugar precisamente aquí, en Suiza: la teoría de la relatividad de Einstein y La montaña mágica de Thomas Mann”.

Georgi Gospodinov

“Lo terrible del arte es que, cuanto más se entra en él, más obliga a lo extremo, casi a lo imposible”.

Rainer Maria Rilke

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Cuando Thomas Mann publicó La montaña mágica en noviembre de 1924, no sólo estaba ofreciendo una de las pocas novelas totales del canon literario sino que también había introducido una revolución narrativa en la manera de tratar el problema del tiempo. Desde que Einstein propuso la teoría de la relatividad en 1905, desde que las grandes tradiciones y valores morales empezaron a sufrir el avance disolutivo de la modernidad, desde que Marx diagnosticó que “todo lo sólido se desvanece en el aire” y Nietzsche anunció la muerte de Dios, desde que Freud hirió el orgullo de los hombres y las mujeres con su audaz descubrimiento del inconsciente, interpretar las mutaciones simbólicas en las relaciones del ser humano con el tiempo y con su tiempo se volvió la obsesión fundamental de los principales escritores y filósofos occidentales. La Primera Guerra Mundial, como trauma indeleble, representó el estallido de un síntoma que se venía arrastrando de manera algo reprimida, salvo para aquella minoría que supo oler lo que se estaba cocinando en los recovecos del alma humana. Este terremoto impuso cambios obligados en todas las disciplinas artísticas y conceptuales. Los cimientos habían dejado de ser firmes y se precisaba montar nuevas bases. La reflexión filosófica tuvo que esperar hasta la aparición de Ser y Tiempo de Martin Heidegger para terminar de degustar el nuevo plato, a pesar de que las investigaciones sobre el tiempo se encontraban en el orden del día de gente como Bergson o Husserl, o de los primeros teólogos destacados del siglo, como Barth y Rosenzweig, de notoria influencia ambos sobre el pensamiento de Heidegger.

Ahora bien, el drama de la conciencia moderna, fracturada y atormentada, fue elaborado antes por la literatura que por la filosofía, que todavía parecía creer en las virtudes del progreso intelectual y moral, siendo la sierva de la ciencia positivista, al menos hasta que Heidegger le devolvió su especial dignidad. Autores como Dostoievski e Ibsen expusieron el escándalo, pero será recién con el modernismo y el expresionismo que el lenguaje se convulsionará y experimentará caminos más acordes a la compleja realidad que se estaba viviendo y que traía la novedad de que en un par de décadas todo se transformó más rápido que en los últimos dos milenios. Entonces los poetas dan la nota y el siglo se desayuna el convite de una camada de genios que con una fina sensibilidad y un majestuoso dolor lírico revelan la caducidad de las cosas en un mundo que ha perdido la gracia de lo divino. Apollinaire y Valery, Trakl y Hofmannsthal, Machado y Jiménez, Yeats y Hardy, Blok y Ajmatova, D’Annunzio y Cavafis abren las puertas del nuevo pensamiento, que toca el cielo recién concluida la guerra, cuando casi al mismo tiempo emergen de las profundidades La tierra baldía (Eliot), Trilce (Vallejo) y Las Elegías de Duino (Rilke). No está de más recordar que Ser y tiempo es un homenaje a la legendaria figura de Rilke, que fallece unos meses antes de su publicación. 

Sin embargo, la ficción no se queda a la zaga y también, en un espacio de simultaneidad asombrosa, irrumpen en la escena cultural las tres mayores novelas sobre el tiempo que ha legado el siglo XX. Habrá otras, singularmente espléndidas—pienso en Virginia Woolf, en William Faulkner, en Thomas Wolfe, en Hermann Broch, en Robert Musil, en Gunter Grass, en Winfried Sebald, en Mircea Cartarescu, en Georgi Gospodinov—pero todas serán deudoras de alguna de esas tres. Me refiero a En busca del tiempo perdido de Proust (que si bien comienza a publicarse en 1913, el grueso de los volúmenes salen a la luz en los años 20), el Ulises de Joyce y, por supuesto, La montaña mágica. Si la técnica del francés es la memoria involuntaria que dispara cualquier elemento contingente del presente, el cual, retroactivamente, se demuestra atado a una vastísima red que lo trasciende y que lleva al sujeto a un viaje no planificado por los destellos y las oscuridades de un pasado fragmentario; en el caso del irlandés lo que se practica es el presente absoluto, a través del monólogo interior y el flujo de conciencia, donde nunca acaba de evidenciarse con claridad quién habla. Mann, en cambio, mantiene en principio una estrategia narrativa más tradicional, que responde a una cierta linealidad, hasta que caemos en su celada y advertimos que hemos sido atrapados en una historia en la que confluyen y tensionan las distintas facetas del tiempo; que nos invita a caminar primero por capítulos breves a la manera del siglo XIX y luego, sin que nos demos cuenta, yacemos en capítulos interminables, de más de doscientas páginas y que sintonizan perfectamente con la resignificación del tiempo que se experimenta en la montaña.

