Estamos viviendo una nueva Década Infame. En la historia argentina, dicha expresión, acuñada por el periodista nacionalista José Luis Torres para caracterizar el periodo 1930-1943, tiene el estatuto de un concepto que explica, por razones varias, la anulación política del pueblo como protagonista de su propio destino. En aquella oportunidad, la Corte Suprema de Justicia de la Nación convalidó en una acordada nefasta la opción militarista de las clases dominantes, que bañaría al país con sangre hasta 1983. Hoy es otra vez la mafia judicial, al servicio de las grandes corporaciones, la responsable de que el drama se repita. El lawfare es la continuación de la infamia por otros medios. Como si nos encontráramos atrapados en una pesadilla kafkiana, todos los días nos despertamos bajo la presión de acusaciones enigmáticas, sin saber a quién acudir, en un laberinto burocrático donde nadie se hace cargo de la injusticia. Es el precio que pagamos por nuestra identificación con Cristina. Ser víctimas de un lenguaje judicial inasible, pronunciado por grises funcionarios que juegan al pádel con Macri y luego escriben miles de páginas que jamás serán leídas, para teñir de legalidad sentencias a medida de la televisión. No importa que el Poder Judicial esté sumergido en el desprestigio o que los sombríos jueces, de los que poco se conoce, resulten más odiosos que aclamados (un fiscal se convierte en un “héroe de la República” apenas cuando Cristina lo nombra o desclasifica sus vínculos “orgánicos”). El proceso es turbio, oscuro, ilegítimo, pero funciona. Funciona porque no hay verdadera reacción. Síntoma ineludible de que la nuestra, reiteramos, es una Década Infame.
Toda Década Infame -porque hubo muchas- comienza con un fracaso del movimiento popular y se define por una sensación de impotencia que se rompe de la noche a la mañana, cuando parecía que nada ocurría. No es magia, sin embargo. En los años lúgubres, siempre se escuchan voces, a menudo espectrales, sin el suficiente volumen, que dan lugar a la esperanza. Es cuestión de reconocer, a través de ellas, que las placas tectónicas no están quietas, que hay corrientes y movimientos subterráneos. Es cuestión de animarnos a decir nuestras propias palabras, aunque las encuestas las rechacen. Pero vamos por partes. Porque no es posible superar una Década Infame sin comprender cómo se inicia.
Inaugura la Década Infame una atmósfera nerviosa, de rumores ensordecedores que se esparcen al ritmo de la conversación callejera y de un inquieto aburrimiento, que destilan olor a bronca, que instalan la idea de que el gobierno democrático es incapaz de gobernar. Entonces el cambio brusco, violento, sin contemplaciones se torna deseable, antes de seguir como estamos. Basta recordar, en la versión clásica del 30, cómo el segundo gobierno de Yrigoyen era denostado por la prensa. Por un lado, se transforma en una verdad de perogrullo que nunca en la historia hubo un gobierno tan corrupto. El recurso se repetirá con Perón, también con Cristina. Pero a la vez se lo trata de estéril, inoperante, incompetente para hacer frente a una coyuntura crítica. El juicio se generaliza para el conjunto de la dirigencia política. Están en Disney, desconectados de la realidad (ley de una Década Infame: arranca con un son todos iguales y termina con un que se vayan todos). La panacea de los outsiders. Resta para que la década empiece que las mismas fuerzas populares se lo crean, que su autoestima se quiebre, que se arrepientan, que se autoflagelen, que se camuflen o se callen. Que su convicción se vuelva públicamente indefendible. En lugar de superar la derrota, la aceptan resignadas.
Caracterizar un periodo como una Década Infame es, por supuesto, objeto de grandes controversias. En especial porque lo que para un sector representa la salida de aquella etapa lamentable, se vuelve para el otro una nueva caída en la depravación y el oprobio. El cálido y grave entusiasmo que lleva de Mayo a las guerras de independencia hispanoamericanas se superpone con la tristeza de venganzas y proscripciones, con el vértigo infernal de ascensos y caídas estrepitosas. Los ídolos de un día se convierten al siguiente en villanos perseguidos que tienen que rendir cuentas ante tribunales políticos y solo tras su muerte serán admitidos en el panteón nacional, cual incólumes e impolutas figuras de mármol. La dialéctica de la revolución, que se devora a sus propios hijos, es gloriosa y a la vez despiadada. Mientras con el empuje heroico de las armas libera al continente del yugo español, sujeta con cadenas artificiales, en un torbellino frenético, a los pendulares vencidos de la guerra civil.
