“Los Padres Terribles” (“Les Parents Terribles”) es una obra de teatro del escritor francés Jean Cocteau, estrenada en 1938. Prueba insoslayable de la vigencia que ostenta la precursora mirada del multidisciplinar artista, una remozada versión, autoría de Daniel Veronese, se exhibe en la clásica sala porteña Caras y Caretas.
Una pareja de mediana edad comparte un pequeño departamento con su hijo de veintidós años, Michel, y con Leonor, la hermana solterona. Él es Ivo, un hombre recluido, insulino dependiente y extremadamente posesivo con su único hijo, a quien confronta luego de una prolongada trasnochada. Sus desbordadas manías de padre lo vuelven controlador en extremo e incapaz de acometer un mínimo gesto de autocrítica. Para él, los actos más cotidianos se inscriben en la total falta de amor y comprensión, en un ejercicio de sobreprotección tal que no permitirá que el primogénito se aleje lo suficiente de sus brazos. Ella es Andrea, su compañera de vida, una mujer asfixiada por la rutina de sus días. En busca de excusas que mitiguen su sentimiento de culpa, oculta un secreto que será un desencadenante clave de la trama. Un secreto que la desvela y del cual se siente incapaz de renunciar.
El joven muchacho, por su parte, busca la permanente aceptación de sus mayores, al tiempo que su existencia ha cambiado repentinamente: acaba de descubrir a un gran amor. Contrario a su intención y para mayor desconsuelo, sus padres intentarán, de modo hostil, impedir dicha relación. No tardaremos en dilucidar cuáles son los motivos que esconde este accionar, no obstante, no es conveniente abundar en detalles. Leonor, por su parte, ha postergado sus propios deseos para asumir la ceremoniosa gestión de equilibrio sobre un núcleo familiar disfuncional por donde se lo mire. La triste y solitaria tía trama, acomoda y arregla aquello que los demás no pueden. Es alguien que alguna vez supo tener una vida propia, pero hoy padece la cruel postergación a través de la realización de otros. No obstante, tras su razonable proceder se esconde una intención fríamente calculada: nada que ocurra bajo techo quede a fuera de su alcance. Para ello, no teme asumir el rol de cerebro de una organización familiar deteriorada, y cuyo rumbo ha sido puesto en manos de dos padres sumamente particulares. Acaso la antítesis de un modo de proceder socialmente aceptable.
Conviene no revelar el devenir de ciertos acontecimientos, pero se adelantará que, dentro de la dinámica familiar, las mentiras y la especulación se encuentran a la orden del día. Una serie de vínculos viciados nos convertirá en partícipes pasivos de perversiones, disputas, infidelidades y chantajes. Los lazos se han contaminado, los celos envenenan la sangre y la traición adquiere un nombre inesperado: Madeleine. A lo largo de una intensa hora de duración, este relato amoral no escatimará en dosis de intriga y dramatismo, evidenciando los intereses cruzados que involucran al entramado familiar. Dentro de las cuatro paredes de un hogar que, literalmente, se derrumba se ponen de manifiesto una agobiante consecución de patologías y conductas enfermizas: la hipocresía ha deshumanizado el tejido familiar y lo más terrible es qué clase de padres se ha engendrado.
La obra transforma el material original, sin perder su esencia ni abandonar el tono ácido de su referente originario. El público se vuelve cómplice inmediato de esta ausencia total de criterio y mesura: el engaño, los celos y otras desgracias son moneda corriente. La victimización para tener el control de la situación no conocerá límites; tampoco los daños colaterales de llevar una doble vida. Entre risas se pergeñan maldades, porque lo peor puede suceder en las mejores familias. Puertas adentro, en la convivencia abundan gritos, amenazas y portazos, pero escasea contención. La estridencia es visibilizada para graficar lo exacerbado de los sentimientos. No debería llamar nuestra atención que las muestras de cariño y de violencia se repartan en símiles proporciones. Y con espesura.
Dentro del registro del grotesco y con toques de vodevil, un autor referente de nuestra escena como Veronese reescribe un magnífico melodrama de folletín, inteligentemente invirtiendo los roles de padre y madre del material original. Con agudeza, “Los Padres Terribles” exhibe el patetismo, el egoísmo y la necedad imperante. Ninguno de los involucrados en este frenético desajuste emocional parece ajeno a la carencia de cordura, esclavizados por el amor o por el odio. Y quizás, lo más terrible sea el modo en que la enfermedad se deba de erradicar, inclusive coqueteando con la idea del parricidio.
Un brillante elenco, compuesto por Luis Ziembrowski, Ana Garibaldi, Ana Katz, Sofía Gala Castiglione y Max Suen, brinda, en lo individual y en conjunto, inmensas actuaciones, constituyendo un sostén primordial de esta exitosa propuesta, galardonada con múltiples nominaciones a los Premios ACE 2023.
Artista ecléctico, enfant terrible y afín al surrealismo, Cocteau firmó en “Los Padres Terribles” una de sus obras más destacadas, llevando a cabo una exitosa transición al terreno cinematográfico, en 1938. Lo disruptivo de sus formas describe a la perfección la búsqueda estética elegida en esta celebrada, arriesgada y autóctona adaptación. Sin concesiones, el texto se permite bordear la locura que caracteriza, de pies a cabeza, a sus patéticos protagonistas, de cara a un desenlace en absoluto conciliador. De esos que hacen dar vuelta la cabeza, cuando los ojos ya no pueden ver. Cuando ya no queda daño por hacer, y algo parecido a un tenso silencio reina en la casa. Porque por mera acción de sustracción, el nuevo orden se ha establecido.