¿Por qué esta necesidad de repensar el tiempo? Porque la idea del progreso lineal, que la modernidad había tomado del cristianismo, aunque secularizando el acontecimiento desde el cual se empieza a contar; esta fe en que todos los problemas se resolverán, en que cada generación engendra una nueva solución, en que la ciencia y el comercio avanzan y traen consigo el perfeccionamiento moral, todo eso se vino a pique con la barbarie de la guerra y el ciclo de crisis y revoluciones que asalta a la batida conciencia europea. Si Heidegger lanza sus dardos contra la inautenticidad y mediocridad de la vida burguesa y explora la posibilidad de un tiempo más propio, que pone al ser humano en relación con sus emociones más primarias, especialmente con la apertura hacia la muerte, que parecía descartada por la filosofía evolucionista del siglo anterior, Walter Benjamin llamará a interrumpir esa acumulación de ruinas y cadáveres que osamos denominar progreso, intercalando una temporalidad diferente, que emana del ejercicio de la rememoración no de lo que fue, sino de lo que pudo haber sido y resultó abortado por el doble triunfo material y simbólico de los vencedores. En esa atmósfera irrespirable, donde las afecciones pulmonares son realidad y metáfora, Mann escribe su libro. Un libro que había sido concebido antes de la guerra—cuando el camino hacia el matadero ya no podía corregir su inercia, pese a las vanas esperanzas de los humanistas de entonces—, pero que recién pudo ser terminado en medio del colapso, con no pocas modificaciones.

A diferencia del Ulises de Joyce, que fue puntillosamente diagramado, con multiplicidad de estilos y referencias, Mann postergó su trabajo una y otra vez, hasta darle la definitiva vuelta de tuerca. La idea merodeaba en su cabeza desde que en 1912 visitó en Davos el sanatorio en el que estaba internada su esposa (que, como Hans Castorp, no tenía nada, salvo quizá una angustia primigenia). Apenas imaginaba un relato corto, que sirviera de contrapunto a La muerte en Venecia, que apareció aquel año. El proyecto quedó interrumpido (igual que Las confesiones del estafador Félix Krull, novela picaresca y autobiográfica que dejó inacabada y cuya primera parte completa recién publicó en la década del 50), en cierto modo por la guerra, en cierto modo porque Mann priorizó su labor ensayística, que siempre consideró un mecanismo de descarga energética cuando estaba embarcado en atrevidas epopeyas narrativas. Tenemos la fortuna de que nos regalara una vasta colección de ensayos sobre su vida y obra, sobre el proceso de creación literaria, sobre libros y autores clásicos y contemporáneos y sobre los problemas centrales de la época. En este último rubro se inscribe su producción entre 1914 y 1918. Durante el primer año del conflicto publica un opúsculo sobre Federico y la gran coalición. Pero su gran texto, texto único e irrepetible, llega en el estertor de la Alemania guillermina. Las Consideraciones de un apolítico son tanto una declaración polémica como un diagnóstico clínico de la cultura europea. Contra las principales voces del pacifismo (Rolland, Zweig, etc.), Mann justifica la posición alemana en la guerra, pero lo que él pretende es salvar la Alemania de Goethe, no la del Kaiser o Ludendorff, que se cae a pedazos. Es un elogio de la cultura frente a la civilización, del arte frente a la literatura (que es francesa, comercial, política); una reivindicación de la misión espiritual de Alemania, de la necesidad del cultivo y la formación ante el embrutecimiento general de entonces.

