Tecto: Mariano Abrevaya Dios. Fotos: Alicia Baez.

Seis militantes trabajan dentro de la cocina con todos los cuidados sanitarios que exige la época: cofias, barbijos y guantes. Mientras Miguel y su madre pican la papa sobre una mesada de aluminio, Alicia raya la zanahoria a un costado de la bacha. Con un cucharón, Elías revuelve el tuco, la cebolla y la carne picada en una de las dos ollas de sesenta litros que desde hace una hora están sobre las hornallas de una cocina industrial. En la otra hierve el agua en la que se echarán los primeros quince paquetes de tallarines. En una punta, de cara a un horno pizzero, Omar controla la cocción del pan casero.

Los azulejos blancos que revisten las paredes de la cocina están humedecidos por el vapor de las ollas, el aliento humano. Afuera, en el parque de la parroquia, hacen menos de diez grados y el cielo está limpio de nubes. Tanto para entrar como para salir de la cocina hay que rociarse las manos, el torso y las piernas con agua y lavandina. En la entrada, aparte, hay un trapo de piso húmedo, para el calzado.

“¿Cuánta gente hay afuera?”, pregunta Alicia. “Como ayer. Unas ochenta. La fila da la vuelta en la esquina”, contesta Mónica, desde el otro lado de la puerta. “Vamos a meterle que falta poco para las siete”, apura Elías. “Ya te pasamos la papa”, le avisa Jackelíne, la compañera de Omar. Miguel, el más joven del grupo, vacía el contenido de su tabla de madera en el bol en el que su madre está juntando la papa.

Mónica comparte con el resto que un par pícaros ocuparon lugares de la fila con piedras, o tappers, y que vio a lo menos a dos que no tienen barbijo. “A esos hay que mandarlos a casa”, opina Jackeline. “Sí, no les le cuesta nada usar un tapabocas”, apoya Alicia.

La jornada de trabajo comienza a las 16.30 horas.

Un par de compañeros salen a la calle para montar la mesa sobre la que se apoyará la olla. Caminan hasta la esquina, saludan a los vecinos y vecinas, les recuerdan que tienen que mantener una distancia prudencial entre ellos. Ya viene la comida, anuncian. Qué se come hoy, pregunta un hombre flaco, de mediana edad, calzado con sandalias y medias, a pesar del frío. “Tallarines a la boloñesa, compañero”, le responden.

Algunos vecinos están en la fila hace media hora, cuarenta minutos. No están dispuestos a arriesgar el plato de comida. Muchos de ellos, con la pandemia, por primera vez en sus vidas tuvieron que ir a un comedor.

Iniciativa conjunta

Un mes después de que Alberto Fernández decretara el aislamiento social, preventivo y obligatorio para evitar la propagación del Covid-19, los y las militantes de La Cámpora Piedrabuena y Bario Inta, en la comuna 8, fueron a ver al cura de la parroquia del barrio (Nuestra Señora del Rosario del Milagro), y le propusieron la organización conjunta de una olla popular. Ellos ponían la mayor parte de la comida y la fuerza de trabajo; él, las instalaciones.

César, un hombre de 43 años que solo tenía un año de trabajo en el barrio, aceptó.

Ahora en el salón cuenta que ante la falta de misa, “opté por mandar audios por Whatsapp. Son unos setenta vecinos. Les mando la palabra del Evangelio de cada día, alguna canción y una pequeña reflexión de mi parte”. Sobre qué son las reflexiones, preguntamos. “Durante el primer mes hablé mucho de la esperanza, del cuidado que tenemos que tener”.

Mónica es la responsable político de la unidad básica La Patria es el otro, un pequeño local de uso comercial en el que los y las militantes hacen trabajo territorial desde 2013, que queda a la vuelta de la parroquia. Tiene puesto un buzo verde y blanco de ATE Capital. “Después de los cuatro años de macrismo quedó muy golpeada la economía de los vecinos y vecinas, y con la aparición de la pandemia, como la gente no podía salir a trabajar, decidimos encarar este proyecto solidario”, detalla.

