Por Daniel Mundo
Leí de corrido los dos libros que la editorial Qeja publicó de Luciano Lutereau: El psicoanálisis no es un trabajo y El psicoanálisis es un diálogo de mujeres. Fue un viaje apasionante, en varios sentidos. El primero, porque no le llevó más que unas pocas páginas al narrador hacerme sentir culpable y obligarme a revisar mi actitud de radical rechazo al psicoanálisis. Pensaba que eso no iba a volver a suceder. La gente se equivoca a veces. Pensaba que no iba a volver a creer en esa religión del siglo XX. Luciano removió este rechazo.
No quiero escribir “la prosa rizomática” de Lutereau, porque no voy a hablar con tecnicismos (Deleuze tuvo la “mala” suerte de inventar un montón de conceptos técnicos exitosos), pero si me apuran diría que es una escritura espiralada que va llevando al lector por los carriles de argumentos encrespados, una experiencia semejante a la que sentíamos cuando subíamos a esos juegos de feria como la vuelta al mundo. Solo que acá el paseo no es alocado, subiendo y bajando, provocando terrores y risas, como sucedía en aquellos juegos, sino muy tranquilo y gratificante. Un gran viaje. Lo van hilando los recuerdos de anécdotas de pacientes, supervisiones o el comentario de algunos casos.
La narración de los casos es muy importante. Los casos también. Los casos son muy triviales. Luciano lo dice al principio de El psicoanálisis no es un trabajo: los hechos pueden pasar desapercibidos en la vorágine de lo cotidiano, son insignificantes, y sin embargo, con un abracadabra hermenéutico del análisis, los hechos se convierten en casos que dan mucho que pensar. No es fácil hacer esto. Me hizo acordar a la famosa consigna de Aby Warburg: “Dios se oculta en los detalles”. Los detalles son triviales, cosas comunes, no Grandes Eventos. Luciano lo demuestra con hechos.
Acompañando esta gran capacidad de extraer de lo cotidiano significaciones traumáticas para nada evidentes, los libros de Luciano explican con mucha facilidad y amenidad cuestiones elementales que a veces no termino de entender. Cualquiera diría: si no entendiste una oración pueden pasar dos cosas: o fracasaste vos en la lectura, o fracasó el narrador que no se hizo entender. El tema es que hace años que yo vengo repitiendo que ya no podemos seguir entendiéndolo todo. Un racionalista diría: ah, bueno, volvemos a la religión. Yo diría: entramos en otras derivas interpretativas. En estas derivas es en las que se introduce Luciano.
Me pareció muy significativo que cuando Luciano se sustrajo de los dispositivos de interpretación y de supervisión, y se atrevió a generalizar una experiencia como síntoma social, esta experiencia provino de la tele: “el modo de pensamiento generalizado se parece más bien al periodismo sensacionalista … Somos todos panelistas de un programa de chimentos”. Por lo menos dos rasgos, sostiene Lutereau en El psicoanálisis es un diálogo de mujeres, caracterizan a este modo de pensamiento contemporáneo: la búsqueda enloquecida de hechos, y la queja permanente. Tal cual. El estado de ánimo concomitante es la frustración. ¡Nos frustramos hasta estando de vacaciones! Tan solo haría una pequeña digresión: puede ser que estemos cazando hechos como locos, porque de hecho su realidad se nos sustrajo.
En la década del 90, cuando la televisión por cable recién se estrenaba en el país, se decía que si no aparecía en la tele, el hecho no existía. Muchas veces cuando vemos un accidente tremendo en la calle, corremos a prender la tele a ver si aparece, como si necesitáramos constatar ahí que lo que vimos no fue una alucinación. Cuando sucede esto, nos veamos o no a nosotros mismos en la pantalla, una chispa de alegría reconforta nuestro ser. Por una vez estuvimos cerca de la realidad. No sé si se buscan hechos. De hecho, los hechos ya no importan, lo que se busca e importa es la verdad. Puede ser que el concepto periodístico de verdad se solape sobre el de hecho, y se confundan. La filosofía también había llegado a esta conclusión. Solo que para la filosofía esta verdad no es enunciable, no puede poseerse ni esgrimirse. Lo que hace el periodismo es distorsionar el hecho hasta lograr que éste se amolde a la verdad. Nosotros lo consumimos como noticias.
El intérprete ocupa un lugar muy importante en estos libros. Pero ¿quién es el intérprete? ¿Luciano? ¿O el analista (con minúscula)? Para él, el analista se separa hasta tal punto de la persona real que ésta puede decir que no le molesta que el analizado conozca intimidades de su vida. Es muy bueno este giro que rompe algo del gran misterio del psicoanálisis, para el cual el analista debía aparecer impoluto, sin fallas y con la Tabla de la Ley en la mano. Yo conozco este giro porque me analicé durante años con alguien que practicaba este tipo de terapia. Terminé siendo amigo de mi analista. Nos juntamos a cenar. Vino a vacacionar a mi casa, etc. No sé si es la misma terapia la que practican ambos, pero percibo cosas que se repiten. El objetivo es “humanizar al analista”. El analista no es Dios. No hay que esperar la verdad en su palabra. Luciano da muchas otras características del analista que lo convierten en alguien del cual uno sería amigo. Pero ¿podés ser amigo del analista? ¿Padres e hijos pueden ser amigos? No digo que Luciano diga esto, para nada. Ni tampoco digo que el analista sea un Padre. Luciano es muy riguroso. Lo que me pregunto es esto: ¿quién escribe? ¿Luciano o el analista? ¿No son el mismo, acaso?