Evidentemente, el incubamiento del antisemistismo y el fascismo en la posguerra hizo que Mann diera un giro republicano y adoptara otro punto de vista, responsabilizando al “apoliticismo” alemán de las bajas defensas con las que el pueblo y muchos intelectuales hicieron frente a la cautivadora e histriónica voz de Hitler. “Ya nunca podrá la vida política dominar la intelectual, ya nunca habrá un poder político que maniate al espíritu”, pronosticaba en las Consideraciones, y ese sin duda fue su máximo error, a pesar de que el ensayo contiene un arsenal de reflexiones sagaces. Luego de su exilio, ya habiendo transitado su conversión a la democracia, por emplear las palabras de Lukács, Mann fue un decidido opositor al Tercer Reich y son célebres los mensajes que grabó para Radio Londres con el objetivo de contrarrestar la propaganda nazi e incitar al pueblo a resistir y desobedecer a sus autoridades, algo por lo que fue acusado de traidor, entre otros por Carl Schmitt, quien desde adentro prefirió guardar silencio ante los crímenes del régimen.

Sin embargo, en ningún caso Mann renegó de su postura cultural y todavía en los agitados años de la República de Weimar recomendaba a los comunistas—con los que simpatizaría al final de su vida, según se deja constatar en su correspondencia con Adorno y algún que otro texto—completar su lectura de Marx con una lectura de Holderlin. Estas ideas encuentran su fuente secreta en la conferencia sobre la república alemana que pronunció en Berlín el 13 de octubre de 1922, con el pretexto del sesenta aniversario de Gerhard Hauptmann y a casi tres meses del asesinato de Walther Rathenau. Igual que Weber en Múnich, Mann se dirige a una juventud conmovida y desorientada, seducida por discursos radicales, que necesita una guía moral para volver a abrazar los valores del humanismo que siempre caracterizaron la cultura alemana, así como niega que la república sea una imposición de los vencedores y la atribuye a la evolución reciente del pueblo alemán, hasta el punto de afirmar que tiene más que ver con 1914 que con 1918. Con espíritu dialéctico, Mann navega la contradicción y propone el concepto de “revolución conservadora”, luego apropiado por la derecha. Este juego de antítesis, familiar a su personaje Naptha, tenía como propósito la defensa de la cultura clásica frente a la cultura de masas, de manera articulada con el progresismo social. En 1930 hará un llamado a unir fuerzas entre la burguesía culta, a la que pertenece, y la clase trabajadora organizada, con el fin de enfrentar el irracionalismo nazi que se muestra cada vez más amenazante. Finalmente, durante el apogeo del Tercer Reich, Mann reconocerá a la democracia como la principal fuerza conservadora de su tiempo (conservadora de la moral, de la civilización, de la dignidad humana), pero advierte con suma lucidez que si la democracia no lucha, si no deviene militante y revolucionaria (como lo fue en sus orígenes atenienses), perecerá ante el arrollador avance de la barbarie.

La síntesis de esa evolución que va desde Los Buddenbrook, Tonio Kroger y La muerte en Venecia a construcciones monumentales como la tetralogía de José y sus hermanos, Carlota en Weimar y Doktor Faustus es La montaña mágica, su obra de madurez y cumbre intelectual. Si su primera novela indagaba sobre la decadencia de una familia burguesa convencional, con toques del naturalismo, los rusos, la filosofía de Schopenhauer y la ópera wagneriana; si su última obra maestra es la historia de la degradación del alma alemana resumida en las tentaciones demoníacas de un célebre compositor y músico, La montaña mágica es el balance, el homenaje y la despedida de una época que está llegando a su fin, casi a la manera de El mundo de ayer de Stefan Zweig, pero desde la ficción y sin todavía presagiar—como ya tenía la certeza el austríaco por hacerlo a posteriori—la hecatombe que se avecinaba. 

La novela se publicó en 1924.

El argumento de La montaña mágica no puede ser más sencillo. El joven y poco experimentado ingeniero Hans Castorp sube a los Alpes suizos, más precisamente al Sanatorio Internacional Berghof, para visitar a su primo, Joachim, un joven teniente que está siendo sometido a un tratamiento respiratorio y que, fiel a su espíritu prusiano, desea retomar su carrera militar lo antes posible. Hans tenía pensado quedarse tres semanas en el lugar. Esas tres semanas se convierten en siete años. Al revés de Leopold Bloom, que en su itinerario en la ciudad de Dublín se condensan ochocientas páginas en apenas veinticuatro horas, como si el tiempo no fluyera, porque se va replegando en capas y capas de experiencia, procedimiento que en Finnegans Wake será llevado a un extremo insoportable. Es la paradoja de Aquiles y la tortuga desarrollada en la prosa altamente sofisticada del siglo XX.

