Colaboró en el armado de la nota: Mariana Zalazar

El primer problema que tuvo Lidia por ser peronista fue a sus doce años, en séptimo grado. Corría 1952: “Mi maestra era contrera. Se llamaba Aidé Parisina, nunca me olvidé su nombre. Cuando murió Evita, la mina lo festejó delante de todos. Y yo afuera del aula, dije: ‘a ésta habría que denunciarla’, y el sátrapa del portero se lo contó, pero ella se la aguantó, no me dijo nada, hasta que el día que me entregó el boletín del mes, vimos que me había puesto todo 4. Si ella hubiese seguido en la escuela, yo hubiese repetido el grado.  Mi mamá fue a pedirle explicaciones a la escuela y luego de algunos idas y vueltas, la mina terminó renunciando”.

La escuela quedaba en Lanús, allí vivía junto a sus padres, pero Lidia había nacido en 1939 en la Maternidad Sardá, en Parque Patricios, cuando su familia vivía en Barracas. En su casa idolatraban a Yrigoyen pero con la irrupción de Perón, unos años después, la filiación política estaría determinada para siempre: peronistas.

El sol ingresa desde la calle Larrazabal y baña con un color dorado los mosaicos del piso del buffet del Club Pampero, en Villa Lugano. Es un día hábil, pero el local está cerrado, porque quienes tienen a su cargo la concesión se tomaron unos días de vacaciones. Aún así, nosotros ocupamos una de las mesitas de madera. En el salón, las palabras retumban contra las paredes y rebotan contra el techo alto, y desde la arteria que conecta la Autopista Dellepiane con la avenida Riestra, llega el sonido nervioso de los coches, utilitarios y una línea de colectivos.

Lidia está abrigada con una campera marrón y lleva una bufanda verde anudada al cuello. Sus ojos claros se mueven atentos, lúcidos, atrás de unos grandes anteojos de marco marrón, y tiene una cabellera de pelo rubio y fino que le llega hasta los hombros. Sigue hablando de su infancia y adolescencia.

El secundario también lo hizo en Lanús, pero la Revolución Libertadora lo disolvió, entonces de jovencita comenzó a ejercer un oficio que la habían enviado a aprender en casa, al igual que otras miles de mujeres de la época: dactilografía (la otra disciplina era Corte y confección, que sus padres también se ocuparon de que aprenda). “Me recibí con 45 palabras por minuto”, recuerda.

¿Te serviría aquel aprendizaje?

“Más vale”, dice convencida, en referencia a su vida laboral, a partir de la década del 70, pero antes hay que realizar un repaso de sus años de juventud, nada fáciles.

Se casó a los 21 años, el 15 de diciembre de 1961, con un pibe que la encandiló en los bailes que se realizaban en el Club Atlético Lanús. Tuvieron dos hijos, y luego de algunos años, tres verdades irrefutables la convencieron de que debía separarse: al tipo no le gustaba laburar, su madre no la quería porque no era judía –y sus hijos tampoco-, y empezó a sufrir violencia física. Se separó en 1973. Durante ocho años vivieron en Caleta Olivia, Santa Cruz, porque su suegra se mudó allá, y el hijo trabajaba para ella. Fue el suegro, una especie de segundo padre –aclara- quien la contuvo, y le daba dinero para que pueda alimentar a los dos chicos.

“Después de que Néstor fue gobernador, el lugar es un paraíso, pero en aquel momento no teníamos agua, asfalto, ni carne. Las milanesas eran de mortadela”, recuerda.

Un día le dijo al marido que se volvía, que no quería vivir más allá. Y que aparte iba a buscar trabajo, porque en la casa alguien tenía que parar la olla. El otro se victimizó, y amenazó con cortarse las venas; ella entonces, harta de sus manejos, lo indujo a que lo hiciese. El ex se cortó para lastimarse, no para desangrarse. Se volvieron, y asentaron en Longchamps, al sur del conurbano bonaerense. Un día se empilchó y fue al centro a buscar trabajo, luego de escuchar algunos anuncios lobrales en Radio El Mundo.

85 añitos, y una vitalidad notable.

Lidia hace un parate en Evita, su recuerdo y obra política y social, luego de apreciar el cuadrito que tiene frente a sus ojos, colgado en la pared, en el que la Abanderada de los Humildes estrecha la mano de un jugador de fútbol.

