El feliz intento de leer hoy un proyecto de tipo nacional y popular a la luz de las últimas formulaciones de la filosofía política es una iniciativa novedosa y saludable para ambas partes. La valiente pretensión de reformular al justicialismo pareciera satisfacer, por un lado, cierta vocación utópica que hoy cuesta identificar dentro del ámbito intelectual. Pero, a la vez y al mismo tiempo, debiera resultarnos también obvio que parece imposible prescindir ya de la filosofía política actual o, al menos, de cierto espíritu de época del cual ella estaría mal o bien dando cuenta.

Los aportes teóricos actuales resultan sin duda imprescindibles para dar cuenta hoy de nuestro proyecto. Si es preciso explicitarlo es porque de ello pende, en definitiva, la específica manera en que nos interpele hoy la cosa pública. Dándole la importancia debida, el asunto a resolver en los vientos de cambio que soplan hoy dentro del justicialismo podría verse así en una perspectiva que no apunta tanto a quien lidere una oposición consecuente como al tipo de conducción que propondremos. ¿Resulta convocante, podríamos entonces preguntarnos, seguir pretendiendo fundar todavía nuestra práctica política, y hacer de la deconstruccion del proyecto nacional iniciado por D. Selci y N. Vilela un mero maquillaje intelectual?... Esta pregunta, por supuesto, admitiría una respuesta seria por sí o por no sólo teniendo medianamente claro cuál es la consecuencia práctica que trae desfondar un proyecto nacional y popular. Y el propósito de estas reflexiones es por eso arrimar seis consideraciones en este sentido.

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Para quienes consideramos imperioso dar ya mismo un giro de ciento ochenta grados que desfonde la comprensión de la política, esa búsqueda actual de un nuevo sujeto político que desvela a tantos intelectuales nos muestra siendo la mejor excusa para no concebirnos en forma personal como sujetos políticos por excelencia. De acuerdo con esto, la tarea más urgente del momento consistiría para nosotros atender, para empezar, la manera como cada uno se concibe formando parte o no de una comunidad. Y siguiendo esta lógica, no habría mejor momento para un militante verdadero que el actual, dado que la ausencia misma de un sujeto político emancipatorio definido nos coloca, precisamente, frente lo que podríamos gráficamente describir como una encrucijada política: ¿desesperamos, o asumimos la tarea por nuestra cuenta?

Desesperar parece ser sin dudas el camino más transitado. Y aún cuando mordernos la cola duele y pesa, en ello persistimos por falta de otro horizonte mejor. De modo que indagar cómo se produce este pasaje de la desesperación a la esperanza de manera resolutiva resulta una cuestión práctica que merece ser abordado políticamente desde un paradigma teórico actual. Claro que la responsabilidad de sostener la esperanza fue seguramente la específica función que asumía para nosotros tradicionalmente el líder, pero que hoy debiera el militante mismo en cambio tomar a su cargo. Y el aporte de una consideración postfundacional de la práctica militante resulta, en definitiva, sostener y contagiar el optimismo cuando no puede ya acudirse a sujetos políticos tradicionales ni a líderes sobre quienes, en última instancia, descansar nuestra responsabilidad.

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La del militante fue, históricamente, esa figura de tipo contestataria que se definía por la negativa, siempre a partir de una situación considerada injusta y necesitada de enderezar. Hoy resulta posible reemplazar sin embargo esa concepción tradicional por otra de tipo más afirmativa, capaz de apreciar a quien milite como alguien inclinado ya de manera natural por la justicia y no tanto por estar en primera instancia en contra de la injusticia. Pues es practicando y ofreciendo gestos productivos y generadores de condiciones, antes que ejerciendo simples denuncias y críticas contra el sistema al que nos vemos enfrentados, como aprendemos a sospechar que sería precisamente esa la concepción de la justicia que nos sostendría a quien estemos hoy más allá de la inocencia y la culpa.

Las relaciones entre seres y acontecimientos dentro del paradigma sustancialista estaban siempre presupuestas y fijadas entre sí de antemano. Antes que todo lo sólido se desvaneciera en el aire, en consecuencia, las personas eran por definición inocentes pues sólo se trataba de seguir al rebaño y la culpabilidad, por otro lado, quedaba reducida a la mera inobservancia de las leyes humanas. Es precisamente el quiebre de este esquema de inocencia y culpa lo que hoy abre para nosotros el desafío, por lo tanto, de un nuevo paradigma que resulta como mandado a hacer para asumirnos responsables de manera plena, ahora, tanto de nuestros actos como de nuestras relaciones.

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Nuestro siglo está marcando con ritmo acelerado un corte histórico dentro de una civilización que, desde Grecia hasta el siglo pasado, se había basado sobre una concepción para la cual todo lo racional era real y todo lo real, al mismo tiempo, racional. A pesar de que la modernidad puso en el centro al hombre y a la libertad, entonces, la identidad entre el ser y el pensar propio del paradigma sustancialista ofició de denominador común entre la modernidad y la cosmovisión de la antigüedad clásica. Pero para quienes entendemos necesaria hoy una reformulación postfundacional del justicialismo se trataría entonces de intentar adecuarnos por eso, y de la manera más urgente posible, a un tiempo donde la identidad del ser y el pensar se ha escurrido y, con su característica 'insustancialidad', nos conmina en consecuencia a ser o no responsables.

