El misterio de la Trinidad es el dogma fundamental de la teología cristiana. Cuando en el Concilio de Nicea del año 325 se afirmó el credo in unumdeum (“creemos en un solo Dios”), inmediatamente se reconocía la consustancialidad del Padre y el Hijo (algo más de medio siglo después, en el Concilio de Constantinopla, iba a mencionarse también la del Espíritu Santo), en un clima de agitación, disturbios y “guerra civil” con Arrio y sus partidarios, quienes negaban la divinidad de Cristo. Que Dios es trino y uno, una esencia/sustancia y tres personas (los griegos, neoplatónicos, preferían hablar de hipóstasis), constituyó siempre un gran e inefable arcano, tanto para los profanos como para los hombres y mujeres de fe. Para que la doctrina pudiera ser confirmada y eventualmente defendida contra los críticos, hicieron falta la osadía de Atanasio de Alejandría en Oriente y la profundidad y sutilezas especulativas de Agustín de Hipona en el Occidente latino, sobre todo en su monumental tratado De Trinitate, pináculo de la reflexión de los Padres de la Iglesia y anticipo genial de la dialéctica trinitaria de Hegel.
En lo que sigue vamos a sostener, un poco en broma, un poco en serio, que la militancia tiene su “Santísima Trinidad” en lo que comúnmente llamamos sus elementos troncales: organización, formación y comunicación. Como en el dogma, debemos enfrentarnos a la paradoja de que estas tres dimensiones son a la vez distintas e idénticas. Su carácter diferencial es, por supuesto, lo obvio. Nadie en su sano juicio podría confundirlas. Y, sin embargo, cuando indagamos en su sentido originario, esta pluralidad se disipa.
Para empezar, existe una prioridad (no diremos “ontológica” para no causar revuelo) de la organización, la formación y la comunicación sobre cualquier núcleo temático o problemático que la militancia se plantee en su praxis. Una mesa de educación, de economía social o de derechos humanos se subdivide, necesariamente, en tres: organización, formación, comunicación. No importa que esa subdivisión no se manifieste de facto. Lo mismo ocurrirá con un frente sindical, de mujeres, de diversidades, de juventud o de tercera edad. Para peor: ¡incluso las secretarías de organización, formación y comunicación de cualquier agrupación política se encuentran afectadas por esta peculiar lógica del número tres!
No obstante, puede generar cierta perplejidad que estos conceptos sagrados se asocien, en la coyuntura actual o en la historia reciente, con campos ajenos a la militancia política. El término “organización” logró conquistar su fama en la administración de empresas y en la administración pública (la militancia no tiene nada que ver con gerentes y burócratas). El término “formación” procede de la pedagogía (la militancia no debe ser subsumida en aparatos ideológicos como la escuela y la universidad, más allá de que trabaje en su seno). El término “comunicación” resulta familiar al periodismo y a las redes sociales (donde la militancia no se siente del todo cómoda). Urge, por lo tanto, una interpretación militante de la organización, la formación y la comunicación. Quizá convenga, entonces, repasar sin afán erudito la etimología de estas venerables palabras:
1- “Organización” se deriva del griego órganon, que quiere decir “instrumento” o “mecanismo” destinado a ejecutar una determinada función. De ahí su posterior uso en la anatomía y en el ya milenario problema de la relación entre las partes (órganos) y el todo (organismo). Que durante la Edad Media los tratados de “Lógica” de Aristóteles recibieran el título póstumo de “Organon” revela la imagen que se tenía de ellos como “máquina de pensar”.
Diremos entonces que una organización es lo que sirve para construir (organizar es proveer herramientas), en la medida en que cuenta con un funcionamiento, provisto por una orgánica. Lo inorgánico es siempre lo que anda suelto y persigue sus propios fines. Lo orgánico, por el contrario, será lo que está integrado a un colectivo que no podría subsistir sin una metódica armonía entre las partes que lo componen (que osamos denominar “conducción”).
Todos los teóricos de la organización han resaltado la paradoja de que, si ésta no es más que un medio para un fin, la complejidad de su dinámica interna (establecimiento de jerarquías, división racional del trabajo, optimización de recursos y de tiempo, etc.) termina convirtiéndola en un fin en sí mismo. La gracia de la militancia reside en descubrir aquí una solución y no el típico problema de la “jaula de hierro”. Si organizar es dar herramientas, la herramienta que se da (el bastón de mariscal) ¡es ni más ni menos que la militancia! La militancia se autoinstrumentaliza con el objetivo de crear nueva militancia. Mas esta lógica, lo veremos, deja atrás cualquier racionalidad instrumental, en tanto opera con un sujeto descentrado o dividido.
