Fotos: Emiliano Palacios

Nuestra época está saturada de palabras. Vivimos en medio de una apabullante inflación verbal, donde el exceso de significante no puede colmar la crisis del sentido. Hace no mucho tiempo, la sola expresión lingüística era capaz de implosionar regímenes autoritarios fundados en el control y la prohibición del discurso. Las dictaduras secuestran y queman libros porque los libros son peligrosos. Las democracias, por el contrario, regulan el uso público del lenguaje a través de la opinión y la corrección política, e incluso obras literarias consideradas en la actualidad canónicas, como el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido de Proust, fueron censuradas o sufrieron el rechazo editorial y el escándalo de la prensa por la simple razón de decir lo indecible. En los países de Europa del Este que estaban bajo la órbita de la Unión Soviética, contar un chiste de resonancias políticas solía ser tomado como más subversivo que una movilización callejera. Durante la vigencia del Decreto 4.161 en Argentina, nombrar a Perón o a Eva llevaba directo a la cárcel. Una serie muy acotada de palabras operaba como punto de fuga del Partido de la Proscripción. Por eso en el momento en el que el pueblo logró formular el “Perón vuelve” de la manera menos clandestina posible y demostró que el Régimen ya no gobernaba la economía de la gramática y la gramática de la economía, las acciones que terminaron por detonarlo se sucedieron una detrás de otra en una cadena sin retorno.

Hoy la situación es radicalmente distinta. El decir está fuera de quicio y el dominio absoluto de las plataformas digitales como mecanismos de comunicación total ha devaluado la palabra política hasta licuarla de todo peso y densidad. En semejante torbellino, las viejas fronteras que las sociedades trazaban entre la razón y la locura, entre la normalidad y la anormalidad o entre lo verdadero y lo falso dejan de surtir efecto y se desdibujan como marcas en la orilla del mar. Se ofertan palabras para el consumo estético o para retroalimentar identidades, no ya para revolucionar las conciencias o abrir posibilidades inéditas en momentos que parecen inconmovibles.

Es que las palabras, lejos de emanar fuerza, se miden en otro patrón, que son las imágenes. Se puede decir cualquier cosa porque se puede mostrar cualquier cosa. El colmo de la manipulación audiovisual a través de la inteligencia artificial casi como un mero entretenimiento es uno de los principales síntomas de esta crisis de valores que legitima la expresión por la expresión misma. Estamos obligados a emitir palabras, a pronunciarnos sobre cada tema, a transparentar lo que pensamos. Que un dirigente político del que esperamos indicaciones guarde silencio durante bastante tiempo produce irritación y ansiedad. El problema es que los tiempos se vuelven cada vez más instantáneos. Para la manía del “ya ya ya”, un estilo como el de Yrigoyen, que hacía del silencio y el esoterismo una vocación, resulta completamente incomprensible. El esoterismo de Milei, a la inversa, está menos en lo que calla que en su frenética exuberancia verbal, en por qué dice las cosas que dice. En sus palabras afloran sus silencios.

La pérdida de autoridad de las palabras es un fenómeno occidental, pero tiene especial relevancia en el proceso político argentino. Milei no ganó las elecciones por encontrar las mejores palabras para explicar una realidad desprovista de encanto y sustancia y proponerle a las grandes mayorías, con esas palabras, un enemigo contra el cual luchar y una vía de mejora en sus condiciones materiales de vida. Nombrar a la casta y celebrar la libertad no fue lo que lo hizo seducir a millones de compatriotas. Porque así como dijo casta y libertad, también dijo en estos últimos años una cantidad de aberraciones con las que muchos de sus votantes están en desacuerdo y que, no obstante, jamás tomaron en serio, porque hay una evidente y ambigua relajación en el decir, donde lo grave y lo irónico se confunden y se reemplazan.

Milei ganó no por la fuerza de las palabras sino por la crisis de las palabras, que en los gobiernos de Macri y Alberto Fernández quedaron divorciadas de las acciones y las realidades y que la última década y media de “periodismo de guerra” degradó hasta la podredumbre. Ganó por lo que mostró, por sus actuaciones y performances, por su histrionismo y sus hipérboles, no por lo que dijo en sentido estricto. De hecho, es un presidente que no resiste archivo. El problema reside justamente en que es apenas una minoría la que cree en lo que dice.

Ganó, en definitiva, más por su posición de enunciación que por sus enunciados morbosos e indignantes. Por llevar a la política las gestualidades y los actos de habla de los periodistas que, en nombre de la libertad de expresión y sin ningún tipo de clemencia, fogonearon el odio y socavaron la democracia para después llorar frente a la más mínima represalia. 