Para los federales, la década que separa la batalla de Cepeda (que, en el relato de la historia oficial, inaugura la “anarquía del año XX”) del fusilamiento de Dorrego, es ciertamente infame. En el grito de autonomía de las provincias, cuyos gobiernos son liderados por caudillos militares, se encarna el odio a la traidora Buenos Aires, que en cada circunstancia decisiva abandona al Interior a su suerte, además de privarlo de los beneficios del puerto y la aduana, que monopoliza para sí, en una continuación evidente de la lógica virreinal. Artigas frente a los portugueses, Güemes ante los realistas, San Martín en el Perú, Alvear en la Banda Oriental, comprueban dramáticamente cómo la Provincia-Metrópoli les da la espalda. Cuando las montoneras se retiran, Buenos Aires incumple el Tratado de Pilar y se recuesta en la prosperidad comercial que le permite su ubicación estratégica, en tanto el Interior descubre que no puede construir la unidad nacional sin Buenos Aires, es decir, sin federalizar la ciudad, lo que recién ocurrirá en 1880, luego de siete décadas de derramamiento de sangre. Ramírez ata los caballos a la Pirámide de Mayo, pero no es Urquiza ni Roca.
Entonces vuelve Rivadavia de Europa, después de muchas tratativas fallidas para conseguir un monarca ilustrado que se haga cargo del Río de la Plata, y comienza su programa de reformas delirantes, vendiéndole “espejos de colores” al general Martín Rodríguez. Rivadavia es el caso pionero del político profesional, todavía inexistente. No es un letrado del estilo de Moreno, Monteagudo, Belgrano (que se hace soldado, igual que Paz), Funes o Castañeda (fraile devenido periodista estrafalario), porque no hace política con la pluma. Moreno podía conspirar en las sombras, pero su capacidad de presión sobre la correlación de fuerzas dependía de la traducción de sus ideas a la escritura: sus oponentes temblaban cada vez que iba a publicar un artículo en la Gaceta. Rivadavia carece de semejante método. Es el primer intento, frustrado, de diferenciar la política de las armas y las letras. En cualquier caso, sus fantasías liberales no llegan muy lejos. Tiene que intervenir Lavalle para restaurar el orden de las élites. Él comete, según José Hernández, el pecado original de la nación, del que provienen todas las desgracias. Aunque, a decir verdad, podemos rastrear muchos errores garrafales anteriores, empezando por las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811, intriga realizada para desplazar al morenismo de la Junta Grande.
Políticos que no gobiernan, que decepcionan, que causan agotamiento y malestar, son el síntoma más común de una Década Infame, hasta el punto de forzar la conclusión general de que es necesario deshacerse de los políticos. En el mediano plazo, Buenos Aires sustituye a Rivadavia por Rosas, que no es un político sino un estanciero y un comandante de milicias gauchas. Para los unitarios desterrados, incluso para la Generación del 37 (con más reservas y objeciones contra el partido rivadaviano; de hecho, para Alberdi y Sarmiento nadie trabajó más por la unidad que el federal Rosas), la Década Infame arranca acá. Siempre se parte de un fracaso. En los 20, no someter a Buenos Aires cuando se pudo hacerlo. En los 30, la estupidez de fusilar a Dorrego, que se interpreta como la desembocadura inesperada del fallido ideal de Mayo. Y se termina con un golpe de timón: la irrupción espectacular de Rosas para poner orden (de ahí el título de "Restaurador de las Leyes", en consonancia con la magistratura republicana del dictador romano que deja el arado para dar leyes a su pueblo) o la batalla de Caseros, esto es, el levantamiento del Litoral, en alianza con los unitarios exiliados y el Imperio de Brasil.
