Por Maximiliano Curcio
“El frío y la noche cubrieron la Tierra,
y el alma se hundiría en la miseria
si los buenos dioses no enviaran
de vez en cuando al mundo a unos adolescentes
para rejuvenecer la marchita vida de los hombres”
(La muerte de Empédocles)
Se renueva la cartelera teatral veraniega de la Ciudad de Buenos Aires con la premiadísima obra “La Última Sesión de Freud”, ya exhibida en CABA en 2012, con los protagónicos de Jorge Suárez y Luis Machín. Amor, sexo, fe y finitud se discuten en esta pieza dirigida por Daniel Veronese, adaptando al dramaturgo estadounidense Mark St. Germain. Una encendida conversación nos hace partícipes de un encuentro histórico: la entrevista ficticia que sostienen Sigmund Freud (padre del psicoanálisis, quien atraviesa el final de sus días víctima de una cruel enfermedad) y C.S. Lewis (novelista y filósofo, el creador de “Las Crónicas de Narnia”). Intercambian puntos de vista antagónicos, la pregunta coloca a Cristo (Mahoma o Buda, o como deseemos llamarlo) en mayúsculas. ¿Podrán ambos intelectuales encontrar un punto en común en dónde sendas creencias confluyan? Sean todos bienvenidos al diván…
Magnífico vestuario (Laura Singh) y escenografía (Diego Siliano) se conjugan en esta postal de época: se ambienta en la Segunda Guerra Mundial, más precisamente en Londres, en septiembre de 1939. El terror se cierne sobre la humanidad. En aquella jornada, Francia e Inglaterra le declaran la guerra a la Alemania Nazi. Duelo de palabras e ideas rebatidas interpelan fuertemente al espectador. Somos testigos de disquisiciones acerca de la religión, en miradas contrapuestas, desafiantes. Un ateo acérrimo versus un ferviente anglicano converso; la fe va por delante o por detrás de los principios. Luis Machín y Javier Lorenzo protagonizan un fenomenal y punzante duelo actoral. A lo largo de una hora y media, vertebrándose en elaborados diálogos, lo complejo y lo profundo no es sencillo de explicar.
C.S. Lewis (Lorenzo), buen amigo de J.R.R. Tolkien, es un británico de pura cepa que, extrañamente, reniega de la ceremonia del té. Ha editados varios libros, Freud (Machín, intercambiando roles respecto a la anterior puesta) no ha leído ninguno de ellos… pero ha sabido al respecto, ¡viva la rivalidad! La cita toma lugar en el lugar donde Freud ha decidido pasar sus últimos días. Nos llama la atención su mobiliario: colecciona objetos antiquísimos, adora la historia antigua. Con absoluta compenetración, evalúa los actos perversos de Dios, ¿cómo es que el mismo que da la vida por el prójimo es aquel que no se preocupa todavía más por quienes creen en él y yacen en una cama de hospital? La discusión atravesará álgidos momentos. Lewis busca sentirse cómodo, Freud señala dónde su visitante debe sentarse. Una y otra vez. Apenas un vaso de agua acepta éste, y, entre sorbos, confronta a un hombre de ciencia que, pese a su menguante salud, no deja de librar batalla ni pierde un ápice de mordacidad. Pero el escritor, aún en un terreno que no le es propio, dejará oír su verdad.
Sendos personajes exponen sus convicciones. El padre del psicoanálisis reflexiona acerca de la veracidad de ciertos mitos. Ha leído de principio a fin Antiguo y Nuevo Testamento. Hemos comprado mentiras insidiosas que abrazamos, solo porque somos ingenuos. Fábulas para alimentar nuestra imaginación, ‘débiles de fe’, dice Sigumund…enfrentar la realidad conlleva coraje. Figuramos lo vulnerable de nuestra condición, ¿o necesitamos ver para creer? ¿Puede ser tan cruel la sagrada figura que sobre una cruz adoramos? Puro gesto de neurosis obsesiva, miramos a nuestro semejante. ¿Quién será el primero en ofrecer la otra mejilla? El exterminio judío es una muestra que basta más que un botón: la maquinaria instaurada por Adolf Hitler siembra el temor a nivel mundial. La guerra está a punto de estallar y el primer ministro Neville Chamberlain prepara su discurso. Será la última de las guerras, advierte Freud.En el dolor, nos flagelamos.
Las voces en off se repetirán a lo largo de la obra, y reconoceremos a intérpretes de primera línea: Jorge Marrale, Carlos Portaluppi y Ernesto Claudio ofician de relatores a instantes decisivos en el rumbo político de la guerra. El colosal despliegue corporal de Machín conmueve. Su personaje atraviesa un cáncer de laringe en fase terminal. Soportó más de treinta operaciones y le fue extirpada la mandíbula. El cuerpo luce torturado. Lleva una prótesis que solamente su hija Ana puede manipular; diversas conjeturas acerca de la paternidad podrían tejerse al respecto. De los labios del autor de “El Malestar de la Cultura” brota sangre a borbotones. Tose y se nos entrecorta la respiración. La entrega brindada por el actor rosarino es descomunal. Los principios de Freud son irrenunciables…sin embargo, sabe escuchar un buen argumento. No duda en rebatir, pero, al fin, estamos todos jugando la misma partida que perderemos con idénticas probabilidades. ¿Hablábamos de eternidad? Buscamos el origen del conflicto miles de años atrás…
La luz entra por ese ventanal y apagar lo artificial no es indicio de seguridad. Quizás no exista ese paraíso y se haya perdido, bajo la pluma de Milton. ¿Cuánto es que toleramos al prójimo? Se viven horas inquietantes. El nativo de Viena camina, con parsimonia, desde el teléfono (que no para de sonar) al aparato de radio. Las noticias son urgentes, los anuncios inminentes. Pero no la deja encendida, Freud no escucha música. Y no hablemos de sacra. Dificultoso le resulta conmoverse con un lenguaje que no comprende. No es una mera paradoja la aseveración; en los intersticios de la historia que se nos cuenta hay tanto más que discernir. No es todo blanco y negro. Mira su reloj con insistencia, la puntualidad es virtud. Cuenta treinta y nueve segundos y Lewis pronuncia la palabra Dios. Pero ahora estamos hablando de sexo, porque ’la sexualidad nos rodea’, asevera el propio protagonista
La pieza se acerca a su desenlace, atravesamos instantes difíciles de digerir. Freud se retuerce de dolor. La misericordia aflora ante la cercanía de la muerte de uno de los participantes, y el devenir del encuentro sabe cómo recurrir al humor y al ingenio, como bienvenidos factores que aligeran el contexto. La magia del teatro renueva, por enésima vez, la belleza de sentirnos parte. El Picadero es una fortaleza artística. Las luces van atenuándose, observamos la silueta de Machín, apagándose. Estremece. Una drástica decisión se cierne; las luces del día van dejando paso a la noche y la visita médica demora su llegar. Ser dueño de la propia vida, aquella que dan los padres y no otorga Dios, afirma Freud, es un asunto privado. Es la hora del final, porque el infierno se siente en la propia boca.