Fotomontaje: @RamiroAbrevaya
Hace unos pocos años, cuando recién se largaba la presidencia de Mauricio Macri, la compañía Chevrolet lanzaba una publicidad que llevaba como título “Los meritócratas”. Probablemente la recuerden y simplemente exponía entre sus imágenes una naturalización del discurso que señala que mediante el mérito individual se puede alcanzar resultados favorables en las sociedades capitalistas.
Cuando se reflexiona acerca de los individualismos contemporáneos es importante comprender también, que las transformaciones en el modelo de acumulación que significó la financierización del capital y la globalización, determinaron reconversiones en los procesos de solidaridad y concretamente en los programas de lo que suele llamarse justicia social, que es sencillamente promover condiciones de distribución de los recursos (económicos, culturales, etc.) de la forma más equitativa posible para sustentar el desarrollo equilibrado de la vida en sociedad.
Algunos debates de la nueva normalidad exponen otra vez las disputas acerca del mérito y del esfuerzo personal como modelos de vida. Por supuesto que hay cuestiones bien básicas a mencionar, como por ejemplo que en el marco de experiencias colectivas propias de una organización de la vida común en un Estado, una nación o en la sociedad civil, pero también en una familia o una comunidad de amigos, etc., los esfuerzos y los méritos, son en verdad capacidades distributivas que de maneras más visibles o menos a la vista confluyen en el desarrollo y ejecución de metas.
Cuando los niños para trepar a un árbol en cualquier plaza colaboran entre ellos para lograrlo, esa práctica se revela a la vista, menos visible aunque de importancia singular es que la práctica de diversión que esa situación produce enriquece las perspectivas educativas, sociales, culturales y éticas de esos mismos niños. En otros términos, ninguno de esos niños alcanza sus capacidades de resolución y desarrollo social por su propia cuenta.
Actualmente este debate acerca de los méritos retomó estado público. Por una parte, el propio Presidente de la Nación, Alberto Fernández, emitió declaraciones contra la idea de la meritocracia como posibilidad de progreso o crecimiento social, justificando que sin un Estado presente que mediante políticas públicas promueva instancias de igualación siempre se reproducirán las inequidades.
Lo que afirmó el presidente no es muy distinto a lo que, entre muchos otros sociólogos, siempre desarrolló en sus investigaciones sociológicas Pierre Bourdieu cuando se refirió a la “reproducción” como un mecanismo objetivante de las condiciones de posibilidad de desarrollo y progreso según el origen social.
Del otro lado de la mecha (para recordar la canción de Wos, “Canguro”, que también cuestiona el modelo meritocrático), quienes sí apuestan a las prerrogativas de la meritocracia, cuando definen sus argumentos es notable advertir que ni siquiera ubican a ésta en un marco de condiciones sociales donde, aunque se desconozcan las distinciones de los individuos, se puede suponer una equivalencia de oportunidades.
La meritocracia que se declama, la que también narraba la publicidad mencionada al inicio, es la estrictamente individual, la lógica de la competencia, sin atender siquiera a ventajas y desventajas de partida en los participantes. En aquella publicidad de Chevrolet, la locución comenzaba diciendo: “imagínate vivir en una meritocracia, donde el poder para que las cosas funcionen está en tus manos”, se observa cabalmente el modelo que se anuncia en ello, esto es, la valoración de las propias condiciones sin ningún registro de su relación con otros.
El individualismo contemporáneo es meritocrático, precisamente, porque su condición es asumir el deber de su propia responsabilidad individual. Un meritócrata es el que asume la responsabilidad individual, lo que significa una ética sin proyección en el otro; y como no se puede ser irresponsable contra uno mismo, esto significa que frente a las propias reglas éticas la responsabilidad se autodefine, el meritócrata prescinde de cualquier vínculo con los otros. Para un meritócrata el triunfo no es alcanzar o lograr lo pretendido, sino saber que otros no lo pudieron, y ese es el sentido profundo de la repetida sentencia: “a mí nadie me regaló nada”.