“La primera vez que hubo pan dulce y sidra en mi casa para una navidad, la recibimos de ella. Ibas, hacías la cola. Ella me los dio en la mano, y aparte me dio un beso en la frente. Por eso te digo que Evita me emociona”, dice y señala la foto con la mano en la que retiene un pedazo de sándwich de vacío que compramos hace un ratito en la zona porque no se pudo almorzar en el buffet. “Si ibas a Plaza de Mayo, donde está la Legislatura ahora, ella vivía metida ahí. Tenía sus oficinas siempre llenas de gente, a las que les daba la máquina de coser u otra cosa”, y remarca la que compró su padre con el primer aguinaldo que cobró gracias a los derechos adquiridos durante los gobiernos de Perón y Eva. “Todavía la tengo, como adorno, en casa”, advierte. Y aporta otro recuerdo: “Cuando asumió Perón, ella ya estaba grave. Cuando hizo el trayecto desde el Congreso a la Casa de Gobierno,  iba en un coche descapotable, de pie, y a ella le habían hecho un soporte de madera para sostenerla. Con mi papá y mi hermano nos sentamos en las columnas grandes que tiene el Banco Nación, frente a la plaza. Ahí fue la última vez que la vi con vida”.

Le mete un bocado al sándwich -se tapa la boca-, y unos segundos después, vuelve al día en el que encontró trabajo.

En el centro porteño, la fortuna estuvo de su lado. En una cola llena de chicas como ella que buscaban trabajo, una le pasó una dirección, y le dijo que se presentase ahí. Eran las oficinas del gremio de los municipales. Corría el verano de 1973. Le preguntaron qué sabía hacer, y le dijo que no había terminado el colegio, porque los milicos lo habían disuelto, pero que era dactilógrafa. Un mes después la probaron y a los pocos días empezó a trabajar en las playas de estacionamiento municipal que se extendía entre el Ministerio de Desarrollo Social y la calle Viamonte. Ya gobernaba Héctor Cámpora y la Juventud Peronista tocaba el cielo con las manos. Un tiempo después, Perón asumiría su tercer gobierno. Primero trabajó como playera, y luego, como cajera.

Un tiempo después del golpe del 24 de marzo de 1976, Lidia comenzó a trabajar, siempre de la mano del gremio, al Consejo de Planificación Urbana, que los militares disolverían en 1978. ‘Y ahora qué hago, le preguntó a los jefes. ‘Quedate tranquila que ya tenés lugar donde ir: Rentas’.

“En Rentas hice toda mi carrera, hasta que me dieron la baja en 2007. Hice entrar a mi hijo Carlos y a uno de mis nietos, en noviembre del 2004, un tiempito antes de la tragedia de Cromañon”, cuenta, y se vuelve a tapar la boca para hincarle los dientes al sándwich. “No se rían”, pide, cuando se produce un silencio: “me tengo que tapar por que se me sale la dentadura postiza”. Luego de bajar el pan y la carne con un vaso de agua, detalla que en el gremio fue muy amiga de la hermana de Amadeo Genta, el secretario general histórico del sindicato municipal.

A Lidia hay que hablarle fuerte, y mirándola de frente, porque por momentos no escucha ni con los audífonos que lleva puestos en ambas orejas.

Mariana, militante de la comuna, y Lidia, en un parate de la entrevista en el Club Pampero de Lugano.

¿Te volviste a casar o a ponerte en pareja?

“No me volví a casar, pero sí tuve parejas, aunque vos en tu casa y yo en la mía. Siempre fue así. Hubo uno, bancario. Muy buen tipo, con el que estuve once años”.

Pero siempre vos en tu casa y yo en la mía.

“Claro”

¿Esto fue así por tu experiencia con tu ex marido?

“Más vale”.

¿En qué año venís a vivir a Lugano?

“El 24 de diciembre de 1980”, afirma, “¿y sabés por qué me acuerdo bien?”, pregunta, “gracias a mi peluquera. Ese día terminamos de hacer la mudanza y yo me veía hecha un asco. Me vestí, no conocía nada, y salí a la calle a preguntar dónde había una peluquería. Me mandaron al barrio viejo. Y sigo yendo ahí; ella se acuerda desde el primer día”.

Lidia sigue siendo una coqueta, y mismo lleva el pelo arreglado. Ahora camina con dificultad porque la mordió un perro, pero si no fuera por eso, cada quince días va a arreglarse a la peluquería de toda la vida.

¿Cuándo arranca tu participación en la Unidad Básica (UB) Hacha y Tiza, acá en Lugano?

“2012, aproximadamente”, recuerda, y agrega que “mi aporte siempre tuvo que ver con el arreglo y la limpieza de la básica”.