Cuando observamos cómo suceden todavía hoy las cosas tanto en nuestro país como en el mundo, por supuesto, lo que aparece a simple vista es el momento civilizatorio quizás más irresponsable por donde lo miremos. Pero eso no indica sino que el tiempo de la in-sustancia, entonces, demuestra ser así uno donde la convivencia forzada con el tiempo de la sustancia resulta, para nosotros, su más fuerte desafío. Es así y sólo así como la fórmula de la 'responsabilidad por la responsabilidad del otro' adquiere por ello verdadero sentido teórico y profundidad práctica.

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Propiamente responsable sería alguien que, como afirma E. Levinas, en principio no reconoce ya a la libertad como su rasgo distintivo. Pero eso mismo sería sólo una condición necesaria y no suficiente, ya que el militante sólo se asume responsable asumiendo su responsabilidad por la responsabilidad del otro, y de este modo dicha responsabilidad ya no adopta una forma pasiva sino activa. El pasaje del paradigma humanista del individuo libre al neo humanista del ser humano responsable se actualiza asumiendo dicha responsabilidad, precisamente, como el propio y más profundo acto soberano. Y pensar cómo dar este último, certero y definitivo paso supone admitir de entrada que no se trata ya de una simple y burda toma de conciencia, pues implica necesariamente resolver una disyuntiva planteada por la desesperación que, como ya enseñara S. Kierkegaard, resulta de no poder querer ser quienes somos o de querer serlo en forma desesperada.

La originalidad de la teoría de la militancia, predominantemente contenida en el concepto de una responsabilidad absoluta, podría resumirse a muy grandes rasgos como la apuesta de una organización de carácter virtual, entonces, puesto que es real pero no existiría propiamente en acto. Y no sólo en un principio sino que dicha organización sólo se sostendría en y en función de nuestra propia esperanza. Una militancia así considerada brinda esa motivación para la acción que le faltaba por ejemplo a una teoría como la del populismo que, aferrada a un concepto de lo político en donde el antagonismo es presentado, todavía, como algo que ocurre en la sociedad y no en uno mismo, resultó en un voluntarismo que tiene una causa fuera de la práctica misma: la construcción de una hegemonía o, de máxima, un pueblo.

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La consideración de lo común que se desprende de una organización de carácter virtual, es decir, que en sentido técnico propiamente no existiría y que, por eso mismo, sostener su subsistencia resulta nuestra entera responsabilidad, debiera servirnos para abrir esas puertas, también, que nos permitan iluminar la realidad actual de otra manera que la de tener un enemigo externo a derrotar. Porque no se trata ya de contraponer en el plano de las ideas dos conceptos sobre lo común, el liberal y el militante, sino de ver de qué manera el nuestro nos ayudaría ya mismo a sortear esos falsos prejuicios que derrapan en una peligrosa falta de fe en nuestro propio proyecto. Es por eso que la manera de enfocar la aparición de esto que se ha dado en llamar genéricamente ‘nueva derecha’ va a definir en el corto o mediano plazo, de manera muy especial, quién conducirá al justicialismo en esta etapa.

La distinción entre la derecha y la ‘nueva derecha’ pareciera estar en que, mientras la anterior ocultaba la realidad para fortalecer el statu quo, la nueva directamente crea la suya. Por eso es que bien pueda decirse que la primera era conservadora, mientras la segunda posee rasgos que la emparentan con los fascismos. Y el debate de hoy con la nueva derecha no alcanzaría a resultar efectivo, por lo tanto, manteniéndonos sólo en el plano de las ideas. Como exige justamente producir esas nuevas subjetividades que se midan en rebeldía contra las normas del mercado, ello puede llegar a significar que ya no basta con poner el acento en la igualdad, entonces, sino que precisemos hacerlo ahora mas bien en la diferencia.

Si la igualdad, como señalara Badiou, no es verdaderamente un objetivo sino mas bien el axioma mismo de una teoría militante, pareciera que el objetivo primordial debería ser para nosotros hoy poder mostrar que, aún cuando nada sostiene de manera necesaria el que detrás de toda necesidad haya un derecho, sí en cambio lo haría efectivo la fuerza de nuestra esperanza.

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Resulta imprescindible apelar a la categoría de ‘organización’ como alternativa a la de ‘hegemonía’ porque la nueva derecha se ha apropiado de ésta última, y hoy basan su accionar político en un ‘relato’ quienes, precisamente, pretenden mantener las condiciones de opresión y aún extremarlas. Así como J. Lacán señalara que el propósito del psicoanálisis nunca es reemplazar una hegemonía por otra sino, todo lo contrario, que el analizante deje de buscar su supuesta verdadera sustancia y se reconozca justo en la falta misma de ella, así también lo revolucionario de la práctica militante misma ya no consistiría en proponer un contrarrelato al de la nueva derecha, sino en lograr abrirse - y abrirnos - a una nueva concepción de la justicia más allá de la inocencia y la culpa.

La Ilustración, y la consiguiente ola de revoluciones burguesas que ella trajo aparejadas, fue considerada con todo derecho la mayoría de edad de la humanidad. Pero la revolución militante implicada en la responsabilidad absoluta abriría propiamente entonces una adultez de la humanidad expresada en nuestra disposición para dejar de considerar al Estado como garante del orden o de la unión.

Apostar aún contra todas las corrientes autonomistas por un posible Estado Militante supone admitir para empezar que el Estado tiene por definición un carácter esencialmente totalitario, porque un Estado militante no sería otra cosa que la utilización estratégica de su aparato para lograr, al menos en teoría, resistir su función tradicional. Empezar a concebir lo político mismo por fuera de este esquema representativo, entonces, propio la concepción fundamentalista de lo político, es el paso más importante a dar para dejar de concebir al ciudadano como aquel que delega en otro su responsabilidad y la asume, en cambio, en tanto militante cabal que es.