Omar está desocupado. Milita en la UB junto a su familia.

“Este lugar es muy cómodo y nos permite llevarle una buena comida a los vecinos, porque si no teníamos que seguir cocinando con leña, o alguna garrafa, en la puerta de nuestra unidad básica”, explica.

La primera olla en la parroquia la organizaron el pasado 20 de abril. Empezaron con lo poco que habían juntado con donaciones de vecinos del barrio. “Esperábamos cien personas y cayeron cerca de doscientas cincuenta. Nos quedamos muy tristes”, recuerda Mónica. A la gente a la que no pudieron darle un plato de comida le ofrecieron paquetes de fideos, arroz, galletitas, fruta. “A partir de ahí reforzamos el laburo de pedir y juntar donaciones. Sin darnos cuenta, en pocos días, estábamos sosteniendo una olla de lunes a viernes”, agrega.

La conversación se desarrolla en un salón comedor que se expande al costado de la cocina, en el que hay dos largas mesas de madera y un par de bancos a los costados. Frente a la cocina hay dos baños grandes para mujeres y hombres. En diagonal, nace un pasillo que lleva a algunas habitaciones, y en el fondo, la capilla, muy amplia, vidriada.

Elías, desde la cocina, y sin dejar de revolver la olla, dice: “esto está desbordado no solo de hambre, sino también de trabajo, de contar con un ingreso, por lo menos una moneda, para enfrentar esta situación. Solo tres personas de las que sostienen este comedor tienen trabajo registrado. Las otras veintisiete no tienen ingresos fijos. La situación está muy delicada y sensible”.

Entre militantes y vecinos son treinta los que sostienen el funcionamiento de la olla. Del esquema militante también forman parte Soledad e Ivana, dos militantes de La Cámpora del Barrio Inta, "la unidad básica hermana" (La Hora de los Pueblos), como le dicen los militantes de Piedrabuena . La mayor parte de los que acuden a llevarse una ración de comida son de Piedrabuena, pero también de los barrios de los alrededores, como Inta, Pirelli, Scarppino, Mugica y María Auxiliadora, aparte de la populosa y vecina Villa 15, o Ciudad Oculta.

Para el pueblo lo mejor, dijo Evita (pan casero con orégano)

Se dividieron en tres grupos para garantizar la comida los cinco días hábiles. Llegan a las 16.30 y se retiran a las 21. A los vecinos y vecinas que van a la olla las tienen registradas en una base de datos interna.

“Nosotros no solo estamos asistiendo a los vecinos y vecinas que vienen a morfar, sino también a los propios compañeros”, apunta Elías. No es un dato menor, más bien lo contrario. No ponen condiciones ni peros para poner el cuerpo. Es un asunto de convicciones y compromiso con el dolor ajeno.

Omar, padre de tres hijos, desocupado, ahora a cargo del pan, señala dos tappers, sobre una mesada, y a su señora e hijo menor. “Esos son para nosotros”, confirma.

La calle

La fila de los vecinos ocupa unos sesenta metros de la calle que bordea la parroquia. Son unas sesenta personas, en su mayoría mujeres. Muchas están ahí hace cuarenta, cuarenta y cinco minutos, emponchados en sus abrigos y gorros.

Por fin se abre la puerta de alambre tejido lateral. Cuatro compañeros cargan un largo banco de madera y dos mesas. Saludan, y en un minuto montan el puesto sobre la calle, debajo de la pálida luz del alumbrado público. El banco servirá para forzar una distancia entre los que sirven la comida, y el que la recibe. Dos de los militantes recorren la fila, saludan a los vecinos y vecinas, a algunos por su nombre, preguntan como están, reciben respuestas convencionales, en algunos casos, con desgano.

El cura también arma lo suyo: un monolito improvisado con una Virgen de Lujan, de casi un metro de altura, vidriado. Luego recorre la fila y saluda a los vecinos y vecinas. “Está fresco, eh”, y se frota las manos.

Mónica milita en La Cámpora y también en ATE Capital.