A la vez, en medio de una Década Infame, donde se adolece una cruda impotencia (en los casos mencionados, la impotencia de organizar el país), surge un pensamiento nuevo que la contradice. Cuando Rivadavia parece hegemónico, toma forma la perspectiva de las provincias, bajo el nombre emblemático y temible de Facundo Quiroga. Cuando Rosas lucha a muerte frente a Lavalle o resiste los bloqueos imperialistas de Francia e Inglaterra, la Asociación de Mayo (Echeverría, Alberdi, Gutiérrez, Mármol…), que pretende superar la escisión entre unitarios y federales predicando un “partido de los argentinos”, un “dogma socialista”, una “conciencia y organización nacional”, se lamenta del fatídico individualismo que profesan los rivadavianos exiliados en Montevideo y escogen la vía larga, la batalla cultural, porque no hay pueblo que acompañe las aventuras jactanciosas del general Lavalle, instigadas por el doctrinarismo sin cable a tierra de los hermanos Varela y por los mismos que le habían sugerido años antes sacrificar a Dorrego, a pesar de que el gobernador fue un ejemplo de moderación política, que no tomó represalias por el hecho de sufrir el destierro en carne propia. El caso Dorrego, como muchos otros después, confirma que, en la tragedia argentina, el que no fusila es fusilado. El ciclo de venganzas se presenta interminable.
Hagamos ahora un brusco salto temporal. ¿Qué ocurre con la Década Infame convencional, la de los años 30 del siglo XX? Reconstruyamos el contexto. La UCR, que gobierna desde 1916 (rompiendo con varias décadas de liberal-conservadurismo), pierde su carácter de religión cívica, se queda sin causa (ahora ella es identificada con el Régimen), advierte que ya no representa a toda la sociedad. Yrigoyen está muy cansado y deteriorado para luchar. La crisis económica mundial se suma a la crisis espiritual que denuncian, con severidad de cruzados, las revistas del nacionalismo católico, donde escriben plumas ingeniosas, prolíficas y mordaces como los hermanos Irazusta, Manuel Galvez, Ernesto Palacio, César Pico, Ignacio Anzoátegui, entre tantos otros, sin mencionar el llamado a la intervención política del Ejército (la hora de la espada) que había hecho Leopoldo Lugones, el más eminente poeta del país, o al lúcido escritor y primo de Uriburu, Carlos Ibarguren, todos ellos férreos opositores del gobierno radical y demandantes de una decisión que restaure el orden y las jerarquías. En el debut de la revista Número, en enero de 1930, Galvez, antes de ser biógrafo de Yrigoyen como lo sería de Rosas, publica un artículo titulado La tristeza de los argentinos. Son contemporáneos El hombre que está solo y espera de Raúl Scalabrini Ortiz, Los siete locos de Roberto Arlt y Radiografía de la Pampa de Ezequiel Martínez Estrada (Historia de una pasión argentina, de Eduardo Mallea, es algo posterior), textos todos de un profundo pesimismo existencial y que nos informan de la soledad metafísica que se respiraba en aquellos días. La década del 30 será la de la ausencia total de pueblo y, por lo tanto, la de la espera mesiánica de las multitudes argentinas, que están por llegar, pero su inminencia, que todavía el positivista Ramos Mejía sentía en el aire, se halla en falta, insinuada quizá al calor de una atmósfera enrarecida, en la que se fantasea con una acción total, que haga el país de nuevo.
En un panorama de fraude patriótico, de negociados entreguistas, de rendición incondicional ante el imperialismo británico, Arturo Jauretche quiere recuperar con El Paso de los Libres la mística alienada, narrar una acción épica que brille en medio de tiempos aciagos. FORJA (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina) emerge autodeclarándose como nueva generación, siguiendo, consciente o inconscientemente, el ejemplo de Echeverría y sus amigos. Sus miembros anuncian de entrada que quieren “llevar a la inquietud popular el pensamiento de las nuevas generaciones sobre los problemas sociales que agitan la conciencia de la República”, ”dar tono heroico a la vida cívica argentina, creando una fuerza moral capaz de eliminar todos los factores de corrupción ambiente-venalidad, prevaricato, fraude democrático, coacción, etc.,- hasta purificar la República por la sustitución de las supervivencias oligárquicas parasitarias y extranjerizantes con las prácticas de una democracia radical, dignificadora, justiciera e igualitaria”. En definitiva, “FORJA quiere afrontar los problemas argentinos con criterio argentino, porque considera que el vicio más funesto que padecemos es la entrega permanente y ominosa de la economía nacional a la colonización de las grandes potencias imperialistas” y “convoca a las nuevas generaciones, recordándoles que, como la de Mayo, tienen un irrenunciable deber emancipador que cumplir, y que de ellas es la responsabilidad histórica de la hora”. Para su tarea misional, cuenta con el brillante servicio de Raúl Scalabrini Ortiz, que en una serie de artículos inquisitivos y penetrantes destapa la trama y los resortes de la dominación extranjera sobre nuestra torpe e inocente economía semicolonial, que se cree opulenta por ser la granja de Su Graciosa Majestad.
