Por Leonardo Killian
Ser amigo de un montajista de cine tiene sus ventajas. Haber estado frente a la moviola durante horas repasando mil veces las melancólicas escenas del velatorio de Evita me devolvió el gusto, que creía perdido, por las 'tijeras poéticas'.
Con Jorge habíamos comenzado juntos la carrera de cine y, también juntos, descubrimos las emociones incomparables del manejo de cámara, cortes, fundidos, travellings y las hazañas en el manejo de las pesadas Bolex.
Junto a otros compañeros, nos pasábamos las noches de cine en cine, llenándonos los ojos de fellinis y godards, de kurosawas y de einsesteins, con análisis y discusiones que seguían en los bares. Nuestro inofensivo mundo de la bohemia estudiantil que Videla terminó con un corte ortodoxo.
La facu, La Plata y ese mundo fueron desde entonces el pasado, del que me alejé y que sin embargo, se me apareció de repente en la esquina de los laboratorios Alex. Un Jorge casi idéntico al que vivía en mi memoria con tres latas de película bajo el brazo mientras se acomodaba sus anteojos de miope para mirarme con su eterna expresión de sorpresa infantil. Hacía más de veinte años nos habíamos abrazado frente a la facultad sabiendo que los años negros llegaban para quedarse.
Y así fue nomás; nos perdimos el rastro y, mientras yo me dediqué a sobrevivir con el taller, el flaco y alto Jorge siguió tozudamente en el mundo del cine. Hacía publicidad o lo que saliera, como este documental que estaba montando para un canal de televisión de Canadá, y para el que le habían conseguido una enorme masa de material de archivo. Desde los noticieros locales hasta sorprendentes tomas en color hecha por la por entonces naciente TV norteamericana.
Por supuesto que no pude evitar la tentación y, fueron varias las tardes en que lo acompañaba en el aburrido laburo de mirar y compaginar, de adelantar, retroceder y congelar imágenes que, aunque vistas hasta el hartazgo, no dejaban de conmovernos.
Fueron semanas en que no veía la hora de cerrar el negocio para irme con el flaco, cebarle mate frente a la moviola mientras no parábamos de contarnos todo lo pasado en estos años. Minas, libros, discos, viajes, canas, rajes y cine a borbotones. Nos pusimos al día y nos pasamos todos los datos y chismes de amigos y enemigos comunes, de ex parejas y de las que nunca lo fueron; la vida, que en esos años amargos no había parado de latir.
Viendo durante horas a esas caras entristecidas, anónimos filmados por otros anónimos, recordé de repente que también algo mío me vinculaba a esas melancólicas figuras.
En ese frío y lluvioso invierno del 52 yo tenía unos meses de vida y mi vieja, no teniendo con quien dejarme, o tal vez para que no se supiera, me llevó con ella a despedir a la Eva. Mi papá, rabioso gorila, nunca le perdonó haberme sometido a esa garúa inclemente que, según el, me provocara meses mas tarde una tos convulsa que me llevó a estar una semana en el hospital.
Lo llamativo de esta historia familiar es que mi madre jamás había tenido, ni lo tuvo después, ningún vínculo con el peronismo. Mi padre y mis tíos festejaron la llegada de la Libertadora y sé que, durante mucho tiempo no se dirigieron la palabra por este tema.
Cuando mi vieja falleció, yo estaba en Chile por una cuestión de trabajo así que, al llegar a Buenos Aires ya era un montón de cenizas. Una tarde mi viejo nos llamó y, junto a mi hermano nos repartimos algunas cosas que le habían pertenecido. Allí descubrimos un ejemplar de La Nación y recortes de otros diarios que mostraban las fotos y crónicas del fúnebre cortejo. Entre las hojas amarillentas había un clavel blanco que yo relacioné con ese lejano día de julio, casi cincuenta años atrás. La flor, reseca y cachuza, estaba entre unas fotos muy borrosas; en una de ellas se veía marcado con lápiz una figura de mujer con un tapado a cuadros y con un chico en brazos. La lupa no ayudó mucho pero, seguramente se trataba de nosotros.
No me costó mucho convencer al flaco para que me dejara revisar el material y, después de un par de noches frente a la moviola me descubrí. Eran unos pocos cuadros en un plano general, pero se podía ver el inconfundible tapado de mi mami. Me llevaba envuelto en pañoletas junto a otros miles (un millón diría Democracia) que, de puro agradecidos, querían acercarse a despedir a la santita.
Congelé la imagen, bastante difusa, acerque la lupa y si, allí estábamos. Tiré la butaca hacia atrás, llené mi pipa y empecé a fumar sin sacar los ojos de la pequeña pantalla. Lo llamé a Jorge, le conté del hallazgo y aproveché para pedirle una copia en video. El flaco, siempre ocurrente y jodón me gritaba no sé qué cosa sobre mis genes, ya que en esa misma esquina que yo tenía en la pantalla, veinte años después, pasaría en medio de un océano de banderas hacia la Plaza para ver, casi de prepo, al tío presidente.
Colgué, vacié la pipa y me volví a la moviola para marcar la copia y guardarla en la lata. Lástima no poder mostrárselo a la vieja que, en un plano medio, ahora levantaba un clavel y lo colocaba entre mis manos, y, en un primer plano, ya mas claro, miraba hacia cámara y me sonreía, besaba a ese que fui y me saludaba; desde ese julio del 52, frío y desangelado. Me miraban mientras pasaban a un plano general donde las imágenes volvían a ser difusas.
Ellos, nosotros, volvían para confundirse con la gente, con los pañuelos, con la garúa, con el pasado…