Por iniciativa propia, Lidia compraba tachos de basura, rollos de cocina, productos de limpieza. Luego de una reunión, lavaba los vasos, platos, cubiertos, pasaba un trapo por la mesa, alguna veces barría y hasta trapeaba los pisos. Los más pibes le decían que no hacía falta, pero ella no les daba bolilla, seguía en la suya, segura de que esa era tu tarea, su aporte a la construcción política que realizaba ese grupo de pibes y pibas –y también algunos adultos- en el barrio, en la calle Somellera, frente a la estación de Lugano de la línea Belgrano Sur.

La más vieja de las militantes tenía debilidad por un par de compañeros, que eran los que la solían escuchar en un mano a mano que muchas veces incluía asuntos de la vida diaria, atravesada por los problemas que tenemos todos, o alguno muy severo, que dentro del pecho se puede tornar insoportable, como la muerte de su nieto, hijo menor de su hijo Carlos, en un accidente de tránsito.

Lidia siempre fue muy cercana, e incluso amiga, del grupo de compañeros y compañeras adultas que se autobautizaron como “los viejos”, o “El Pami”, en especial de la madre de una de las referentes de la UB, que falleció el año pasado por un problema de salud. A Lidia la sacaron del grupo de Watsap de la básica para que no se enterase de aquel tristísimo e inesperado fallecimiento.

La entusiasta militancia de Hacha y Tiza, hace algunos años, y Lidia, cien por ciento peruca.

Su hijo Carlos también milita en Hacha y Tiza.

“Ahora hace un montón que no voy a la básica porque ando mal de salud”, cuenta, y asegura: “estoy segura de debe haber una mugre que ni te cuento”. La UB ya no está frente a la estación, sino la calle Santander, a unas cuatro cuadras de la Villa 15. Recuerda que “el baño estaba negro, y una tarde, antes de ir para allá, pasé por la ferretería y compré ácido muriático. Cuando me ponga mejor voy a comprar pintura para pintar la pileta”, asegura.

A pesar de su edad, y de vivir tan lejos del centro de la Ciudad, se sumó a muchas de las marchas, movilizaciones, actos y actividades que La Cámpora realizó en el centro porteño, o en otros puntos de CABA, ya sea durante el segundo gobierno de Cristina, tiempos de encuentros festivos, celebratorios, o en clave resistencia mientras gobernó Cambiemos. Durante la pandemia estuvo guardada en casa, como la mayor parte del pueblo argentino, y ni bien se pudo volver a la calle, a los ámbitos de militancia, allí estuvo otra vez, con su fuerza, humor, calidez y también una boca de la que salen muchos insultos, en general festejados con risas por sus compañeros y compañeras de la UB.

“Yo siempre digo lo mismo”, subraya: “yo no me hago la santa, y digo las cosas como son. Si caen bien, bien, y si caen mal, lo lamento.”

Una persona ingresa al buffet, y al ver el salón y la barra desierta, vacila, y con ojos interrogantes consulta si está cerrado. Le contamos que los dueños están de vacaciones. El hombre se resigna, y sale raudo a buscar otra opción para almorzar.

Lidia habla de su participación en las movilizaciones kirchneristas.

“Yo mandaba mensajito preguntando dónde estaban los chicos. Cristian –hoy responsable comunal de la organización- me preguntaba en qué calle y número exacto me encontraba yo, me decía ‘ahí te quedás parada’, y me venía a buscar. Siempre fue así. Por eso siempre digo que es mi preferido”.

Cristian, atrás, su hijo Carlos, reclinado hacia adelante y con el pantalón de Boca, y el resto de los crxs de Hacha y Tiza, en la campaña electoral del 2023.

El mismo Cristian es el que nos abrió hace un rato el buffet para hacer la entrevista. Estuvo un rato junto a nosotros, nos dio las indicaciones para cerrar la puerta de ingreso una vez que terminásemos, y salió disparado para la cancha de fútbol del club, que queda a unas pocas cuadras. “Estamos aprovechando las vacaciones de invierno para terminar unas obras en el predio”, nos explicó el presidente del club.

Sí, desde hace un año y medio, él preside la institución, luego de haber ingresado al club junto a un grupo de compañeros de Hacha y Tiza para hacer allí trabajo social y político, no solo con los socios del club, sino con la comunidad del barrio. La gestión estaba casi abandonada, el club desolado, alguien propuso ir a trabajar allí, y ahora los resultados están a la vista, tanto en la sede social, como en la cancha donde más de cien pibes juegan en varias categorías del futbol de salón.

¿Qué significaron para vos en términos políticos los años de Néstor y Cristina?

“Lo mejor”, asegura, y se pone a buscar una foto en el celular.

¿Qué edad tenés?