2- “Formación”, resultante del latín formatio, significa “dar forma” (el de forma es un concepto ancestral de la filosofía, que alude a aquello que hace que un ente sea lo que es, solo captable gracias al pensamiento o intelecto), pero es también una digna heredera del celebrísimo concepto griego de paideia, que refiere a la educación integral del ser humano como ciudadano de la pólis. No se trata de una formación técnica (enseñar a labrar la tierra, fabricar zapatos o navegar un barco) sino ética y política, es decir, educar al ser humano en el bien y la justicia.
Hasta los filósofos antiguos, que consideraban la vida contemplativa como el tipo más elevado de vida (lo que los volvía hostiles al orden de la ciudad, pues ellos andaban en la búsqueda de la pólis ideal), admitían la nobleza de la vida activa (en la República de Platón la educación de los guardianes es tanto educación política como educación filosófica y se prescribe que, quien sale de la caverna, está obligado a regresar a ella aunque corra riesgo de ser asesinado).
En la militancia, el problema de la formación es el problema del encuadramiento (en una organización, indudablemente), ergo, de formar cuadros, antes políticos que técnicos, porque saber qué hacer tiene un estatuto superior respecto al cómo hacerlo. Los cuadros técnicos, al fin y al cabo, pueden formarse en los institutos del sistema o estar al servicio de cualquier ideología. De ellos se dirá que les falta formación política.
No nos interesan los cuadros de la misma manera en la que les interesaban a Weber (o la sociología) y a Stalin (para quien el cuadro era la pieza más importante del Partido, pero entendiendo al cuadro como el funcionario especializado que cumple con su deber y hace bien su trabajo). Para nosotros, un cuadro político es el que forma cuadros políticos (no quien obedece órdenes sin chistar), o sea, militantes integrales, o sea, responsables absolutos. Porque, como alguna vez escribió Cooke: “lo fundamental es tener cuadros, y muchos cuadros”. Sin cuadros, al decir de Perón, la conducción fracasa. “Sin cuadros” significa “sin formación política”.
3- “Comunicación” viene del latín communicare, que a su vez procede de communis o común. Comunicar es la acción de volver algo común, eso que llamamos in-formación (dar forma a la mente, que es lo que añade el prefijo in, “hacia adentro”; la formación, en cambio, supone a su vez la disciplina del cuerpo, la gimnasia, término que los militantes frecuentemente empleamos para aludir al hecho de ganar musculatura, versatilidad, “práctica”).
Desde la publicación de Communitas, el extraordinario libro de Roberto Esposito, no podemos omitir que la categoría “común” designa que lo que compartimos es el munus (obligación de dar, estar-en-deuda). Lo que une a los miembros de la comunidad, más que un derecho, es un deber, una falta, una responsabilidad (responsum, necesidad de responder). El munus, en concreto, no nos pertenece, porque no nos pertenecemos a nosotros mismos. Somos co-responsables, com-munis. Pero eso implica, dice Esposito, que lo que tenemos en común es nada. Nada-en-común. Relacionarse con los otros será para Esposito co-abrirlos y co-abrirnos a la responsabilidad. Immunitas, al revés, es negación o privación del munus, falta de deuda, soberanía. La inmunidad del soberano es uno de los principales temas de la tradición de filosofía política. De ahí también que la inmunidad se presente como el privilegio de no tener que rendir cuentas a nadie, de no deberle nada a nadie. Por eso, explica Esposito, la inmunidad está en confrontación con el cum. Redefinamos entonces la comunicación como la donación de la responsabilidad absoluta.
Hechos estos comentarios, de repente queda claro que tanto la organización, la formación y la comunicación se proponen un mismo fin: encuadrar, es decir, producir militantes. Pero, ¿cómo? ¿No adopta la organización mil variantes distintas? ¿Acaso la formación no consiste en volvernos más sabios o instruidos en relación con ciertos temas, que pueden ir desde la estructura productiva del país hasta la historia nacional o los simples efectos de una ley? ¿Y la comunicación? ¿No es su objetivo, justamente, comunicar una línea, que siempre depende del receptor del mensaje, imitando así a Pablo, que se volvió “judío con los judíos” y “griego con los griegos”? Todo lo cual, sin embargo, es de carácter derivado, circunstancial, táctico. El meollo de la militancia pasa por otro lado.