El sociólogo francés François Dubet cuestiona el mito de la igualdad de oportunidades en un libro que se titula “Repensar la justicia social”. Allí contrapone ese mito con la concepción de la igualdad de posiciones, porque esta última no atiende a equilibrar posibilidades sin percibir las distinciones de género, clase, etnia, etc., sino que proclama una igualación redistributiva en las sociedades, que promueve derechos colectivos y solidarios, a partir de los cuales el desarrollo de cada individuo está sostenido en las posibilidades del conjunto, al igual que en ese aprendizaje colectivo de los niños y niñas cuando trepan un árbol.
En el mito de la igualdad de oportunidades que ha sido el formato “progresista” de la meritocracia, los individuos son distinguidos de acuerdo a capacidades y a un utilitarismo funcional que discrimina a quienes alcanzan posiciones proviniendo de otros orígenes sociales, culturales o de género, es decir, la igualdad de oportunidades no concibe una organización de lo social a partir de criterios contractuales comunes y equilibrados, y por lo tanto el resultado es que las oportunidades no pueden igualarse por más méritos y esfuerzos que se realicen.
Esto último, además, lleva a consideración algo fundamental: aplicar gravámenes impositivos a quienes más tienen en cualquier sociedad, es algo que no se efectúa bajo el principio simple de entregarlo a quienes tienen menos, incluso cuando mediante políticas sociales pueda concretarse esa redistribución, pero la motivación específica se debe a que una medida de esa índole restablece una condición primera de la lógica contractual de la vida social, la cual es distribuir para afirmar la experiencia de un lazo que reúna a la sociedad como un conjunto.
Entonces, si la igualdad de oportunidades, como esperanza meritocrática, finalmente se expresa en la voluntad y responsabilidad de cada uno para actuar y tener el poder de decidir que las cosas funcionen o de trepar en soledad a un árbol cuando se es un niño o niña; por su parte, la igualdad de posiciones restablece condiciones de equilibrio y de justicia para que todos los niños y todas las niñas comprendan que mientras más colaboran entre ellos y ellas, más serán quienes cuenten con la posibilidad de hacer que las cosas funcionen para todos y para todas.
Hace unos pocos años, cuando recién se largaba la presidencia de Mauricio Macri, la compañía Chevrolet lanzaba una publicidad que llevaba como título “Los meritócratas”. Probablemente la recuerden y simplemente exponía entre sus imágenes una naturalización del discurso que señala que mediante el mérito individual se puede alcanzar resultados favorables en las sociedades capitalistas.
Cuando se reflexiona acerca de los individualismos contemporáneos es importante comprender también, que las transformaciones en el modelo de acumulación que significó la financierización del capital y la globalización, determinaron reconversiones en los procesos de solidaridad y concretamente en los programas de lo que suele llamarse justicia social, que es sencillamente promover condiciones de distribución de los recursos (económicos, culturales, etc.) de la forma más equitativa posible para sustentar el desarrollo equilibrado de la vida en sociedad.
Algunos debates de la nueva normalidad exponen otra vez las disputas acerca del mérito y del esfuerzo personal como modelos de vida. Por supuesto que hay cuestiones bien básicas a mencionar, como por ejemplo que en el marco de experiencias colectivas propias de una organización de la vida común en un Estado, una nación o en la sociedad civil, pero también en una familia o una comunidad de amigos, etc., los esfuerzos y los méritos, son en verdad capacidades distributivas que de maneras más visibles o menos a la vista confluyen en el desarrollo y ejecución de metas.
Cuando los niños para trepar a un árbol en cualquier plaza colaboran entre ellos para lograrlo, esa práctica se revela a la vista, menos visible aunque de importancia singular es que la práctica de diversión que esa situación produce enriquece las perspectivas educativas, sociales, culturales y éticas de esos mismos niños. En otros términos, ninguno de esos niños alcanza sus capacidades de resolución y desarrollo social por su propia cuenta.
Actualmente este debate acerca de los méritos retomó estado público. Por una parte, el propio Presidente de la Nación, Alberto Fernández, emitió declaraciones contra la idea de la meritocracia como posibilidad de progreso o crecimiento social, justificando que sin un Estado presente que mediante políticas públicas promueva instancias de igualación siempre se reproducirán las inequidades.