Cuando uno revisa los discursos de Milei, tiene que admitir que son realmente malos y aburridos, además de violentos. Pero el avance de las ultraderechas poco tiene que ver con retóricas luminosas y apasionantes. El culto de la personalidad que practican los libertarios, aunque haga gala de un supuesto saber que Milei condensaría, se centra antes que nada en una imagen adulterada hasta el hartazgo. No es casualidad que sea en el orden de los enunciados donde se manifieste una presunta “autenticidad” (solo verificable en el momento fugaz y repentino de la expresión, que es como se mide la temporalidad hoy), mientras que en el orden de la presentación todo es calculado, administrado y corregido con el fin de lograr un efecto de potencia y virilidad que se contradice con la propia teatralización del poder.

A Milei no le molesta que lo llamen loco por reproducir un habla irracional y delirante. Le molesta que lo vean débil e impotente, porque como presidente es el punto de condensación de una sociedad frágil, que anhela más que nada en el mundo taponar esa fragilidad. Por lo tanto las palabras no lo afectan políticamente—psicológicamente lo hicieron toda la vida—, salvo que reviertan la imagen que su maquinaria expone y se conviertan, entonces, en algo más que palabras.

Y no le afectan porque es un fiel representante del poder económico, que hace años perdió el temor a las palabras, devenidas mercancías que se venden y se compran, que cotizan en visualizaciones, likes o retweets. En el 2019 todavía se podían ganar elecciones con palabras, ante la desazón de un gobierno que había fracasado y produjo una crisis de enorme magnitud. Porque Macri ganó con palabras (las de Lanata) y perdió con realidades que necesitaban otras palabras que las suyas para cambiar de rumbo. La lluvia de inversiones nunca llegó y solo hubo dólares para la fuga, hasta que los mercados le soltaron la mano. Como, en principio, no estaba en discusión el poder, Alberto llegó como el presidente del consenso y el Frente de Todos fue la exacerbación del significante vacío. No ejerció el poder en ningún momento. Simplemente usó su lugar institucional para bloquear el poder de otros, empezando por Cristina. Y no puso límites a los dueños de la Argentina, que cuando ven un gobierno débil se muestran brutales e implacables.

Milei aspira a ser lo contrario de esa impotencia. Porque comprende que la única voz legítima de la época es la de quien demuestra que puede. Macri, con sus códigos mafiosos, reinauguró la persecución política en la Argentina y trastornó el Estado de Derecho a niveles de suma gravedad, pero seguía muy pendiente de las críticas que podía recibir, sobre todo en los foros internacionales. Para fajar jubilados se tenían primero que exhibir algunas toneladas de piedras. Por medio de Patricia Bullrich, Milei se da el “lujo” de fajar jubilados sin más razones que la demostración de fortaleza que cree encontrar en la represión de la protesta y en el hecho de no someter la crueldad a la mirada escrutadora de los otros. Sin intendentes, gobernadores, diputados y senadores propios, sin la misma influencia judicial que tiene Macri, se atreve a promulgar un DNU 70 porque puede, aunque a todas luces sea inconstitucional. Porque ese decreto sintetiza los intereses programáticos del poder. Y es el poder el que define lo que se puede hacer y lo que no.

A veces da la impresión de que Milei es un charlatán que se la pasa todo el día en X, concede entrevistas larguísimas e insoportables a periodistas amigos y, sin embargo, se presenta como alguien que hace sin dudar, frente a la “conversación infinita” de la casta. Alguien que no gobierna parece firme y duro de cara a las expectativas de la sociedad. Solo va, habla y hace su show de economista liberal-libertario en los encuentros empresariales a los que lo invitan. Como en ese escenario no tiene el poder, quiere convencerlos con metáforas poco ingeniosas y tecnicismos abstrusos de que lo mejor es acompañar el rumbo. No entiende que con los ricos las palabras nada valen. Y que a fin de cuentas sólo importará el poder, o sea el dólar, que está completamente fuera de su control y necesita el poder de otros—FMI—para mantenerlo más o menos estable. Como afirma Boris Groys en un extraordinario libro:

“Contra el fracaso económico no se puede argumentar, como tampoco el éxito económico necesita fundamentaciones discursivas adicionales. En el capitalismo, la confirmación o refutación definitiva de la acción humana no es verbal sino económica. No se la expresa con palabras sino en cifras. Y así queda abolida la lengua como tal”.