Y no, no pueden ser el mismo. Por un lado, pareciera que sí, que tal vez lo que Luciano quiere decir es que el analista es como un plomero (utiliza un par de veces el ejemplo del plomero), pero a la vez defiende la techné del psicoanálisis con una maestría espectacular, haciendo, como dije recién, de hechos anodinos constelaciones de sentido. Pero la pregunta insiste: ¿es o no es Luciano el que escribe? No lo sé. Tampoco sé si Luciano lo sabe o se lo preguntó. Me imagino que sí. Es poeta, escritor, editor, filósofo, psicoanalista, todos esos Lucianos que es trabajan con lo mismo: la palabra y sus desdoblamientos. Sin embargo, ¿quién escribe?
Luciano le da mucha importancia a la supervisión del analista. Muchas de las anécdotas de las que parte su interpretación provienen de ahí. La supervisión es la sesión de análisis del analista. No de la persona. Por ende, por acá veo que el desdoblamiento se mantiene. El analista no es perfecto, es humano, muestra los calzoncillos, pero no es el mismo ser humano que Luciano. Porque sino, sería imposible compartir una cena con Luciano. Cada cosa que se diga en esa cena, cada silencio que se emita, será procesado con la lucidez exigente de la máquina analítica, cosa que justamente Luciano deconstruye y no tolera.
Me imagino que si fuera psicólogo, le podría sacar mucho más jugo a estos libros de Luciano, que me parecen como un manifiesto para un nuevo psicoanálisis. Esta actualización no es de ahora, ya tiene una historia. Lo que me gustó de estos textos es que nunca el narrador quiere dejar de ser analista. De hecho, es un analista en ejercicio incluso cuando da clases (uno de los libros son transcripciones de clases de Luciano, un Seminario). Contando sus falencias, sus aciertos, narrando anécdotas e interpretando como un payador que se vuelve intérprete de su interpretación. La duda se cuela cuando recorto un poco la figura y me encuentro con el perfil de un personaje adorable, evidentemente tranquilo, que si se impacienta puede convertir su impaciencia o molestia en parte del análisis. ¿Quién no querría vivir con esa templanza?
Leí de corrido los dos libros que la editorial Qeja publicó de Luciano Lutereau: El psicoanálisis no es un trabajo y El psicoanálisis es un diálogo de mujeres. Fue un viaje apasionante, en varios sentidos. El primero, porque no le llevó más que unas pocas páginas al narrador hacerme sentir culpable y obligarme a revisar mi actitud de radical rechazo al psicoanálisis. Pensaba que eso no iba a volver a suceder. La gente se equivoca a veces. Pensaba que no iba a volver a creer en esa religión del siglo XX. Luciano removió este rechazo.
No quiero escribir “la prosa rizomática” de Lutereau, porque no voy a hablar con tecnicismos (Deleuze tuvo la “mala” suerte de inventar un montón de conceptos técnicos exitosos), pero si me apuran diría que es una escritura espiralada que va llevando al lector por los carriles de argumentos encrespados, una experiencia semejante a la que sentíamos cuando subíamos a esos juegos de feria como la vuelta al mundo. Solo que acá el paseo no es alocado, subiendo y bajando, provocando terrores y risas, como sucedía en aquellos juegos, sino muy tranquilo y gratificante. Un gran viaje. Lo van hilando los recuerdos de anécdotas de pacientes, supervisiones o el comentario de algunos casos.
La narración de los casos es muy importante. Los casos también. Los casos son muy triviales. Luciano lo dice al principio de El psicoanálisis no es un trabajo: los hechos pueden pasar desapercibidos en la vorágine de lo cotidiano, son insignificantes, y sin embargo, con un abracadabra hermenéutico del análisis, los hechos se convierten en casos que dan mucho que pensar. No es fácil hacer esto. Me hizo acordar a la famosa consigna de Aby Warburg: “Dios se oculta en los detalles”. Los detalles son triviales, cosas comunes, no Grandes Eventos. Luciano lo demuestra con hechos.
Acompañando esta gran capacidad de extraer de lo cotidiano significaciones traumáticas para nada evidentes, los libros de Luciano explican con mucha facilidad y amenidad cuestiones elementales que a veces no termino de entender. Cualquiera diría: si no entendiste una oración pueden pasar dos cosas: o fracasaste vos en la lectura, o fracasó el narrador que no se hizo entender. El tema es que hace años que yo vengo repitiendo que ya no podemos seguir entendiéndolo todo. Un racionalista diría: ah, bueno, volvemos a la religión. Yo diría: entramos en otras derivas interpretativas. En estas derivas es en las que se introduce Luciano.