Pero si la Generación del 37 tuvo su carta fundacional al reconocer que en las banderas de Mayo existía un pensamiento que merecía ser continuado y retomado, FORJA, a través de la pluma exquisita de Gabriel del Mazo, parte de que hay un pensamiento de Yrigoyen, que la proscripción que pesa sobre la verdadera UCR y la transigencia de Alvear para con Justo no deben hacer olvidar. Desde la óptica del forjista, Yrigoyen es un místico político que entiende y atiende el alma del pueblo, el corazón sentimental de los hombres y mujeres de carne y hueso; carne “lacerada y doliente”, que necesita ser redimida. Es un reparador de las injurias cometidas por élites injustas e insensibles. Por eso la “Causa” que la UCR predica es la regeneración. Ella no se plantea “como un partido político, como una militancia ‘de orden común’. No es una parcialidad que luche en su beneficio. Es una unión ciudadana, una fraternidad de profesos que comulga una religión civil de la nación”. En sus cálculos, el gobierno es apenas una circunstancia. Importa a su esencia ser un movimiento, una pulsación permanente de la vida argentina. Y si defecciona, otra expresión política continuará su legado. Así interpreta el gran líder su ardua y emocionante tarea: “He cobijado bajo el viento de demencia de los míos la chispa argentina de las forjas de la epopeya”. Con FORJA se pone de manifiesto que en toda Década Infame tiene que presentarse un grupo o una fuerza que haga de reserva moral de la nación, que mantenga encendida su llama imperecedera, que rechace la tentación de la vida cómoda de la resignación y el derrotismo. En las dificultades apuesta, como dice del Mazo de Yrigoyen, al “contagio apostólico de su espíritu”.
Su prédica intempestiva recién será escuchada en junio de 1943 por el hermético GOU, en el que resuenan los ecos de las sociedades secretas que desde la época del Virreinato se propusieron organizar el cambio político y que encontraron en la Logia Lautaro su arma más poderosa. A este nacionalismo antiliberal, que promueve una alianza entre el Ejército y la Iglesia Católica, Perón le sumará el componente obrero y popular, como columna vertebral del movimiento. FORJA lo había anunciado. Las multitudes argentinas que Scalabrini Ortiz y Martínez Estrada esperaban en los 30, llegan el 17 de octubre de 1945, para conmoción maravillada del primero y perplejidad extrema del segundo. De repente, el ambiente es otro. La derecha, oligárquica e intelectual, respirará aliviada recién en 1955, pero derivando corolarios que bordean la estupidez. Para Borges, el peronismo no fue más que una asociación ilícita, un simulacro, un fenómeno de la falsa conciencia. Derrotado Perón, el ala gorila de las Fuerzas Armadas, la Fusiladora, quiere imponerle al país, en una larga y triste noche invernal, que el peronismo no existe. Su único "pensamiento" es la negación, el hacer de cuenta que nada pasó, que los que se reivindican peronistas son unos locos sin remedio, que sueñan puras quimeras. Se trata de un rivadavianismo al revés (porque Rivadavia al menos afirmaba), sustentado en el apoyo decidido de las armas. A este periodo Rodolfo Walsh, en el prólogo a la tercera edición de Operación Masacre, lo denomina segunda década infame.
