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La comunidad militante no se organiza a partir de una fe de tipo emocional sino justo soportando, valga la redundancia, que nada la soporte: ni ciega ni sorda, solo la sostiene entonces un específico silencio. El militante comulgaría de esta forma con algo de eso que para Kierkegaard califica a un caballero de la fe, y algunos elementos de su pensamiento reportan por eso hoy posibles respuestas sobre esa relación que, a un nivel de naturaleza personal pero que se confunde sin embargo con el pueblo mismo, mantenemos así con la esperanza.
Si la fe fuese un mero asunto del corazón no se comprendería que, se a quien estuvo a punto de sacrificar a su hijo, tome como ejemplar. Ese título de ‘padre de la fe’ que Abraham recibe justo indica, entonces, que en ella hay o debiera haber algo más en juego. Y en Temor y Temblor S. Kierkegaard desarrolla, en línea con esta sospecha, la idea de que la fe comporta, básicamente, una declaración de independencia de lo singular. Ese acto propiamente soberano sería lo que convierte al hombre de fe en un ser excepcional y, por tanto, en alguien para quien el modo de ser de lo general impacienta hasta la cólera.
El desafío y, por supuesto, la noble aventura del caballero de la fe consiste mantener la frente alta ante ese choque tremendo que se da entre lo singular y lo general que lo lleva hasta, como dice Kierkegaard en La Repetición, el punto de permitirle a lo general asumir su predilección secreta por lo singular e incluso, al final, ayudarle a tener que confesarla.
Es que un caballero de la fe nunca deja de comprenderse como un vástago del mismo tronco que lo general. Y el análisis de un ser excepcional como Abraham no puede tener como objetivo ensalzar entonces y sin mas al mero particular que él representa sino, mas bien, investigar a lo general desde una perspectiva a su vez excepcional. En esto consiste el asunto que palpita en Temor y Temblor : el silencio guardado por Abraham ante su esposa e hijo sobre el escándalo hecho que esta a punto de cometer necesita ser leído como la apuesta por un general que dejaría así de lado a la ética como principio. Porque a ello apunta en definitiva para Kierkegaard la enseñanza de Abraham: a una relación con la alteridad que no sea ética sino básicamente espiritual.
El vínculo del silencio que soporta una relación alternativa no resulta un rechazo desconsiderado del patriarca hacia su esposa e hijo. Todo lo contrario, se manifiesta como el único propiamente amoroso. Claro que entenderlo cabalmente de esta manera requiere previamente un sincero replanteo teórico acerca de lo que el amor verdadero represente, asunto que Kierkegaard emprende exhaustivamente en una hermosa obra - firmada llamativamente esta vez con su propio nombre - donde también escandalosamente mezcla, aunque no podía ser de otra manera, al amor y al deber.
Que una acción por deber no priva necesariamente al hombre de la posibilidad de explorar y desarrollar su intimidad sino que, mas bien al contrario, resulte condición indispensable para sintonizar ese silencio sin el cual el amor no pasaría de ser una mera expresión emocional, es quizás el aporte más rico de todo el pensamiento de S. Kierkegaard. Y que sea ello algo insólitamente pasado por alto, o al menos poco valorado, puede probablemente disculparse por la circunstancia de que el desarrollo de esta cuestión se encuentra en un voluminoso estudio de dos tomos cuyo contenido y lenguaje edificante, no rigurosamente académico, se titula Las Obras del Amor.
El tema en este texto no es tanto el amor sino sus obras, sin embargo, una aclaración por sí misma de filiación tácitamente kantiana que pone en evidencia de entrada su propósito: dar cuenta de esas condiciones de posibilidad por medio de las cuales una acción puede ser o no reconocida como amorosa. Y así como, para Kant, lo que permite a una acción ser calificada técnicamente moral resulta no estar fundada en una inclinación personal, el punto de partida de Kierkegaard , en forma parecida, concluye que sólo podemos hablar del amor como obediencia a un mandato, es decir y por lo tanto, nunca como resultado de una predilección.
La definición ciertamente insólita del amor como producto de un deber puede, por supuesto, resultar sorprendente y hasta chocante a las fuerzas del cielo, pero a Kierkegaard no se le pasa por la cabeza negar - ni mucho menos denunciar - la existencia de sentimientos de predilección. Antes bien, pretende mostrar que en dicho caso no estaríamos hablando de amor espiritual (ágape) sino de mero amor mundano (filia). De tal modo, la tarea que emprende en Las Obras del Amor - más allá de su especial circunstancia biográfica, citada hasta el hartazgo - es el primer intento serio de ofrecer un criterio firme de demarcación, no ya del ámbito práctico, sino del ámbito espiritual. ¿De qué hablamos, cuando hablamos del espíritu?