“58”, contesta, y dice, con una dulce cuota de picardía entre los labios: “vos sos inteligente,  entonces lo sabés dar vuelta”.

Su hijo Carlos es uno de los compañeros que organiza la olla popular para los vecinos de la zona, y también uno de los que militan en el Pampero. Peronista desde la cuna, como la madre, y portador de una identidad política y sensibilidad en lo social que lo pone en movimiento de acá para allá a pesar de sus más de sesenta años.

Lidia nos muestra la foto del celular: se está abrazando con Cristina.

¿Querés contar la historia de esa imagen?

“Eso fue dos días antes de que la quisiera matar. Yo fui sola, y allá busqué y luego encontré a los chicos de la básica. Estaban todos amontonados en la puerta del departamento de Cristina. Entonces yo apoyé sobre pared, ahí en el ingreso, y me dijeron ‘ni se te ocurra tocarle un dedo cuando llegue’. Pasó el tiempo, y yo ya no daba más de estar parada. Entonces uno de ellos me trajo un cajón de la verdulería de la esquina y me sentó ahí. ‘Ni un dedo le tocás’, me volvieron a repetir”.

“Entonces ella llegó, se bajó del coche, pero no vino para la puerta del departamento. Se metió entre la gente, se abrazó con todos, era todo pendejada, la única vieja era yo. En un momento enfiló hacia una chica que estaba con un bebé, justo enfrente mío. Después que habla con la chica, me ve a mí sentada en el cajón, y viene hacia mí. Me besó, me abrazó. Me hablaba. Y yo lloraba, era lo único que pude hacer”.

¿Por qué estabas tan emocionada?

“Por estar con ella. Para mí fue un momento único. En un momento ella me dice: ‘¿y vos no me decís nada?’, y al escuchar esas palabras, la miré y le dije: ‘sí, te amo’, y ella se puso a llorar conmigo. Luego me dio un abrazo muy fuerte, y se metió en el departamento. Es un recuerdo que no me puedo sacar de la cabeza”.

La imagen del intercambio de palabras,  y el largo abrazo, quedó inmortalizado en una transmisión televisiva de C5N. Toda la atención política y mediática estaba centrada en el departamento de la calle Juncal, en la esquina con Uruguay, donde la militancia había montado una guardia de 24 horas, para cuidar a la entonces vicepresidenta, en el marco de la campaña que sufría en su contra, en especial, a partir de la farsa del juicio por la obra pública en Santa Cruz.

El abrazo con Lidia fue icónico en cuanto al amor del pueblo que por esas horas se expresaba en el barrio históricamente más gorila de la Ciudad de Buenos Aires: Recoleta.

Lidia junto a Cristina, en la puerta de su departamento de Recoleta. Inolvidable.

¿Cuál fue la última marcha a la que fuiste?

“Fui a la del 24 de marzo, y con la remera de La Cámpora. Fui a Callao y Santa Fe. No sé quién carajo me vio, me sacó foto y se la mandó a Carlos, no sabés la podrida que se me armó”, reconoce. “Cuando llegamos a Diagonal, me tomé el subte porque ya no aguantaba más”.

Es entendible: Lidia, aparte de tener la pierna hinchada por la mordida de un perro (luego de la entrevista la llevaríamos al Centro de Salud del Barrio Piedrabuena, para que la revisen), tiene reuma, insuficiencia renal, arritmia y várices.

¿Te queda algo por hacer en tu vida? ¿Estás conforme?

“Estoy conforme con todo lo que hice en mi vida, sí. Porque pude criar a mis hijos sola, aunque me costó huevo. A Carlos y Alberto, cuando tendrían 11 o 12 años, los puse en un colegio nuevo. Mi mamá empezaba a estar mal, y no me los podía cuidar. Y yo dije ‘¿qué hago ahora?, si yo voy a trabajar ¿cómo hago?’. Yo vivía en Longchamps, los puse en un colegio que iban de lunes a viernes, re contra caro, hasta con pileta de natación. Un día le dije a Carlos que yo a veces sentía remordimiento por eso y él me dice ‘mami, no sientas remordimiento porque los pibes del barrio con los que nosotros nos estábamos criando, terminaron todos muy mal’. Pero viste a vos te queda esa cosa como que te sentís culpable de cosas que hacés”.

Les diste amor y los hiciste peronistas.

“E hinchas de Boca”.

¿Seguís viviendo en la casa de Lugano que te compraste allá en los ‘80?

“Claro. Pola y Hubac, a una cuadra de Eva Perón. Hay dos timbres, pero no escucho ninguno de los dos”.