En política conviene no enojarse y siempre es preferible el análisis a la indignación. Desde el domingo a la noche, la Argentina tiene un elefante en el living llamado Javier Milei y resulta imposible no hablar de él y de su notable performance en las PASO. Para muchos, me incluyo, el de La Libertad Avanza era un fenómeno que se iba a diluir con el tiempo; para otros, incluyo a nuestra vicepresidenta, era una de las componentes de la elección atípica de tres tercios que vimos en las PASO.
Dicen que Néstor Kirchner explicaba el liderazgo político como una conjunción virtuosa de caja y expectativas. Podríamos decir también de gestión y épica. Los doce años kirchneristas fueron eso: mucha gestión y mucha épica. Desde las moratorias jubilatorias, los aumentos salariales por decreto, la AUH, la expropiación de YPF, los cinco millones de computadoras entregadas en el marco del Plan Conectar Igualdad, la creación del ARSAT, los grandes proyectos de infraestructura, la ley del matrimonio igualitario, el relanzamiento de las paritarias, la anulación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, entre muchos otros ejemplos, fueron iniciativas de gestión explicadas y consolidadas a través de la épica.
Estos casi cuatro años de gobierno del Frente de Todos fueron avaros en ambos tópicos. La gestión, deficiente, no cumplió con lo prometido en el contrato electoral y la épica fue voluntariamente dejada de lado. Durante la campaña del 2019, un diagnóstico surgido en el círculo más cercano del futuro presidente Alberto Fernández culpó de la derrota del 2015 al exceso de épica kirchnerista: los famosos patios militantes, las fastidiosas cadenas nacionales, la supuesta sobrepolitización de la militancia más cercana a CFK y su incurable propensión a la grieta. Según esa lectura, el kirchnerismo emocional habría asustado a una cierta clase media que debíamos ir a buscar con un discurso mesurado, más acorde con los límites de hierro de la política definida como “arte de lo posible”, según las propias palabras del presidente y no como el arte de ampliar el campo de lo posible, una definición más afín a los años kirchneristas.
Alberto Fernández eligió hablarle a una audiencia tan virtuosa como imaginaria y descuidó al núcleo duro kirchnerista, pero, sobre todo, descuidó a las mayorías. En muchas áreas cruciales- como la justicia federal, los salarios o la negociación del préstamo con el FMI- las políticas del Frente de Todos fueron más una continuidad del gobierno de Mauricio Macri que una ruptura. El elector indignado solo percibe ocho años de penurias, de pérdida de poder adquisitivo, de aumento de la inflación, sin detenerse en quien nos impuso de nuevo al FMI o quien tuvo que administrar una pandemia devastadora.
La politóloga belga Chantal Mouffe suele referirse al surgimiento de las opciones antisistema en Europa (Le Pen en Francia, Vox en España, la extrema derecha italiana, entre otros ejemplos) como el resultado de la pasteurización de los grandes partidos históricos de centro izquierda (el laborismo inglés, el PSOE español o el PS francés, por ejemplo) que optaron por calcar el discurso neoliberal de sus adversarios. Se trata de una especie de neoliberalismo progre, para retomar una gran definición de Amado Boudou, espacios políticos que pueden llevar adelante una agenda progresista de ampliación de ciertos derechos- como la Interrupción Voluntaria del Embarazo (IVE) o el matrimonio igualitario- pero que se resiste a dar la batalla crucial por la distribución de la renta. El ejemplo de Gabriel Boric en Chile podría responder también a esa definición: un gobierno que evaporó las enormes expectativas que generó el estallido social del 2019, que perdió la batalla política por una nueva constitución que reemplace a la del dictador Augusto Pinochet y que parece ser el preludio al regreso de la derecha más extrema.
Javier Milei capitalizó el rechazo de un tercio del electorado a los dos últimos gobiernos, el de Cambiemos y el del Frente de Todos, es decir, a las dos coaliciones que dominaron el panorama político del país a partir de la salida de la crisis del 2001. La paradoja es que mientras el gobierno del Frente de Todos buscó enfriar la épica kirchnerista que al parecer asustaba a una cierta clase media, ese tercio del electorado apoyó con pasión un discurso que es puro relato épico. Una épica autoritaria que se expresa más a través de sensaciones y miedos que usando el discurso político tradicional. De ahí la dificultad de rebatirla con argumentos. Al elector de Milei le importa más expresar su hastío con un voto bronca contundente que entrar en un debate alrededor de la pertinencia del pensamiento de los economistas Friedrich Hayek o Milton Friedman, o la posibilidad de incendiar el Banco Central. Ocurre que la notable performance electoral de La Libertad Avanza se explica más por el fracaso de los dos últimos gobiernos en términos de poder adquisitivo y calidad de vida de las mayorías que por las bondades programáticas que propone Milei. De hecho, es muy probable que la inmensa mayoría de sus votantes las ignore (como suele ocurrir con los electores en general, ya que no votamos programas sino partidos o líderes políticos en quienes confiamos).
¿Entonces todo está perdido? ¿Debemos empezar a elegir qué órganos vender o con qué monumento a la última dictadura cívico-militar vamos a reemplazar la Pirámide de Mayo? No, en realidad el juego recién empieza: sólo se repartieron las cartas.
Pero no estaría mal transitarlo volviendo a relanzar sin miedo esas cualidades que mejoraron tanto la calidad de vida de millones de argentinos entre el 2003 y el 2015: gestión y épica.