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La máxima de un imperativo categórico del ámbito práctico resulta sin duda perfecta, tal como fuera enunciada por Kant, cuando la analizamos exclusivamente desde el punto de vista formal. La cuestión es que poder tomar a la humanidad como fin y nunca como medio tropieza siempre con una dificultad que, en los hechos, torna a dicha máxima impracticable: mientras el prójimo sea considerado como ‘otro yo’, en lugar del ‘primer tu’, nuestros vínculos permanecen inevitablemente ligados a esa desesperación que constituye la marca registrada del egoísmo. Y el amor necesita resultar inevitablemente un deber para que este ‘primer tu’ efectivamente reemplace de una vez al ‘otro yo’.
La máxima del imperativo categórico del ámbito espiritual rezaría para Kierkegaard de esta manera: ama a tu prójimo de manera tal que dicho amor no sea nunca desesperado. Es decir, cuando el prójimo no sea entonces ya ese ‘otro yo’ que deseamos nos libre de la soledad propia del silencio y nos complete, sino ese ‘primer tu’ de quien, si algo realmente esperásemos, sería que nos confronte al revés cara a cara con nuestro propio egoísmo. Aun cuando el antagonista que eligió Kierkegaard en Las obras del amor sea figuradamente el poeta, por su concepción romántica característica del amor, hoy es perfectamente aplicable a una lectura de la forma misma como fue históricamente producido el lazo social.
Que el amor resulte un deber es propia y acabadamente el escándalo que cuida la puerta del ámbito espiritual. Vivenciarlo de esta forma resulta por eso el desafío que nos propone aprender a convivir con ello. Que una vivencia pueda ser hija del deber, y que un deber pueda servir de elemento a una vivencia, resulta una paradoja que sólo se soporta amando ya que, en definitiva, en una transformación personal a partir del amor nos permitimos descubrir la profundidad de nuestra propia desesperación. Pero que el amor en sentido espiritual puede ser descripto como resultado de un deber tiene, entonces, una explicación de alguna manera bien sencilla, ya que las fuerzas de la tierra que lo animan suponen la firme resolución de apostar siempre, contra viento y marea, por la esperanza.
El amor por deber resulta la fórmula más propia del escándalo sólo para quienes desconocen, tácita o explícitamente, la naturaleza desesperada del yo. De la propia desesperación, lamentablemente, uno no puede hablar sin embargo de forma fehaciente y sincera hasta tanto no conoce simultáneamente la esperanza: ésta es la encerrona característica al ámbito espiritual y el motivo por el cual, por supuesto, no hay otro modo de acceder a él que mediante un salto.
Si la esperanza, dice Kierkegaard, consiste en apostar por la vida, la desesperación, en cambio, se empecina en la insolente negación de dicha posibilidad. Pero a quien ama y por eso no desespera le importa realmente muy poco si lo esperado se actualiza: en dicho caso no cabría hablar en realidad de esperanza, en sentido propiamente espiritual, sino del deseo y ansias propias de la prudencia, virtud por excelencia de quienes sólo se interesan por la medida en que han visto cumplidas sus aspiraciones. Una mirada amorosa tal vez entonces pueda definirse como la aguda percepción de que el yo nunca es egoísta por definición, sino sólo porque y cuando carece de esperanza.
El ‘otro yo’ se puede convertir en el ‘primer tu’ recién bajo el imperio de una esperanza que no puede resultar un arrebato emocional, pues si ella carece de razones es debido mas que nada a que aprendió a desconfiar del lenguaje y a recostarse con coraje en el silencio. Pero este vínculo hijo del silencio que Kierkegaard propone para poder calificar un acto como espiritual resulta así, en definitiva, uno que a la vez excede largamente una mera cuestión de conciencia y deslindaría, en cambio, las condiciones de posibilidad de un Reino de Dios.
El pensamiento kierkegaardiano se entronca así con el intento de toda una corriente filosófica actual que desde Bataille a Derrida pasa por Nancy, Blanchot y varios más, abogando por no magnificar de entrada y sin condiciones el hecho de estar juntos y poniendo en cuestión, en cambio, el modo por el cual tradicionalmente se ha entendido nuestro ser en común. Cuando leemos hoy a R. Esposito, por ejemplo, reflexionando sobre la comunidad como algo que no resulta una posesión sino un don, y que este don se da porque se debe dar ya que no se puede no dar, la referencia a S. Kierkegaard se torna hoy entonces, no sólo necesaria, sino un verdadero acto de justicia.