Foto: Marcelo Manera, para El Litoral.
El intento del Gobierno nacional de nomenclar a Rosario como la “ciudad narco y violenta” es sólo el semblante que encubre otro objetivo. Los cuatro asesinatos de trabajadores con mensajes mafiosos que tuvieron proyección nacional e internacional, por medio de su herramienta política específica que son los medios de comunicación, puso en agenda su objetivo, pero la ciudad está azotada por la violencia hace mucho más tiempo. A los pibes en los barrios, en las periferias de Rosario, los están matando no sólo con drogas y balas, sino también con hambre.
Cuando las balas pegan cerca, se manifiesta el egoísmo. Al suceder estos asesinatos atroces de trabajadores en lugares transitados por todas las clases sociales, se despierta el individualismo, y el miedo, ya que hasta ahora, como las balas no pegaban cerca, no importaba. Una cultura individualista que se fue manifestando el último tiempo en donde no se registra al otro como semejante, sino como enemigo, como en los tiempos de dictadura, cuando se decía “algo habrá hecho”.
El narco-menudeo y la violencia son efectos de las políticas neoliberales de los años 90 que han profundizado la desigualdad social, generando una crisis socio-economica-política que estalló en el 2001. De ahí en más y con un espejo retrovisor que nos lleva al gobierno de facto de la dictadura cívico-militar de 1976 – fueron los primeros en tomar una deuda externa de gran magnitud-, desde entonces hasta la actualidad, vivimos en déficit.
El gobierno de Mauricio Macri (2015-2019), a través del entonces y también actual ministro de Economía, Luis Caputo, endeudaron al pueblo argentino por un monto de US$ 57 mil millones. En este sentido, se ve al futuro repetir el pasado. Se trata del mismo ministro que ahora, en nombre de Javier Milei, sigue tomando deuda en dólares.
Todos estos hechos de violencia que suceden en Santa fe y específicamente la ciudad de Rosario son efectos de todas estas políticas neoliberales.
La necesidad política de poner en foco a la ciudad de Rosario no es más que un movimiento táctico de una estrategia nada novedosa, cuyo objetivo ya conocemos. La ministra de Seguridad Patricia Bullrich planteó que este es un problema continental: el narcoterrorismo. Esta definición continental es algo que apareció en toda América del Sur en la década del 80, en los Estados Unidos, país que modificó su idea de doctrina de Seguridad Nacional, hasta entonces insumo ideológico para promover el avance de dictaduras en América del Sur, y ahora ya hablan de delincuente subversivo o terrorista, sino del narcoterrorista.
La misma palabra que utilizó el presidente Javier Milei.
El nuevo plan de militarización en Rosario para combatir aquello que desde los tres poderes del Estado llaman “Narcoterrorismo”, esta vez, a diferencia de las anteriores, cuenta con “apoyo logistico' del Ejercito, ya que Bullrich insiste con pedir al Congreso la modificación de la Ley de Seguridad Interior para que puedan actuar las Fuerzas Armadas.
Otra herramienta que pretende utilizar la ministra Bullrich en este plan de acción es el pedido al Poder Judicial de la aplicación de la Ley Antiterrorista, nro. 26.734 sancionada en 2011, que establece en su artículo 41 la duplicación de las penas en delitos que tengan como finalidad “aterrorizar a la población”, u “obligar a las autoridades públicas a realizar un acto o abstenerse de ellos”.
Esta ley es nefasta ya que podría ser utilizada para perseguir a activistas políticos en su derecho a la protesta social.
En las periferias de Rosario (los barrios) entre el hambre, el paco y las balas, ahora se escuchan las Hummer blindadas, que son como tanques que van atropellando y pisando la gorra que se cruce por delante, o el sonido de los helicópteros durante la noche, cuando los pibes juegan a tumbarlos con ramas de los árboles, como si fueran armas largas.
Pero que quede claro, esto no es Kosovo, Irak o Gaza: es Rosario. El gobierno juega a ser Bukele en un contexto totalmente desigual. Juegan al arte del engaño, porque la contracara de esta farsa es la eliminación de la protesta social como derecho, la entrega de los recursos y sobre todo la entrega a multinacionales extranjeras, es decir la extranjerización, cediendo el control de la hidrobia, del río Paraná, al comando sur del ejercito norteamericano.
No hay dudas que este movimiento táctico del Gobierno nacional en la provincia de Santa Fe, con eje en Rosario, está enlazado a la Ley Bases, una estrategia que tiene un objetivo claro: un cambio estructural a nivel ideológico-cultural que nos deposite en el siglo XIX.
La angustia, que se volvió miedo con la media sanción de la Ley Bases en el imaginario obrero, se puede concretar y esto sería un retroceso sin precendetes en materia de derechos laborales, la eliminación de la moratoria y sobre todo en cuanto a la delegación de facultades, entre otros. Derechos civiles, culturales, laborales y previsionales que fueron conquistados en la calle y garantizados a nivel nacional e internacional.
Las y los trabajadores se quedarían sin convenios colectivos, sin indemnizaciones, con periodo de prueba de casi un año, sin obras sociales y sindicales y sin multas por la no registración, negociando en soledad el salario, una aberración.
Esta praxis-teórica de un cambio estructural por medio de la Ley Bases de un gobierno que está al servicio de las grandes corporaciones, en donde el Estado en una de sus definiciones se conceptualiza como una “forma de organización política” que en este caso favorece los intereses de los poseedores del gran capital a costa del sufrimiento del pueblo.
Este Estado como “forma de organización política” está profundizando la desigualdad social como nunca antes visto, rompiendo con el tejido social, esa organización informal, ese lazo que sostiene a la ciudadanía.
Un gran problema no sólo para Rosario, sino para todo el territorio nacional, porque las políticas liberales que se están llevando a cabo por el gobierno nacional representan el capitalismo más crudo, ese que en su base está hecho de sangre y barro, que se ven en las periferias de Rosario, en donde el frío y la noche se juntan en una esquina oscura con unas brazas encendidas y en una especie de ritual las gorras de los pibes se ven en ronda esperando una sonrisa o el ruido de las balas.