El abandono del PRO

El Barrio Piedrabuena es uno de los varios complejos habitacionales que se erigen en la comuna 8; allí viven diez mil habitantes, distribuidos en unos dos mil departamentos -y algunas casas bajas-, dispuestos en tiras de edificios de doce pisos, construidos a mediados de los setenta en semicírculos y conectados por puentes peatonales. El estado de emergencia edilicia del barrio es notable.  Solo hay que levantar la cabeza y observar el deterioro generalizado.

La presencia del Estado porteño en el barrio se remite al Centro de Salud y Acción Comunitaria (CESAC) Número 7 (que no tiene un protocolo sanitario para combatir el Covid-19 en el barrio) tres escuelas primarias, dos jardines de infantes y un colegio secundario. Aparte, funciona una Biblioteca Popular, el club Malvinas Argentinas y una iniciativa cultural y vecinal denominada Piedrabuenarte. El cantante de Viejas Locas e Intoxicados, Pity Àlvarez, hoy privado de su libertad por un homicidio, es su vecino más famoso.

Después de doce años de gobierno, primero con Macri, y luego con Larreta, y un sistemático y planificado desprecio por la zona sur de la Ciudad, el peronismo ganó la comuna en las elecciones de 2019. También la comuna 4, para pintar de azul toda la franja sur del distrito más rico de la Argentina. No alcanza con el marketing, las sonrisas o algunas obras. Lo estructural, en la zona, sigue siendo una deuda. Un hospital para Lugano, por ejemplo, para los vecinos y vecinas de Piedrabuena.

La fila da la vuelta a la parroquia.

La olla

Se termina la espera: dos de los muchachos de La Cámpora irrumpen entre las sombras del parque de la parroquia con una enorme olla de aluminio entre las manos. Traspasan el ingreso y depositan la comida sobre la mesa montada en la calle. Jackeline y su hijo ya están listos para servir los tallarines.

“Buenas noches”, le dice Jackeline a la primera mujer de la fila.

“Buenas noches”.

“¿Cuántas porciones?”

“Tres”.

Cubierta con una cofia, mascara de plástico, camisolín, barbijo y guantes, la señora, una peruana radicada en la Argentina hace treinta años, casada con Omar y kirchnerista hasta el hueso, tete el cucharón en la olla y vuelca elguiso dentro del tapper. Tres veces. Miguel, a su lado, protegido con los mismos elementos que su madre, le entrega a la vecina varias rodajas de pan recién horneado.

“Gracias, señora. Hasta mañana”.

Los militantes reparten 250 raciones por noche,

Mientras el dúo de servidores devuelve el saludo, Jackeline le hace un gesto con la mano a la mujer que quedó primera en la fila. Se repite el mismo diálogo y la misma acción. La olla despide una columna humeante de calor que enseguida se traga el frío de la noche. La joven se retira, en silencio, con la comida en su bolsa, y en pocos segundos se pierde en un corredor del monobloque de departamentos de la esquina.

Son las 19.40 de la noche de un jueves. Al otro día, el presidente de la Nación anunciará el endurecimiento de la cuarentena, la vuelta a una fase más restrictiva de la circulación de personas, tanto en la Ciudad como en la Provincia, donde está el 95 por ciento de los contagios. Deberá enfrentar, muy probablemente, la catarata de críticas y resistencias de los sectores que nunca ponen el hombro cuando hay un gobierno popular en la Casa Rosada, aun con una pandemia que produce muertos y una brutal crisis económica.

Algunos vecinos le dan un beso con la mano a la Virgen de Luján. Los militantes, por su parte, colgaron una bandera argentina en el alambre tejido.

Una vecina cuenta que en su casa son dos adultos y dos nenas de edad escolar, que están sin trabajo, que se acercan a la olla para poder poner un plato de comida digno sobre la mesa.