Cuando organizamos, formamos y comunicamos (la formación y la comunicación son a su vez su condición: no se puede organizar a quien no está encuadrado y, como han sugerido ya varios, toda organización es un sistema de comunicaciones). Cuando formamos, organizamos y comunicamos (solo es posible formar a quien se siente parte de lo mismo y habla el mismo lenguaje). Cuando comunicamos, estamos organizando y formando (la comunicación militante siempre se dirige al otro militante).
Es obvio que la militancia, durante el 90% de su tiempo, no suele partir de esta “consustancialidad”, sino que toma a las tres “personas” como momentos claramente separados y delimitados. Apenas en un raro proceso autorreflexivo (la autorreflexión militante viene de otro militante) se nos revela la perspectiva en cuestión, que no es otra que la que indica que el fin de la militancia es la militancia (y no el grueso de los objetivos que a menudo declaramos). La idea del éxito político queda así sensiblemente alterada, porque no puede leerse desde el punto de vista de la teleología, o no es este su sentido primario u originario.
En esa clave, como militantes nos debemos una postergada reconciliación con Jurgen Habermas (postergada por los teóricos del populismo) y su teoría de la acción comunicativa, definida como una acción orientada al entendimiento. El gran logro de Habermas es su ruptura con la filosofía de la conciencia (de un sujeto enfrentado a un objeto), pues en la comunicación es necesario presuponer al otro. Algo similar ocurre en la militancia, donde “yo es otro”, como ha demostrado fehacientemente Damián Selci en sus libros “Teoría de la Militancia: Organización y poder popular” y “La organización permanente”.
En la Trinidad militante, las “personas” no lo son de una “sustancia”, sino de una “insustancia”. Para el discurso metafísico, existe al menos un ente necesario (Dios). Para el discurso militante, Dios es el antagonismo (en cierto modo, también lo era para un “teólogo” como Chesterton, quien consideraba que el cristianismo era la única religión para la que Dios, desgarrado, crucificado, abandonado, pareció, por un momento, ser ateo). Nada es necesario. Ergo, el “paso” de un militante a otro no está asegurado. Sobrevuela un llamado (he ahí la comunicación esencial), que en algún instante acontecimiental podría ser escuchado por otro militante; aunque también podría no serlo.
Lo que la organización política permite es aumentar nuestras probabilidades. Pero para que las probabilidades confíen en sí mismas, resulta indispensable que la propia militancia tenga claros sus fines últimos y no se engolosine con aspiraciones secundarias (por muy importantes que sean en el momento presente y por mucho que las tengamos que perseguir). Querer que el otro milite no es querer tragarse, absorber o succionar al otro, sino que el otro sea (se asuma como, responda por la responsabilidad de) otro, como también lo soy yo. Por eso Selci titula “La organización permanente”, que inevitablemente significa a su vez “formación permanente” y “comunicación permanente”.
Concluyamos estas reflexiones embrionarias y desprolijas con que es imperioso superar tres miedos que todo el tiempo acechan a la militancia. Hay un miedo vinculado a la organización, según el cual, en el afán de volvernos un “relojito”, corremos el peligro de burocratizarnos, cosificarnos, reducirnos a reacciones funcionales y mecánicas, o sea, de que la organización devenga externa o se sustancialice. Hay también un miedo vinculado a la formación: el de convertirnos en diletantes, enciclopedistas o “ratones de biblioteca”, que buscan la erudición para reconfortar el ego y no para formar cuadros políticos. Por último, hay un miedo vinculado a la comunicación: cerrarnos, ensimismarnos, hablar demasiado para adentro, parecer una secta.
No disponemos de ninguna garantía que nos salvaguarde de estas tres amenazas. Lo mejor es seguir a Hegel y afirmar que, tal vez, el error sea el miedo al error. Cuanto más pensemos y actuemos desde la responsabilidad absoluta, cuanto menos nos dejemos arrastrar por las tentaciones, más nos acercaremos a nuestro fin, que es el camino como tal: organizar, formar y comunicar (volver común) militancia. Todo lo demás, en cambio, debe responder la pregunta fundamental: ¿conviene o no? Cuando se aclara el para qué, nada más fácil que sacar consecuencias.