Son las nueve de la noche. Mi hijo recién nacido llora como si no hubiera un mañana. Lleva así dos semanas. Yo lloro con él. No entiendo qué quiere, qué necesita. No estamos durmiendo. No dormir enloquece. Es, quizás, una de las torturas más terribles.
El pediatra nos acaba de decir que vamos a darle un “empujoncito” con fórmula. Palabra prohibida. Me lo dijo despacito, con suavidad.
Le preparamos la mamadera. Se la doy yo, porque soy la madre. Al menos quiero retener el lugar de ser quien lo alimenta. La devora. Y se duerme. Duerme siete horas de corrido, por primera vez desde que nació. “Tranquila Cele. No es veneno”, me dice Facundo. Al día siguiente, es él quien le da la mamadera. Yo miro la escena extrañada, aunque con cierto alivio.
Después vino la catarata de opiniones y comentarios hirientes. La mamafia se encargó de decirme cosas tales como que iba a perder el vínculo y lazo de amor con mi bebé que solo se logra amamantando, hasta recomendarme tirar esa “basura industrializada” y seguir perseverando con la teta, o plantearme que si seguía con la fórmula el nene iba a tener problemas de desarrollo. La santa teta. También hubo quienes, por el contrario, me alojaron. Una ginecóloga me dijo “la maternidad no pasa por amamantar”. Y también recuerdo a una gran amiga, que me encontró dándole la mamadera a escondidas, encerrada en un cuarto, mientras su cumpleaños transcurría afuera. Tenía miedo de las miradas condenatorias, de ser “menos mujer”. Me sacó, literalmente, del closet. Me dijo que ni se me ocurriera esconderme, y me llevó a una mecedora donde ella misma amamantaba a su beba con leche que le salía a chorros de las tetas.
Un tiempo después Florencia Kirchner contaba en una entrevista que le hizo Agustina González Carman para la revista Paco, que había decidido que cuando naciera su hija, no iba a darle la teta. Hablaba de la autonomía de nuestros cuerpos, y la posibilidad de decidir, de la importancia de que la leche de fórmula de calidad fuera un producto de acceso más democrático. Una mala madre completa.
Fue una bocanada de aire. Florencia estaba rompiendo un tabú monstruoso y gigante que pesa sobre las mujeres madres. Y lo hacía con una naturalidad y una seguridad arrebatadoras. Le agradecí por aliviar ese mandato. Cuando alguien que tiene una voz pública se anima a cuestionar y posicionarse en torno a temas tan arraigados en la cultura, ayuda a horadar la piedra y destapar otras miradas que quizás estaban ahí, más solapadas.
Hace unas horas se viralizó el video en el que Laura Di Marco y Viviana Canosa hablan de Florencia Kirchner mientras exponen sus fotos en una pantalla gigante, y se muestran dubitativas de hablar de un “tema tan delicado”, para después meterse de lleno en una conversación en la que aseveran que la “falta de madre”, y de “nutrición materna”, es lo que deriva en una anorexia nerviosa. Falta de madre y de nutrición materna. Una mamushka de malas madres.
El inconsciente bucea en lugares muy profundos. No es casual que Di Marco haya elegido hablar de falta de nutrición materna para referirse a Florencia. No sorprende el ensañamiento ya sistemático con Cristina y su hija, o la falta absoluta de perspectiva de género, de humanidad. Aunque sí me quedaron rebotando estas dos frases. Me interesaron específicamente por todo lo que manifiestan. La madre, más allá de esta madre puntual, se constituye como la mayor responsable del bienestar psíquico y físico de un hijo/a. La madre pulpo, todopoderosa, todoterreno, todo, todo, todo, incondicional, la que solo vive para maternar. ESA es la buena madre. Ese es el mandato por excelencia. Todo lo que esté por fuera son solo arañazos desesperados por alcanzar esa cima, ese trofeo rosado y lleno de corazones brillantes.
A Cristina la construyen como el prototipo de la mala madre. ¿Tan mala madre es? Cuando Florencia la necesitó, entre la dirigenta y la madre, eligió la madre. Cristina paga el pecado de ser la estadista brillante que es, de haber dedicado su vida, como ella misma dice, a la militancia. No le perdonan no haber sido sumisa, obediente y maternal. Cristina barre con eso. Pero, ¿por qué tenemos que elegir? ¿Por qué cuesta hacer convivir estos dos roles?
También necesitamos tiempo. Para cuidar, hacer política, ejercicio físico, estudiar, o simplemente disfrutar del ocio. Otro mal de nuestros tiempos, la sensación de que no podemos no estar haciendo algo en todo momento, o haciendo nada. Si el gran faltante de nuestra época es el tiempo, las que más sufrimos de esa pobreza somos las mujeres y diversidades que cuidamos. Hoy en Argentina, cuidar te empobrece. ¿Qué vamos a hacer con eso?
Integrar el ámbito “productivo” y el “reproductivo”, sin que estén escindidos, sino que sean entendidos como un todo que se retroalimenta, que es dinámico, es quizás uno de los desafíos más grandes que tenemos las mujeres madres, pero también la sociedad en general. Corrernos de la madre pulpo, contar con otros brazos, armar redes, creer verdaderamente en que el cuidado no es responsabilidad nuestra exclusiva, aunque todo indique y nos fuerce a lo contrario, y lograr socializarlo. Porque una distribución igualitaria del cuidado, no solo entre los géneros, sino a nivel comunitario y social, implica sacarnos la carga, dar paso a otros, otras y otres que también pueden y son capaces de dar una mamadera, u ocupar funciones y hacerse presentes sin que seamos siempre nosotras las que tengamos que renunciar a deseos y proyectos personales.
Siempre hay una renuncia, eso es inevitable, el problema es cuánto vamos a resignar, y si lo hacemos por deseo, por voluntad, o porque no nos queda otra alternativa. Es imperioso que como movimiento feminista continuemos con el reclamo de un sistema de cuidados que distribuya más equitativamente las responsabilidades no solo materiales, sino que colabore a transformar a nivel cultural los mandatos y roles que se nos han asignado.
Esas transformaciones no son de la noche a la mañana, seguro serán lentas, y las haremos con pasitos de bebé, pero el horizonte de la igualdad está ahí, esperando que lo alcancemos.