Me pareció muy significativo que cuando Luciano se sustrajo de los dispositivos de interpretación y de supervisión, y se atrevió a generalizar una experiencia como síntoma social, esta experiencia provino de la tele: “el modo de pensamiento generalizado se parece más bien al periodismo sensacionalista … Somos todos panelistas de un programa de chimentos”. Por lo menos dos rasgos, sostiene Lutereau en El psicoanálisis es un diálogo de mujeres, caracterizan a este modo de pensamiento contemporáneo: la búsqueda enloquecida de hechos, y la queja permanente. Tal cual. El estado de ánimo concomitante es la frustración. ¡Nos frustramos hasta estando de vacaciones! Tan solo haría una pequeña digresión: puede ser que estemos cazando hechos como locos, porque de hecho su realidad se nos sustrajo.
En la década del 90, cuando la televisión por cable recién se estrenaba en el país, se decía que si no aparecía en la tele, el hecho no existía. Muchas veces cuando vemos un accidente tremendo en la calle, corremos a prender la tele a ver si aparece, como si necesitáramos constatar ahí que lo que vimos no fue una alucinación. Cuando sucede esto, nos veamos o no a nosotros mismos en la pantalla, una chispa de alegría reconforta nuestro ser. Por una vez estuvimos cerca de la realidad. No sé si se buscan hechos. De hecho, los hechos ya no importan, lo que se busca e importa es la verdad. Puede ser que el concepto periodístico de verdad se solape sobre el de hecho, y se confundan. La filosofía también había llegado a esta conclusión. Solo que para la filosofía esta verdad no es enunciable, no puede poseerse ni esgrimirse. Lo que hace el periodismo es distorsionar el hecho hasta lograr que éste se amolde a la verdad. Nosotros lo consumimos como noticias.
El intérprete ocupa un lugar muy importante en estos libros. Pero ¿quién es el intérprete? ¿Luciano? ¿O el analista (con minúscula)? Para él, el analista se separa hasta tal punto de la persona real que ésta puede decir que no le molesta que el analizado conozca intimidades de su vida. Es muy bueno este giro que rompe algo del gran misterio del psicoanálisis, para el cual el analista debía aparecer impoluto, sin fallas y con la Tabla de la Ley en la mano. Yo conozco este giro porque me analicé durante años con alguien que practicaba este tipo de terapia. Terminé siendo amigo de mi analista. Nos juntamos a cenar. Vino a vacacionar a mi casa, etc. No sé si es la misma terapia la que practican ambos, pero percibo cosas que se repiten. El objetivo es “humanizar al analista”. El analista no es Dios. No hay que esperar la verdad en su palabra. Luciano da muchas otras características del analista que lo convierten en alguien del cual uno sería amigo. Pero ¿podés ser amigo del analista? ¿Padres e hijos pueden ser amigos? No digo que Luciano diga esto, para nada. Ni tampoco digo que el analista sea un Padre. Luciano es muy riguroso. Lo que me pregunto es esto: ¿quién escribe? ¿Luciano o el analista? ¿No son el mismo, acaso?
Y no, no pueden ser el mismo. Por un lado, pareciera que sí, que tal vez lo que Luciano quiere decir es que el analista es como un plomero (utiliza un par de veces el ejemplo del plomero), pero a la vez defiende la techné del psicoanálisis con una maestría espectacular, haciendo, como dije recién, de hechos anodinos constelaciones de sentido. Pero la pregunta insiste: ¿es o no es Luciano el que escribe? No lo sé. Tampoco sé si Luciano lo sabe o se lo preguntó. Me imagino que sí. Es poeta, escritor, editor, filósofo, psicoanalista, todos esos Lucianos que es trabajan con lo mismo: la palabra y sus desdoblamientos. Sin embargo, ¿quién escribe?
Luciano le da mucha importancia a la supervisión del analista. Muchas de las anécdotas de las que parte su interpretación provienen de ahí. La supervisión es la sesión de análisis del analista. No de la persona. Por ende, por acá veo que el desdoblamiento se mantiene. El analista no es perfecto, es humano, muestra los calzoncillos, pero no es el mismo ser humano que Luciano. Porque sino, sería imposible compartir una cena con Luciano. Cada cosa que se diga en esa cena, cada silencio que se emita, será procesado con la lucidez exigente de la máquina analítica, cosa que justamente Luciano deconstruye y no tolera.
Me imagino que si fuera psicólogo, le podría sacar mucho más jugo a estos libros de Luciano, que me parecen como un manifiesto para un nuevo psicoanálisis. Esta actualización no es de ahora, ya tiene una historia. Lo que me gustó de estos textos es que nunca el narrador quiere dejar de ser analista. De hecho, es un analista en ejercicio incluso cuando da clases (uno de los libros son transcripciones de clases de Luciano, un Seminario). Contando sus falencias, sus aciertos, narrando anécdotas e interpretando como un payador que se vuelve intérprete de su interpretación. La duda se cuela cuando recorto un poco la figura y me encuentro con el perfil de un personaje adorable, evidentemente tranquilo, que si se impacienta puede convertir su impaciencia o molestia en parte del análisis. ¿Quién no querría vivir con esa templanza?