Casi no hay movimiento en las calles internas del barrio. Se nota la inactividad, el encierro masivo. No se escuchan gritos, ni música, ni el rugido del motor de un coche o una moto. Por la vereda de enfrente, un par de jóvenes caminan en dirección a la General Paz. Llevan puestas gorritas y tapabocas, uno de ellos, con el escudo de Nueva Chicago. Unos metros más allá, un perro olfatea entre unas bolsas de basura. La mayoría de los vecinos y vecinas están en sus casas, frente al televisor, preparando la cena, haciendo malabares para entretener a los chicos, rogando que termine la pesadilla.

El Padre Cèsar pone la parroquia, indispensable para poder organizar el proyecto solidario.

El cierre

Luego de servir la segunda olla, y despedir al último vecino, los militantes desarman la pequeña estructura que montaron en la calle y se llevan los bancos y las mesas al salón comedor de la parroquia.

Se nota el cansancio. Chuparon frio. Enfrentaron la necesidad y en algunos casos, la vergüenza solapada en una sonrisa, una mirada esquiva.

Para cerrar la jornada, los seis compañeros deben limpiar la cocina. Primero avanzan con las ollas, tablas, cubiertos, fuentes y asaderas, y luego le pasan un trapo con lavandina a la mesada, las heladeras, bachas y pisos. En pocos minutos, queda reluciente.

Preguntamos por las cantidades que hizo falta cocinar para servir las 250 raciones. En coro, van punteando: 15 kilos de carne picada, 5 de cebolla, 30 paquetes de fideos espagueti, 4 kilos de papa, 1 de zanahoria y 12 cajas de puré de tomate. Aparte, utilizaron cinco kilos de harina para hacer pan (condimentado con orégano, agrega orgulloso Omar, quien cita a Evita: “Para el pueblo lo mejor”).

“Ojo que para la semana que viene estamos muy ajustados con la comida”, advierte Elías, que lleva la cuenta de los alimentos que entran y salen en un cuaderno (hace un mes atrás se contagió de Dengue, la otra enfermedad que golpea a la zona sur de la Ciudad).

Elias es uno de los militantes de la UB La Patria es el otro.

La mayor parte de los bolsones y donaciones llegan de parte de La Cámpora Ciudad de Buenos Aires. La organización está realizando un trabajo de contención muy fuerte a través de un esquema de ollas, todos los sábados, en todas sus unidades básicas, centros de jubilados, sociedades de fomento. Son unas ochenta ollas en total, financiadas con recursos propios, que salen de los bolsillos de la militancia. También consiguen algunas cosas por medio de la comunidad del barrio.

“Me pone muy orgulloso que tanto las ollas como la asistencia a los compañeros y compañeras contagiadas con el virus, está a cargo de la militancia, a través del valor humano de la solidaridad”, apunta Elías, a un costado, mientras arma su mochila. “Todo este quilombo no lo podés contener sin la militancia”, asegura.

Alicia dispara las últimas fotos de la jornada y dispone a todo el equipo en el salón para hacer la foto grupal.

Ninguno lo menciona, pero está claro que están de mucho mejor ánimo que aquel 20 de abril y los días posteriores, cuando todavía no tenían aceitada la división de tareas, ni las cantidades de alimento que había que utilizar en las ollas para abastecer a la gente que estaba del otro lado del alambrado, llueva, truene, Larreta permita que los “runners” salgan a trotar por los parques, se expropie la cerealera Vicentin o estén cayendo funcionarios de Cambiemos por haber montado una estructura que realizaba espionaje ilegal.

Los compañeros y compañeras se volverán a ver las caras mañana a las 16.30. Se empaparán con el rociador y laburarán a dos manos hasta las 19 horas, cuando saquen a la calle las dos ollas llenas hasta el tope, con las que ya repartieron más de 17 mil raciones. El resto del grupo estará abocado a otras tareas militantes, como imprimirle tareas a los chicos, ofrecerle prendas de un roperito solidario a las mamás que andan buscando un calzado o abrigo para sus hijos, o asesorar a un vecino con los trámites para acceder a las distintas herramientas asistenciales que está otorgando el Estado nacional para amortiguar la crisis.

Son las 21.20 de la noche. Hora de irse. Mañana es otro día y hay olla en Piedrabuena.

La Patria es el otro.