Milei quiere hablar la lengua secreta del capital, sin comprender que el capitalismo es mudo. Ofrece desregulaciones, baja de impuestos, cepo al salario, disciplinamiento sindical. Aun así, el país está caro, sobreendeudado, el gobierno no hace obra pública y la gente consume poco. Destilarán mucho entusiasmo retórico los empresarios, pero nadie arriesga inversiones de mediano y largo plazo porque se lo pidan o porque llame héroes a los que la “fugan”. En última instancia, Milei quiere gobernar la economía con palabras, como Macri quería gobernarla a través de su apellido y su patrimonio. Palos para los jubilados y palabras para el capital. Pero el capital sólo presta atención y reacciona a las palabras cuando son peronistas o, para ser más precisos, cuando son de Cristina, que es la única dirigenta del país a la que el capital teme, y por eso la proscribieron y la metieron presa.

San José 1111.

En los demás casos mira números y es un hecho que invertía más con Cristina de presidenta, a pesar de sus palabras. Los mercados responden positivamente frente a Milei cuando da muestras de que puede: avasallar derechos o sancionar leyes infames. Le retirarán cualquier tipo de apoyo una vez que quede claro que Milei es impotente. Y lo mismo la sociedad. Solo el gorilismo más rancio quedará obsesionado con las palabras y seguirá viendo caballos atados en la Pirámide de Mayo ante la más tenue victoria popular.

En efecto, no derrotaremos a Milei con palabras ni componiendo nuevas canciones, porque el nudo hoy por hoy no pasa por encontrar las mejores consignas, adaptar el lenguaje o hacer la más precisa caracterización de la etapa. Textos como este se niegan a sí mismos y es parte de la dialéctica de las cosas procurar que así sea. Lo que en verdad importa, sobre todo ahora, es el tema del poder. Porque las palabras necesitan espacios donde puedan encontrarse, algo diferente al totalitarismo tecnolinguístico imperante, donde la gramática del algoritmo ofrece reglas anónimas de circulación y las posibilidades de uso de sus plataformas convierten a las palabras en mecanismos de descarga psíquica y energética.

El verbo descargar no significa más que la negación de la carga, esto es, de la responsabilidad. De manera que al no sustraerse la comunicación del ecosistema mediático-digital, la misma termina operando como un dispositivo de satisfacción inmediata de los malestares del sujeto, que se saca de encima—descarga—la indignación, el enojo o la frustración sin involucrar su cuerpo o participar de procesos colectivos de transformación social. Por otro lado, Milei podrá ser un impresentable, pero casi nadie está exento de haberse mostrado en las redes de las maneras más ridículas y banales que podamos imaginar. Eric Sadin caracteriza este fenómeno como el triunfo de la vanidad sobre la responsabilidad. 

Las redes sociales están llenas de discursos estúpidos, entre otras cosas, porque el mero hecho de opinar a título personal en una red social puede ser entendido como una estupidez. Todos precisamos en esta vida de alguna curación espiritual donde lo que se purga en una catarsis no sirva a los fines de la glorificación visual de uno mismo sino a la transformación de la propia práctica: una ascesis, disciplina o ejercitación que pueda reunirse y potenciarse con otras en espacios cívicos de reunión y amistad por los que sea bueno transitar. En esos términos, la organización política es un lugar inmejorable para tratar el individualismo, porque la expresión del propio punto de vista carece de valor en sí mismo y solo cobra sentido en la medida en que se traduce en una acción colectiva de la que todos y todas somos responsables.

Convengamos que la palabra de Cristina detenta todavía el poder de organizar a muchas personas. A pesar de una década de persecución cruenta y despiadada, a pesar de que la quisieron matar, a pesar de la proscripción judicial, no pudieron callarla ni humillarla. Tuvieron que recurrir a la violencia física y a la coerción del Estado porque con las miles y miles de horas de ataques verbales en los medios de comunicación, no lograron disciplinarla. Tampoco fueron capaces de encerrarla en un penal, de conseguir la foto que Magnetto tanto deseaba, porque poder es que la gente te quiera y hay un pueblo digno que el 18 de junio reventó la Plaza de Mayo para poner un límite. Y recordemos que la convocatoria fue en Plaza de Mayo porque Comodoro Py arrugó ante la caravana multitudinaria que se iba a hacer rumbo a los tribunales. Luego, separando el cuerpo de Cristina de los compañeros y compañeras, creyeron que su palabra se diluiría como cualquier otra. Pero aun con ella ausente y enviando audios de Whatsapp, su palabra electriza y emociona, porque despierta y moviliza nuestra capacidad de acción. 