Lo que afirmó el presidente no es muy distinto a lo que, entre muchos otros sociólogos, siempre desarrolló en sus investigaciones sociológicas Pierre Bourdieu cuando se refirió a la “reproducción” como un mecanismo objetivante de las condiciones de posibilidad de desarrollo y progreso según el origen social.
Del otro lado de la mecha (para recordar la canción de Wos, “Canguro”, que también cuestiona el modelo meritocrático), quienes sí apuestan a las prerrogativas de la meritocracia, cuando definen sus argumentos es notable advertir que ni siquiera ubican a ésta en un marco de condiciones sociales donde, aunque se desconozcan las distinciones de los individuos, se puede suponer una equivalencia de oportunidades.
La meritocracia que se declama, la que también narraba la publicidad mencionada al inicio, es la estrictamente individual, la lógica de la competencia, sin atender siquiera a ventajas y desventajas de partida en los participantes. En aquella publicidad de Chevrolet, la locución comenzaba diciendo: “imagínate vivir en una meritocracia, donde el poder para que las cosas funcionen está en tus manos”, se observa cabalmente el modelo que se anuncia en ello, esto es, la valoración de las propias condiciones sin ningún registro de su relación con otros.
El individualismo contemporáneo es meritocrático, precisamente, porque su condición es asumir el deber de su propia responsabilidad individual. Un meritócrata es el que asume la responsabilidad individual, lo que significa una ética sin proyección en el otro; y como no se puede ser irresponsable contra uno mismo, esto significa que frente a las propias reglas éticas la responsabilidad se autodefine, el meritócrata prescinde de cualquier vínculo con los otros. Para un meritócrata el triunfo no es alcanzar o lograr lo pretendido, sino saber que otros no lo pudieron, y ese es el sentido profundo de la repetida sentencia: “a mí nadie me regaló nada”.
El sociólogo francés François Dubet cuestiona el mito de la igualdad de oportunidades en un libro que se titula “Repensar la justicia social”. Allí contrapone ese mito con la concepción de la igualdad de posiciones, porque esta última no atiende a equilibrar posibilidades sin percibir las distinciones de género, clase, etnia, etc., sino que proclama una igualación redistributiva en las sociedades, que promueve derechos colectivos y solidarios, a partir de los cuales el desarrollo de cada individuo está sostenido en las posibilidades del conjunto, al igual que en ese aprendizaje colectivo de los niños y niñas cuando trepan un árbol.
En el mito de la igualdad de oportunidades que ha sido el formato “progresista” de la meritocracia, los individuos son distinguidos de acuerdo a capacidades y a un utilitarismo funcional que discrimina a quienes alcanzan posiciones proviniendo de otros orígenes sociales, culturales o de género, es decir, la igualdad de oportunidades no concibe una organización de lo social a partir de criterios contractuales comunes y equilibrados, y por lo tanto el resultado es que las oportunidades no pueden igualarse por más méritos y esfuerzos que se realicen.
Esto último, además, lleva a consideración algo fundamental: aplicar gravámenes impositivos a quienes más tienen en cualquier sociedad, es algo que no se efectúa bajo el principio simple de entregarlo a quienes tienen menos, incluso cuando mediante políticas sociales pueda concretarse esa redistribución, pero la motivación específica se debe a que una medida de esa índole restablece una condición primera de la lógica contractual de la vida social, la cual es distribuir para afirmar la experiencia de un lazo que reúna a la sociedad como un conjunto.
Entonces, si la igualdad de oportunidades, como esperanza meritocrática, finalmente se expresa en la voluntad y responsabilidad de cada uno para actuar y tener el poder de decidir que las cosas funcionen o de trepar en soledad a un árbol cuando se es un niño o niña; por su parte, la igualdad de posiciones restablece condiciones de equilibrio y de justicia para que todos los niños y todas las niñas comprendan que mientras más colaboran entre ellos y ellas, más serán quienes cuenten con la posibilidad de hacer que las cosas funcionen para todos y para todas.