Durante la Resistencia, enfrentar la proscripción, desde el pequeño ritual hasta la acción organizada y de grandes proporciones, se convierte en el único método de supervivencia, en la única memoria peronista. De ahí sale el pensamiento del retorno que, sin embargo, no puede ser idéntico. El nombre de esta diferencia, de esta superación de la infamia en pleno empate catastrófico, es John William Cooke. La hipótesis de Cooke postula que el peronismo, para seguir siendo peronismo (antiimperialista), debe aprender la lección del 55 (esto es: perder la nostalgia del frente del 45 y atreverse a profundizar, sin miedo a las contradicciones), escuchar el testimonio que Cuba da a América Latina, volverse socialista. Si no lo hace, no podrá resolver el enigma del problema del poder en la Argentina. La clamorosa llamada de Cooke retumba entre los jóvenes que no están dispuestos a abandonar la rebeldía, en tanto Vandor, una parte del sindicalismo cegetista y de la “política profesional” se dejan deslumbrar por la seducción de los lugares. Esta década larga finalmente concluye, pero se trata de una breve interrupción. Muerto Perón, el movimiento se desorganiza y el pensamiento de Cooke es declarado terrorista. Como el peronismo se muestra incapaz de contener o gobernar la crisis, como la puja distributiva se acelera, como la violencia no cede, las Fuerzas Armadas detectan la oportunidad de volver a dirimir los conflictos en favor de sus Amos y comunican, a los tiros y secuestros, que se debe llevar adelante un proceso de reorganización nacional.
Comienza entonces una nueva década infame, la más oscura de todas. Frente a la violación de los derechos humanos y los crímines de lesa humanidad, se extenderá un pensamiento que luego Alfonsín sabrá capitalizar: la democracia. Desde el exilio, intelectuales provenientes de la izquierda, en la escuela de Héctor Agosti, hacen la autocrítica de los vetustos Partidos Comunistas bajo la órbita soviética (por extensión, de las organizaciones armadas) y recuperan el valor de las libertades civiles y políticas, que no pueden ser tomadas a la ligera, como meras libertades burguesas, sin importancia para la clase obrera. Son los gramscianos argentinos (Portantiero y Aricó, por no mencionar otros reformistas de moda como Juan Carlos Torre o a quienes se instalaron en Europa, como Ernesto Laclau), propulsores del socialismo democrático y el liberalismo político, que en la etapa que sigue corresponde que se articulen con la tradición nacional-popular, típicamente estatista. Pero resulta que, parafraseando un texto clásico de Norberto Bobbio, la democracia no pudo o no supo cumplir sus promesas. No educa, no cura, no da de comer. Los tecnócratas del Fondo Monetario Internacional son los que deciden, en sintonía con los grandes grupos económicos que lucran con el hambre y la desesperanza del pueblo. La crisis hiperinflacionaria no desembocó en una salida autoritaria, como hasta 1976, pero sí justificó las medidas de shock del capitalismo neoliberal impulsado por el entorno reciente de Carlos Menem, caudillo riojano que vende la herencia de Quiroga a los lujos ofrecidos por el establishment, que queda al mando, con sus economistas estrella como flamantes héroes nacionales. El espejismo de la Convertibilidad dura hasta la explosiva rebelión del 2001, no sin causar graves estragos en el camino ni conocer resistencias locales por parte de los expulsados del sistema.
En los 90 se construyen dos tendencias de pensamiento, que siguen latiendo hasta la actualidad. Por un lado, de la angustiante y vergonzosa sensación de que esto no es, no puede ser peronismo, surge la necesidad de redescubrir a Perón y de defender el Estado que viene siendo maniatado y privatizado por las corporaciones. Es el pensamiento de Néstor y Cristina, que en plena desazón no reniegan del peronismo. Por el otro, empieza a ganar ascendiente la idea, a contracorriente de la vieja izquierda que deseaba la toma del poder, de que conviene pensar sin Estado y mantener una autonomía estratégica respecto del mismo. Hacer instituciones, sí, pero desde un criterio comunitario, anclado en la solidaridad y no en el miedo a los demás, en el individualismo del sálvese quien pueda que es la moneda en circulación de la época.
Con el 2001, el pensamiento de la autonomía logra hacer frente a la crisis de manera fragmentaria, pero se revela incapaz de conducir a la sociedad. La ocasión la aprovecha Néstor Kirchner, que se plantea volver a hacer peronismo. Ya no puede, como Cooke, sacar consecuencias del 55, sino que tiene que partir del 45, aunque en una realidad devaluadísima. Durante el transcurso del proceso, se superpondrá al pensamiento estatal un pensamiento de la militancia que, sin embargo, no se siente lo suficientemente fuerte como para pensar más allá del Estado y por eso acepta su liderazgo, comprendiéndose a sí mismo como un dispositivo al servicio de esa potencia transformadora que baja desde arriba. La pedagogía política de Cristina, su constante interpelación a la ciudadanía, para que se empodere y se haga cargo de proteger los derechos conquistados, no fue suficiente para contrarrestar la ofensiva bestial de la derecha. La derrota del 2015 es nuestro 55, el comienzo de la Década Infame en la que todavía estamos inmersos. Como ya señalamos, para que esto ocurriera era indispensable el convencimiento de cierta impotencia, que quedó en evidencia en la mentalidad defensiva que predominó desde el año 2013, cuando el kirchnerismo, a pesar de lograr los mejores indicadores socioeconómicos en mucho tiempo y un salario real que hoy parece un sueño dorado, se la pasó atajando penales, sin imponer la agenda.