También Mann hace sus propios experimentos filosóficos (el sanatorio, en definitiva, es un laboratorio, el laboratorio del alma inquieta y dúctil de Hans Castorp), pero como heredero de Goethe que es, dispone de una arquitectura de cimientos clásicos, con una estructura ordenada que no se aventura en derivas surrealistas o demasiado tecnicistas. El control estético de lo que narra no es negociable para Mann. Joyce puede innovar y alternar los estilos a lo largo de su novela, pero en su artefacto literario uno nunca sabe bien en dónde se encuentra. Pues, como él mismo sentenció, Ulises es una obra concebida para que los críticos literarios se peleen durante trescientos años. Mann, sin dejar de ser complicado por la vastedad de discusiones que incorpora en sus libros y, especialmente, en sus obras maestras, es un autor que podemos seguir en cualquier momento si prestamos la debida atención y hacemos los requeridos esfuerzos. Sus personajes se desarrollan, crecen, aprenden, se equivocan, cambian, se entregan a un destino fatídico; su tono es elegante, equilibrado, medido, sobrio, reflexivo; sus diálogos son profundos y brillantes y denotan dilemas éticos y contrastes filosóficos.

Digamos que en su clasicismo resuenan, igual que en Goethe, espeluznantes clamores infernales.  El tema de Mann es siempre el mismo: la tensión entre la vida y la muerte, entre la razón y la pulsión (“los perros encadenados en su sótano”), entre Apolo y Dionisio, entre Eros y Tánatos, entre lo clásico y lo romántico. Mann, como Jano, presenta ambos rostros y su literatura explora esas contradicciones ineludibles de lo humano, en una perpetua aspiración a la verdad, que es una planta venenosa. Como no puede acceder al núcleo abismal de su vida de manera directa, porque todo se derrumbaría (nos referimos a sus deseos homosexuales nunca satisfechos o a su seducción por la muerte; ambas cosas su hijo Klaus, también escritor, las sobrellevaría de manera más libre: primero porque mantuvo relaciones eróticas con hombres y segundo porque se suicidó), necesita del arte para sublimarlos de forma simbólica.

Pero, en última instancia, como ha confesado más de una vez, no es un escritor de tragedias (a pesar de Fiorenza), aunque la tragedia pertenezca a la dialéctica de lo que hace, especialmente si la entendemos a la manera de Nietzsche, como una representación apolínea de conceptos dionisíacos. Dice Mann: “Lo que en la filosofía es la dialéctica, es en el poeta la contemplación, la mirada abierta a las contradicciones, al Mal en el Bien, la degeneración de la idea en su realización, la tragedia fundamental de la vida humana. Toda mirada pura es trágica”, comenta. Solo que el artista que es, así como condimenta la obra con un intenso aderezo dramático, sirve el plato al comensal con el mágico toque de la ironía, que Goethe definió como “el granito de sal que hace comestibles los manjares presentados en la mesa”. Únicamente desde la ironía se puede contrarrestar el amargo y enigmático desenlace de la muerte y direccionar las energías al noble servicio de la vida. Para Mann, que nunca abandonó su pasión juvenil por Schopenhauer, interesarse por el problema de la vida, que ni siquiera la biología es capaz de explicar, implica dejarse interrogar por la muerte; lo inverso también es cierto. Pero siempre como un camino de superación. “Soy un carácter épico, no dramático. El tranquilo devanar de mi rueca, el equilibrio entre vida y arte, es en el fondo lo que responde a mis deseos e inclinaciones”, sentencia Mann en su discurso de recepción del Premio Nobel.  

