Foto portada: Susi Maresca, para la Revista Crisis.
“¿Cuál es la audacia? Es débil con los poderosos y fuerte con los débiles. Es un error cargar la desconfianza en las espaldas de los que menos tienen”.
La destinataria de la frase de Néstor Kirchher, en la previa de las elecciones del 2003, fue la entonces ministra de Trabajo del gobierno de La Alianza, Patricia Bullrich.
Nada cambió desde entonces entre unos y otros en cuanto a la cosmovisión de la política, el Estado, los derechos ciudadanos y el debate sobre la seguridad pública.
Desde el kirchnerismo, a partir de 2010, con la creación del Ministerio de Seguridad, se viene apostando a edificar e implementar la doctrina de la Seguridad Democrática, que entre otros ejes, apuesta por la conducción política de la fuerzas de seguridad, el uso racional de la violencia del Estado, la negociación del conflicto en lugar de reprimirlo, actualizar los planes de estudio de los futuros policías en materia de derechos humanos y convivencia con el ciudadano, y también el cuidado y respeto por las las fuerzas a través de mejoras salariales y mayores recursos para que realicen su trabajo.
Del otro lado de la grieta, cuando les tocó gobernar la Nación, apelaron al esquema clásico de todo modelo de ajuste económico: la represión; aparte, las fuerzas de seguridad vuelven a tener ese perfil más ligado a una dictadura, sin Estado de Derecho, que a una democracia, en la que los integrantes de las fuerzas están totalmente escindidos de la realidad de su pueblo, y llegan a desconfiar, temer e incluso odiar, a cualquiera que esté organizado en lo político, sindical o social, al pobre, al excluido, a las minorías.
Esto se puede ver con mucha claridad en la historia de la Policía de la Ciudad, creada por medio de una ley porteña, y muy progresista, en 2016, con todo el potencial para erigirse como una fuerza de seguridad modelo, pero claro, las autoridades políticas eran Macri y Larreta, y la oportunidad, para la Democracia, fue desaprovechada.
Convirtieron a la policía en una fuerza de choque que defendiese sus intereses. Desde el primer momento se empezó a ver cuáles eran sus prioridades: la persecución y hostigamiento de la pobreza y la criminalización de la protesta, y de la mano de un aliado clave: el poder judicial porteño, alineado con el macrismo.
Recordamos la marcha por el 8M, en 2017, y poquito después, la del primer mes de la desaparición de Santiago Maldonado, el 1 de septiembre, masiva, que terminó con represión, detenciones y armado de causas penales. Otra: la de diciembre de ese mismo año, en Plaza Congreso, cuando se reprimió la multitudinaria movilización contra la reforma previsional que impulsaba Cambiemos. El caso Chocobar, en 2018, y la condecoración que le entregaron en Casa Rosada a un policía que estaba sospechado de cometer un caso de gatillo fácil. El caso de Mariana Gómez, en 2019, reprimida en Constitución y luego judicializada por darle un beso a su novia, en el que se evidenció que la fuerza no tenía ningún apego con las políticas de género. Otros blancos de la política distriminatoria de la fuerza: los manteros, y con mayor énfasis, los senegaleses. Otros: los consumidores de marihuana (y otra vez la idea de los débiles que subrayó Néstor).
El Estado tiene que aportar soluciones a los distintos reclamos y demandas de los sectores que componen la sociedad: la represión tiene que ser la última instancia, pero otra vez: esto dependerá de qué proyecto político tiene a su cargo los resortes del poder público.
Participar en una protesta no puede significar un riesgo para la vida, y sin embargo, en el día de ayer, en la Plaza de la República, epicentro de nuestro país, Facundo Molares Schoenfeld falleció producto del accionar desmedido del personal de la Policía de la Ciudad, que lo fue a buscar, junto a un grupo de compañeros, para detenerlo de una manera muy violenta, e innecesaria. Al parecer, su corazón, que sufría complicaciones previas, no resistió un maltrato que sin dudas fue desproporcionado porque el hombre no opuso ningún tipo de resistencia.
La muerte de Facundo tiene que ser esclarecida. No se la puede comer el clima enrarecido que por estas horas domina la actualidad política, ni mucho menos el cinismo del jefe de Gobierno, que habla de la paz, teniendo en cuenta además que el ministro de Seguridad, Eugenio Burzaco, es el ex jefe de la Policía Metropolitana, cuando Macri era jefe de Gobierno, y fue responsable, entre otros asuntos, de la represión a la toma de tierras del Parque Indoamericano, en 2010, conflicto al que intentaron resolver a los balazos limpios, con por lo menos tres víctimas fatales. Antes, fue asesor de seguridad del gobernador neuquino Sobisch, durante la represión que terminó con el asesinato del docente Carlos Fuentealba, en el marco de una protesta. Tuvo un rol destacado, también, en la gestión de Bullrich como ministra de Seguridad, un período en el que hubo otras dos muertes en el marco de una represión: Maldonado y Nahuel.
Acá no hay casualidades: fue a partir de aquellos dramáticos hechos en el barrio de Lugano, que la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner decide elevar al rango de Ministerio a la Secretaría de Seguridad. Burzaco, por su parte, reemplazó en su cargo a Marcelo D’Alessandro, uno de los implicados en la causa de Lago Escondido, en la que se investiga el delito de dádivas, de parte del Grupo Clarín, a jueces, fiscales y y periodistas, a cambio de favores políticos, económicos y judiciales.
El eje principal de la campaña de Juntos por el Cambio es el orden, con el que prometen resolver todos los conflictos que hoy nos atraviesan al país. Orden y represión, mano dura, bala. Las escenas aéreas de ayer, en el Obelisco, son elocuentes: parecen una patota, no un cuerpo policial.