Néstor había convocado a la militancia dejando atrás la traición menemista y refutando el fin de la historia, que tenía la doble veta de ser fin del Estado y fin de la militancia (la política se había vuelto negocio, no transformación de la patria). De hecho, Cristina y él sólo pueden sortear el que se vayan todos asumiéndose y presentándose no como dos políticos más, sino como militantes, esto es, verdaderos políticos, no farsantes de la televisión ni profesionales de la rosca. Ahora bien, el mensaje se dirige a la militancia poniendo como ejemplo a la generación diezmada de los 70 (de la que ellos forman parte) y saltándose los 90, como si no hubiese habido ahí militancia. Tenía que surgir en el seno mismo del kirchnerismo y durante la helada macrista el ideario de la nueva generación, que reivindicando la gesta de Néstor y Cristina, lleva el pensamiento de la militancia a su madurez. Contra el posibilismo que se volvió hegemónico en la política criolla (la sensación de que no se puede hacer nada lleva a justificar que se hace todo lo posible) y que permite la irrupción de fenómenos como Milei, que huelen noventosos y que quieren hacer de cuenta (igual que cierto PJ o cierta izquierda) que el kirchnerismo no existió, es decir, que no trajo ninguna novedad, la obra de Damián Selci es una caricia al alma y un venturoso soplido en los tiempos que corren. Si Selci, por una parte, insiste con que hay que derrotar la derrota, la permanencia de la dictadura en nosotros, la impotencia de la democracia para cambiar la vida; en otras palabras, que es necesario decidirse por la militancia o la vida no-individual, también se demuestra como un lector de los poetas de los años 90, como un hijo pródigo del 2001 y no solo de Montoneros.
Cuando en el 2018, pensando cómo superar la crisis macrista, muchos leíamos a Cooke, persuadidos de que no bastaba volver como antes, sin haber descifrado todavía la derrota del 15, casi por casualidad descubrimos a Selci, que entonces decía que habíamos perdido porque faltó militancia y que ganar significa derrotarnos a nosotros mismos. Selci, que representa la lealtad última al pensamiento de Cristina, es nuestro Cooke, cuya ortodoxia peronista se encuadró en un diálogo creativo y desafiante con el Viejo. En una Década Infame, por definición repleta de escépticos, oportunistas y desconfiados, es característico que al pensamiento emergente le toque la suerte del Verbo divino, que se hizo carne, que habitó entre nosotros y, no obstante, fue ignorado, repudiado, crucificado. Aunque no sin sembrar un resto que lo mantenga con vida. “A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que le recibieron, les dio el derecho de llegar a ser hijos de Dios, es decir, a los que creen en su nombre, que no nacieron de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios” (Juan 1: 11-13). Ya no se puede ser fiel al Acontecimiento-Cristina sin ser fiel al Acontecimiento-Selci, el nuevo pensamiento. De manera que debemos asumir la responsabilidad ético-política de oír y predicar, a “judíos” y “gentiles”, entre propios y extraños, el Evangelio de la hora. Quizá al hacerlo, al tomarlo en serio, dejemos de rezarle al cielo soluciones milagrosas, porque el milagro ocurrió y la fe en su vigencia ésta ahora y para siempre en nuestras manos. Quizá al hacerlo, perdamos el respeto a las miserias de la “vieja política” (la falsa), el culto de la competencia, el “atajo” y el individualismo, estando en condiciones de pronunciar nuestras propias palabras, sin pedirle a un aliado circunstancial, por timidez o camuflaje, que diga las suyas; de darle señales a nuestro pueblo y no a los poderosos. Quizá al hacerlo, un cono de luz se abra como un surco expansivo en medio de las tinieblas de esta Década y logremos ponernos en el camino de llegar a ser militantes, de una buena vez.