En este sentido, La montaña mágica fue el contraste humorístico de La muerte en Venecia, donde la atracción por la muerte, que coincide con la pulsión de vida, era la fuga de un sujeto amante del orden, como el propio Mann, y que se echa a perder debido a la contemplación erótica, homosexual, incluso pervertida (porque el objeto de deseo de Aschenbach, lo inalcanzable, es un niño), que también atravesó los años mozos del autor alemán y que moldea su propia concepción del arte. Porque Mann, desde Los Buddenbrook y Tonio Kroger, entiende el arte desde la purificación y la reparación, como una forma de rechazar el asco y el pecado por medio de la obra, con su disciplina y su responsabilidad. La obra es la escritura y el contexto para escribir: el matrimonio burgués con seis hijos, el orden familiar, el sentido del deber en el ejercicio de la profesión, la rigidez en la administración del tiempo; en definitiva, toda una conjura para poner a raya sus pasiones más elementales. Escribir, para él, es llevar la cruz y pagar una deuda, pero también crear, inventar, redimirse, siempre desde el método, que es lo que permite controlar los bajos instintos y asegurar una prosa inteligente, musical, armónica. El exceso de vida genera culpa y el arte es una contestación a ese sufrimiento, una manera de producir belleza en medio del mismo, sin renegar jamás de la vida ni pretender ser un anacoreta como Flaubert. Aburrido y fatigado por el tedio, Aschenbach viaja al sur, la tierra de las tentaciones, para relajar su exceso de rigor, su manera demasiado luterana de padecer la vida. La enfermedad entra cuando come del fruto prohibido, es el desenlace feliz ante la imposibilidad y la inmoralidad de consumirse en el deseo, de acceder a la carne que le está vedada.

En el sanatorio alpino, en cambio, aquel reservorio de la enfermedad, de la pasividad, de la conversación sin consecuencias, de la proximidad de la muerte, es el terreno donde finalmente se filtra la voluntad de vivir; la fascinación por la muerte se eleva a lo cómico. En cualquiera de los casos, lo que acompaña la vocación de Mann es el amor por lo humano en toda su complejidad. Por eso alguna vez postuló que su José exploraba el mito de la humanidad (ya que Mann hacía suya la máxima de Goethe de que “el que no sabe responder de tres mil años queda en la oscuridad inexperto, y vive al día”) y La montaña mágica, en el mismo sentido, oficiaba de libro religioso. Solo que la religión, antes de ser teo-logía, es teo-poesía. “La religión es profundo respeto, en primer lugar, por el misterio que es el ser humano”, argumenta en un texto sobre Nietzsche. El arte refinado, serio en sus propósitos, juega sin embargo con los aspectos más solemnes y ceremoniales de la vida. Frente a la gravedad del mito, Mann opone la risa, siguiendo a su maestro:

“Goethe no celebra el mito, bromea con él, lo trata con humor afectuoso y confianzudo, lo domina hasta lo más mínimo y recóndito, y lo hace visible en la palabra alegre e ingeniosa con una escrupulosidad que tiene más de comicidad, incluso de parodia cariñosa, que de exaltación. Se trata de un divertimento mítico, muy de acuerdo con el carácter de la creación fáustica como revista universal”.  

Convengamos que si en su otro proyecto de aquellos años (el Félix Krull) Mann buscó parodiar la literatura de memorias del siglo XVIII, sobre  todo Poesía y Verdad de Goethe, y en su primer libro, Los Buddenbrook, parodia la novela naturalista, en La montaña mágica lo que se parodia es la Bildungsroman, la novela de formación alemana, sucedáneo intelectual de la vieja novela de aventuras y cuyo punto más alto es el Wilhelm Meister. ¿En qué aspecto la parodia? En que su héroe, Hans Castorp, realiza su largo aprendizaje colocándose por fuera del mundo, en un tiempo ajeno al común y corriente, que pasa más lento y más rápido según la perspectiva que adoptemos. La aventura es un agotador quedarse quieto, con excepción de las últimas páginas, cuando la guerra irrumpe y todo se desmorona. No hay acción en la historia y sin embargo nos conmueve de principio a fin a través de los contrapuntos musicales que va desplegando, por ejemplo el del protagonista y su enigmática favorita rusa o el más célebre de todos, el de Settembrini—humanista, ilustrado, filántropo, francmasón, utopista, admirador de Mazzini—y Naphta, el jesuita reaccionario (judío converso), terrorista y totalitario, que no se anda con ilusiones respecto a la naturaleza humana, simpatizante del comunismo y a la vez de la Inquisición, de ideas tan fogosas y polémicas como brillantes.

