Por Norma Kisel

Recuerdo con mucha angustia la epidemia de la Poliomelitis. Recuerdos en bruto, que no fueron tamizados por la racionalidad, nada elaborados, ni vueltos a pasar por la comprensión. Solo flashes deshilachados, fotografías que me permiten saber que por aquel entonces era una niña de ocho años, delgada y tímida, pero también me recuerdo a mi misma atenta a todo lo que sucedía a mí alrededor, sobre todo los rostros preocupados de los adultos de la familia.

Las calles eran baldeadas todos los días, y era muy llamativo ver que los troncos de los arboles amanecían pintados de blanco, ya que se decía que eso mataba los virus y bacterias; también nos colgaban en forma de collar una bolsita con alcanfor, y lo exhibíamos como un amuleto infalible. Aún recuerdo su aroma.

Había que prevenir el contagio a toda costa. La vida estaba en peligro.

¿Cuántas veces la vida estuvo en peligro para todos nosotros?

Las calles y las casas olían a acaroína y a lavandina. Se habían suspendido las clases, no se podía salir a jugar a la calle, y entonces nos las arreglamos con el juego del teléfono, que constaba de dos tubos de cartón unidos por un piolín que permitía que nos comunicáramos con los amigos de la terraza o del patio de abajo.

La Polio fue anunciada en 1956, luego del derrocamiento del gobierno peronista, y fue utilizada con fines políticos por la dictadura de Aramburu.

Sufrí un exilio temprano, ya que mi familia me envió a Montevideo, a pasar los días con una parte de mi familia materna que había logrado escapar de Alemania pocos días antes de declararse la Segunda Guerra Mundial. Una familia numerosa compuesta por abuelos, tíos y primos.

Fueron cuatro meses interminables, extrañaba mi casa, mis afectos y me sentía muy sola. Recuerdo paseos por la rambla, el parque de diversiones Rodó, algunas visitas a casas de parientes, todos ellos perseguidos por los nazis, y que afortunadamente habían salvado sus vidas.

Especialmente recuerdo el arroz con leche con canela y cáscaras de limón que me preparaba mi mamá sustituta; también retuve las imágenes y sensaciones de un día que tuve mucha fiebre y no alcanzaban los cobertores para controlar mis temblores.

Un día mi padre viajó para visitarme, y fue muy duro cuando nos tuvimos que despedir.

Por estos días y ante lo que hoy ya se definió como pandemia, retornaron estos recuerdos.

Percibo otro clima, hostil, paranoico, egoísta, comparado con aquellos vecinos de la cuadra que salían a pintar los árboles de blanco para espantar a los bichos malos que nos querían dejar paralíticos. Me gustó algo que leí hoy: “El cuidado es con los otros y no de los otros”.

La peor epidemia es el miedo y el odio.