Donde Cristina no habla, no participa, no convoca, reina la apatía. La apatía no es bronca con la política. Es desafección. Es interpretar que el lenguaje habitual de la política no produce consecuencias, porque ahí no se concentra el poder. Words, words, words, diría Hamlet, que en sus eternas vacilaciones simboliza mejor que nadie la impotencia del presente. El operativo clamor del 2023 “Cristina o nada” no funcionó porque Cristina no lo reconoció. Todas esas palabras no fueron validadas públicamente, y algunas movidas por el capricho se las llevó el viento, dejando solo la nada.

 

Hoy resulta irrelevante gritar “viva la justicia social, carajo” para contrarrestar el “viva la libertad, carajo”, porque hay que hacer justicia social para poder predicarla. Y convengamos que así como la militancia kirchnerista es impasible frente a las palabras rabiosas de Milei—por eso los palos de Bullrich, por eso las detenciones ilegales de compañeras durante la madrugada, por eso la proscripción de Cristina—, nuestras palabras, por sí mismas, son igual de incapaces de provocar la apertura de un mundo nuevo para los millones que se han dejado encandilar o anestesiar por la antipolítica libertaria.

La única manera de conmocionar el statu quo de la oligarquía argentina es mediante un pasaje al acto que no entre dentro de la cuenta de sus posibles. Eso es lo que en efecto pretende reprimir Bullrich y no los chistes sobre los perros del presidente, que podrán alterar su psique pero nunca derrotar al Régimen. De la misma manera en que no funcionó imitar la estrategia de marketing macrista guionada por Durán Barba y Marcos Peña para superar el macrismo, tampoco sirve hoy emplear el lenguaje desinhibido de los libertarios para hacer cambiar de ideas a su electorado. Porque todo lenguaje, una vez más, se consume sin pena ni gloria en la procesadora digital y tiene una vida útil de corta duración para públicos específicos de gustos específicos. Cuando hay palabras que no pueden decirse, las palabras conservan cierto poder. Cuando se puede decir todo y con cualquier tono, las palabras se evaporan. En nuestro país y en el peronismo, solo importa la palabra de Cristina. Por eso es la única que está proscripta. Porque su palabra condensa para los dueños de la Argentina lo que no puede volver a repetirse y para millones de compatriotas abatidos y desesperanzados, la posibilidad de recuperar los años felices. De los demás, poco importan nuestras palabras y mucho nuestras acciones. 

Se necesitan cientos y miles de pasajes al acto para recuperar la capacidad de transformación, y esto se debe a una razón elemental: sólo dominará la época quien pueda lidiar exitosamente con su impotencia. Milei rompió el consenso posibilista del progresismo y la derecha empresarial semidemocrática. Nos corresponde a nosotros y nosotras vencer el consenso posibilista del neoperonismo. Volver a ser transgresores, no como una marca estética, sino como un mecanismo de contagio y empoderamiento. Que el pueblo sea consciente de su poder es la tarea esencial de nuestro tiempo. Pero no será consciente por un esclarecimiento discursivo. Será consciente por la interpelación de una realidad alternativa ya existente, que no se deja amedrentar por el disciplinamiento de la AEA y la Embajada. Que puede hacerse respetar por el poder, hasta quebrarlo y desarticularlo. Que exprese con su sola presencia: tienen el poder y lo van a perder

Por eso será volviendo a calibrar la materialidad de la vida como podremos aquietar esta fiebre verbal que nos tiene tan excitados como vacíos. Solo así devolveremos a las palabras su antiguo prestigio: el de encender fogones en los inviernos más largos y señalar un rumbo cuando todo parece perdido. Porque las palabras gravitan y se encarnan cuando hay cuerpos que las pronuncian con convicción, cuando hay una comunidad que las respalda y un horizonte que las justifica. 

 

Donde primen el egoísmo y la desconfianza, ofrecer la acción solidaria que simplemente da. Donde primen la farsa y la vanidad, ofrecer la acción humilde y compartida que no precisa de cámaras y montajes. Donde primen la impotencia y la cultura del “no se puede”, ofrecer la acción decidida y valiente, que no pide permiso. Donde primen la desigualdad, el cinismo y la impunidad, ofrecer la acción justa, que ponga cada cosa en su lugar y permita que las palabras todavía signifiquen algo.

Solo así, conjugando la palabra con el coraje y el compromiso, la ira con la memoria de lo que somos y el cuidado de lo que queremos seguir siendo, el voluntarismo con la organización, la lealtad a la conducción de Cristina con el sacrificio militante por recuperar su libertad, que es la libertad de la Patria, podremos decir que no nos resignamos a ser testigos pasivos y consumidores indignados de la catástrofe. Que cuando todo parece desvanecerse, supimos encender la llama de una Argentina distinta. Un pequeño fuego que alumbra y se obstina en mantenerse prendido, ya ha superado la oscuridad y brilla para siempre.