Además de mostrarnos el viaje de Hans, que incluye el ascenso a la montaña (en verdad, se trata de un descenso al purgatorio y de un descenso/ascenso a las profundidades de su alma) y el descenso al valle de lágrimas que es el mundo de allá abajo (que se ha vuelto un infierno, donde el protagonista va a realizar su “autenticidad”), después de siete años imprevistos—en eso consiste toda la aventura—, Mann expone de manera alucinante todos los conocimientos y debates del siglo, alternando el tono medianamente optimista y esperanzador con el que en un comienzo Settembrini intenta adoctrinar a Hans y luego, tras la aparición repentina de Naptha, el sentimiento trágico de la existencia, que el joven iniciado asimila en su fragilidad y desazón. Son las pruebas de la vida que deberá sortear y superar, hasta llegar a la conclusión de que no debe ceder a la tentación de la muerte. Y es este proceso el que, como en los cuentos de Las mil y una noches, se va desarrollando al mismo tiempo que deja su final para el día siguiente, pero ocasionando una marca en el personaje, cuya metamorfosis es la forma y el fondo de la obra. Dice Mann:

“El libro mismo es aquello que cuenta: porque, en tanto que describe el hermético encantamiento de su joven héroe hacia lo intemporal, aspira por sus propios medios artísticos a abolir el tiempo, intentando dar plena presencia en todo momento al mundo músico-ideal que abarca y establecer un mágico ‘nunc stans’ (...) la historia de Hans Castorp es la historia de una intensificación, un héroe sencillo se vuelve capaz, en el febril hermetismo de La montaña mágica, de aventuras morales, intelectuales y sensoriales con las que antes nunca habría podido soñar. Pero la historia de su intensificación es a la vez intensificación en sí misma, como narración”.

Esta feliz coincidencia entre trama y narración es lo que permite la identificación del lector con el protagonista. Al sumergirnos en la novela, más que en ninguna otra somos testigos y partícipes de lo que está aconteciendo: una discusión intelectual, una esperanza de amor o un atisbo de tristeza. Con este libro, repleto de anhelos y melancolía, Mann envía un mensaje a la joven generación, que en una oportunidad definió como “atlética y desesperada”. Les abre las puertas de un tiempo distinto al que conocen—el de la guerra, el de la hiperinflación, el del capitalismo, que son derroches de tiempo—, porque “el tiempo es un valioso regalo que se nos ha dado para que en él lleguemos a ser más inteligentes, más maduros, más perfectos”. El tiempo que simboliza La montaña mágica es el tiempo que lleva la escritura de la obra y representa cómo algo en principio transitorio y perecedero se convierte en un monumento para la eternidad. Como se afirma en Carlota en Weimar (la novela preferida de Zweig), “hay que darse tiempo. El tiempo es una gracia, anti-heroica y benévola, si se la honra y se llena con diligencia; obra en secreto, trae la intervención demoníaca… Yo espero; el tiempo me ronda. Pero si él viviera aún, tal vez actuaría el tiempo más deprisa. Sí; ¿con quién puedo hablar sobre Fausto desde que ese hombre salió del tiempo?”. En el tiempo confluyen la vida y la muerte, por eso su misterio es el misterio del mundo, que la montaña condensa en sus propios términos. “El tiempo pasa mientras contamos nuestra historia, nuestro propio tiempo, el que dedicamos a la narración, pero también el tiempo remoto de Hans Castorp y sus compañeros de infortunio, allá arriba en la nieve, y el tiempo produce cambios”, desliza el narrador.

Mann, un prosisita universal.

Hans Castorp piensa ir y volver sin que nada haya cambiado. Contra sus intenciones, lo del “regreso en tres semanas” es una idea de allá abajo. Una vez que sube no puede volver a bajar. Sufre un encantamiento que lo retiene. Percibe la falta de objetivos y de esperanzas, de perspectivas y de rumbos que padece su época, dominada por el trabajo, que es su absoluto. La estancia completamente improductiva que transcurre en la montaña le ofrece el resto de tiempo que necesita para poder pensar; tiempo que le es dado en gracia, como consecuencia de las interpelaciones de sus compañeros de internación. Se suspende así el tiempo rutinario y cronometral de la vida burguesa ordinaria; como si el libro fuese un Decamerón moderno que rastrea la peste en una sociedad decadente, que se pudre, y la salvación en las cimas de la enfermedad sin remedio. Quienes se aíslan y conversan sin otro apremio o presión que el de la ineludible muerte que siempre está al acecho, reencuentran el sentido de la existencia. Settembrini, que además de Mazzini, podría ser Zweig, es el gran educador. Pero como el tiempo de Hans, subjetivo, dialoga con el tiempo histórico-objetivo de finales del siglo XIX y comienzos del XX, la palabra del humanista, cuyo grupo hace no mucho supo reemplazar a los sacerdotes como clase dirigente, empieza ahora a debilitarse, a mermar, a perder fuerza. Si al principio es guía o faro moral para Hans, y le resalta los valores de la dignidad, la formación o la belleza, con la aparición de Naptha y a medida que los problemas de la enfermedad, la muerte y la crisis civilizatoria se vuelven más concretos y cercanos, Settembrini ve retroceder su influencia sobre el joven, aunque siempre mantenga una cuota de familiaridad, que es la cuota de esperanza que persiste en toda tragedia. Ningunas otras son las contradicciones que conviven en la conciencia de Thomas Mann.

Lo realmente divertido de la novela es que la vida inactiva de arriba está más repleta de acontecimientos que la vida hiperactiva pero vaciada de sentido de abajo. “Un acontecimiento novedoso e interesante es sin duda capaz de hacer más corta y fugaz una hora e incluso un día, pero, considerando el conjunto, confiere al paso del tiempo una mayor amplitud, peso y solidez, de manera que los años ricos en acontecimientos transcurren con mayor lentitud que los años pobres, vacíos y carentes de peso, que el viento barre y que pasan volando. Lo que llamamos hastío, pues, es consecuencia de la enfermiza sensación de brevedad del tiempo provocada por la monotonía”. De manera que la disposición filosófica que gana el alma curiosa de Castorp, la toma de distancia inevitable frente a su vida anterior sin preguntas ni cuestionamientos (la distancia irónica del arte frente a la vida), podría anticipar algunas de las reflexiones heideggerianas de Ser y Tiempo. Pasar el tiempo en la montaña supone ocuparse de la vida y de la muerte, no importa si desde la biología, el amor, el psicoanálisis, el ocultismo, la música, la política, la guerra o la religión. Pero la dirección espiritual que ejerce Settembrini sobre Hans no quiere culminar en el extremo opuesto, que sería una crítica ilimitada, alejada del contacto con la vida. Porque ese alejamiento facilitado por la montaña, que es el del arte (como voluntad de forma) es también el de la enfermedad (recordemos La muerte de Iván Ilich de Tolstoi, novela que conmovió tanto a Mann como a Heidegger). El arte, igual que la filosofía, necesita nutrirse de la vida para volver a llegar a la vida con mayor riqueza de espíritu, para refinarla. Como explica Settembrini:

“El análisis es bueno como instrumento para la ilustración y la civilización, es bueno en la medida en que destruye convicciones estúpidas, disipa prejuicios naturales y hace tambalearse los cimientos de la autoridad; en otros términos: es bueno en la medida en que libera, afina, humaniza y prepara a los siervos para la libertad. Es malo, muy malo, en la medida en que impide la acción, daña las raíces de la vida y es incapaz de darle una forma a esa vida (…) Está emparentado con la tumba y esa anatomía que la acompaña”.

En este sentido, más artista que Settembrini parece por momentos Naptha, aunque un artista medieval, dominado por la fe dogmática y por una pasión oscura e indescifrable, que tiene la forma de un escepticismo radical ante el presente. Naptha es el defensor de la labor cultural de los monjes tanto como del “honor español” y la dictadura del proletariado. Es una contradicción viviente de primera magnitud, que podría encarnar un cura reaccionario o un marxista soviético; desde esos dos ángulos embiste contra la concepción burguesa de la vida, contraponiéndole el sentido heroico de los viejos caballeros y los nuevos guerreros de la lucha de clases. En sus palabras, “la dictadura del proletariado, esa condición de la salvación política y económica de nuestro tiempo, no tiene el sentido de una soberanía por la soberanía misma y de validez eterna, sino el de una solución provisional del conflicto entre el espíritu y el poder bajo el signo de la cruz, el sentido de una superación del mundo terrenal a través del poder sobre el mundo, el sentido de una transición, de la trascendencia, el sentido del reino de Dios. El proletariado ha hecho suya la doctrina de san Gregorio Magno, en él se ha renovado su fervor religioso y, como también dijera el santo, no podrá apartar sus manos de la sangre. Su misión es instituir el terror en aras del bien del mundo y de alcanzar la salvación última: la vida en Dios sin Estado ni clases sociales”.

Ante semejante duelo intelectual, Castorp resulta cautivo de las razones y los conjuros de ambos contendientes, pero también sigue su propio camino, transita en la montaña su propia experiencia mística, conoce el silencio sepulcral de los dioses, que es la contraposición que el tiempo cósmico opone al tiempo de la vida, donde somos unos con los caldeos, apenas una mota de polvo; se nihiliza, se sustrae ante esa “atmósfera de amenaza ante lo absoluto, ante lo más elemental, ante algo que no llegaba a ser hostil sino que era la pura imagen de la indiferencia, de una indiferencia mortal”, para después volver sobre sí con la conciencia de que “en nombre de la bondad y del amor el hombre no debe dejar que la muerte reine sobre sus pensamientos”. Sueño poético, que se difumina en el aire, sin ruidos ni sobresaltos, a la misma hora en que empieza a escucharse el estruendo de los cañones.

El retiro contemplativo de Hans guarda en su interior “el rumor de las voces y el fragor de las armas de aquellos dos ejércitos que, avanzando desde Jerusalén y Babilonia respectivamente, bajo las ‘dos banderas’ opuestas, habían emprendido tan enloquecida batalla”. ¿Cuál es la decisión que resuelve la contienda entre Settembrini y Naptha, entre el Dios y el Diablo que se disputan el alma del joven Castorp? En esta época, evidentemente, no puede haber ninguna síntesis en el plano filosófico. Si Settembrini, irritado ante las provocaciones de su rival, enuncia necesitar esa fricción para poder creer y pensar, porque las convicciones solo persisten si encuentran ocasiones para poder luchar, este panorama se acaba cuando una contingente ofensa desencadena el pasaje del duelo intelectual al duelo físico, honorable, entre dos caballeros que se admiran y se detestan.

Y acá es donde la contradicción estalla. Primero, Hans se asombra cuando ve que un ilustrado y racionalista como Settembrini se dispone a pelear, a someterse a la naturaleza de la sangre caliente, pues “quien no es capaz de defender un ideal con su vida y con su sangre, no es digno de llamarse hombre, y hay que ser un hombre por espiritualista que se sea”. Mann nos ofrece el retrato, suyo propio, de los intelectuales validando la guerra. Pero al negarse Settembrini a matar, el que se desespera es Naptha, que termina pegándose un tiro en la cabeza, procedimiento artístico para declararse ganador del duelo, gracias a haber verificado con su cuerpo que la vida no tiene sentido, o que es la muerte la que colma el Sentido. La trágica desaparición de Naptha solo puede llevar a la muerte lenta y pesimista de Settembrini, que alienta a Hans cuando se marcha al frente a luchar, en lugar de hacerlo su primo, que falleció por la enfermedad. Así concluye La montaña mágica, con nuestro corazón acongojado y rebosante de melancolía. Sin moralejas ni final feliz, exponiendo al mundo y la humanidad en todas sus aristas, pero entregándonos algunos inolvidables momentos de deleite y suspensión de la incredulidad, como diría Coleridge. Lanzado Castorp al sacrificio de la guerra, el narrador—y nosotros con él—pierde su rastro, no sin antes regalarnos una última receta de ironía y consolación, de lamento y esperanza:

“¡Ay, todos esos jóvenes con sus mochilas y sus bayonetas, con sus abrigos y botas cubiertos de barro! Tal vez una mente humanista quisiera evocar otras imágenes más bellas de la juventud: cabalgando y jugando con caballos en la playa, paseando por la arena con la amada, musitando palabras tiernas en su oído, o enseñando a disparar el arco a otro amigo… En lugar de eso, ahí están: tirados con la cara en el barro. El hecho de que se presten a ello con entusiasmo, a pesar del miedo infinito y de la indecible nostalgia de la madre, es algo sublime y vergonzoso al mismo tiempo, y nunca debería constituir un motivo para ponerles en tal situación (...) Hubo momentos en que la muerte y el desenfreno del cuerpo, entre presentimientos y reflexiones, hicieron brotar en ti un sueño de amor. ¿Será posible que de esta bacanal de la muerte, que también de esta abominable fiebre sin medida que incendia el cielo lluvioso del crepúsculo, surja alguna vez el amor?”