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En el año 1755 Lisboa fue destruida por un terremoto y el número de víctimas ascendió a casi 100.000 seres humanos. Ocurrió en un día de festividad católica, y esta catástrofe se convirtió en la excusa para que Voltaire, Rousseau y Kant, las mayores potencias intelectuales de su tiempo, dieran comienzo formal a la Ilustración, e inaugurando, con sus propios textos cruzados, los primeros intentos de interpretación de los hechos sin apelar en su tiempo a la voluntad divina.
En el año 2020 nada indicaba especialmente que una catástrofe sanitaria habría de inaugurar un nuevo período civilizatorio, pero la virulencia de textos que intentaron en su momento interpretarla y hallarle su sentido provocó, a pesar de la burla de muchos, una justificada expectativa. ¿Existe, sin embargo, podríamos preguntarnos hoy como corolario, algo así como un sentido de las cosas?... ¿O la pretensión de atribuir a dicho acontecimiento un sentido resultaba, antes bien, el verdadero virus que ha infectado a la razón, y respecto del cual deberíamos pensar en la posibilidad de comenzar a inmunizarnos de ahora en mas?
Mas allá de que la pandemia no abrió paso, por supuesto, ni al final del capitalismo ni a una mayor comprensión del vínculo entre el hombre y la naturaleza, sino mas bien todo lo contrario, ella nos presentó sin duda en ese momento un ‘significante vacío’ que, como tan bien lo expresara Rita Segato, hizo que muchos pensadores encontraron la ocasión inesperada de intentar llenar para dar así una batalla por el sentido. Pero con la perspectiva que nos da el tiempo transcurrido desde entonces, en todas las interpretaciones notamos que hubo un denominador común al cual, más allá de su carácter utópico o distópico, se impone prestar hoy especial atención y cuidado: querer hallar tozudamente siempre, en una adversidad, el resultado necesario de una culpa.
Quien mejor analizó la trascendental función de la culpa fue Federico Nietzsche, para quien toda pregunta por el sentido de la vida está viciada por la suposición de que ella estaría en falta y resultaría por ello culpable. Por eso salta a la vista que la objeción a vencer, por parte de quienes reconocemos la sacralidad de la vida, básicamente, consiste en rechazar entonces que ella necesite ser justificada o redimida. No para perdonarla, sino porque es inocente. Y rescatar su radical inocencia resulta clave para entender el paradigma en función del cual puede gestarse una nueva humanidad: porque, más que defendiendo la vida, es vivenciando al contrario que la vida no precisa ser justificada o defendida, mas bien, como recién participaríamos de lo sagrado implicado en el hecho de estar vivos.
Los valores anti-vida surgieron de esta confusión histórica por la cual la santidad se originaba, según propusieron todas las religiones y escuelas espirituales tradicionales, en la convicción de que el dolor podía ser remediado tomándolo como una prueba, y que el sufrimiento, por su parte, debía ser interiorizado considerándolo un necesario castigo. Y fue considerar la vida cual valle de lágrimas lo que nos llevó a negar, aunque más no fuese implícitamente, que la vida sea suficientemente santa en sí misma.
La renuncia explícita a dar un sentido al dolor y al sufrimiento resulta por ello una condición necesaria para la afirmación de la vida. Porque no es la oscuridad lo que rechaza el paradigma de la luz, sino ese otro paradigma por el cual se supone que la oscuridad puede ser finalmente negada. De ahí que, aún cuando toda pregunta por el sentido de la vida suponga que ella deba ser inevitablemente redimida, la inocencia de la vida sí es algo que resulta urgente y necesario declararla aunque no tanto, por supuesto, con la pretensión de imponerla a nadie, sino como imperiosa necesidad de afirmarnos, de esta forma, en nuestros propios valores.
Cuando Nietzsche habla de valores anti-vida no se refiere tan sólo a unos aspectos meramente psicológicos sino, fundamentalmente, a esos principios de los que dependen tipos psicológicos específicos por los cuales se tiene como enemigos al azar, a lo múltiple y, en definitiva, a la voluntad. Pero dar cuenta de los valores pro-vida no se reduce a tomar como propios, ahora, los valores que fueron rechazados por quienes la profanaron de manera sistemática. Mas bien, ellos surgen naturalmente cuando, poniendo a la vida al centro, las oposiciones desaparecen y el azar se comprende como una forma de la necesidad, lo múltiple resulta una afirmación de la unidad y la voluntad, por último, se descubre siendo meramente nuestra capacidad de ser afectados.
Los valores pro-vida, que expresarían a quienes buscamos danzar la vida, no resultan una mera inversión de los anti-vida. Si tal fuese, la tarea sería sencilla. Pero ocurre que ellos no son ya, precisamente, meras pautas intelectuales para afrontar vicisitudes adversas, sino la forma que la vida misma adopta para cada uno, mas bien, en sus más variadas circunstancias. A la hora de pretender formularlos, debiéramos tomar nota entonces del peligro que representa el deseo de evitar, con la excusa de una mayor claridad conceptual, los meandros del pensamiento paradojal. Se trata, por supuesto, de un riesgo inevitable para quienes nos reconocemos afirmadores de la vida, porque en los hechos resulta lo que nos templa como tales cuando cada palabra o cada acto se convierte en una oportunidad para descartar esa odiosa pregunta por el sentido de la vida y pasar, en cambio, a preguntarnos todo los días sinceramente: “¿Qué sentido le doy yo a la vida?: ¿uno que la honra, o uno que la deshonra? O mejor, ¿uno que rescata su sacralidad, o uno que la profana?”
Poner la vida al centro resulta una militancia contracultural porque resigna, en primer lugar, la confianza en un sentido fuera de ella misma. En segundo lugar, y desde una formulación ya más elaborada, poner la vida al centro resulta en consecuencia una crítica explícita a la filosofía política que propuso tradicionalmente toda posibilidad de encuentro humano a partir de un sometimiento de su naturaleza instintiva: lo que se ha dado en llamar, justamente, control biopolítico. En tercer lugar, y en definitiva, poner la vida al centro consistirá entonces indagar las condiciones de posibilidad de una cultura tan revolucionaria que no pretenda ya cambiar nada sino que habite el cambio insensato mismo que es la vida.
El papel de una militancia contracultural, sin embargo, no se reduce a una defensa de la vida natural (como la que llevan a cabo los movimientos ecológicos) ni tan siquiera de la vida humana (como la que ejercen y sostienen muchos bien intencionados políticos y ciudadanos). Su desafío es completamente diferente: resistirse a intentar remediar los males que hemos o estamos cometiendo y advertir, en consecuencia, la necesidad de volver a empezar todo de raíz mediante un re-aprendizaje de las funciones originarias de vida. En definitiva: salir de la normalidad. Porque, aún cuando la normalidad no puede ser rechazada de plano, proponernos salir de ella es en sí una estrategia posible.
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Para Nietzsche, la verdad es simplemente el resultado de un impulso, y hasta de un ‘instinto’, que fuerza a la persona a no mentir para que los demás confíen en ella. Es a esta naturaleza utilitaria en definitiva de la verdad a lo que Nietzsche califica como propia de un paradigma moral. La verdad sirve así para sobrevivir, es decir, para mantenerse y conservarse en medio de esa guerra de todos contra todos que supone el estado pre-social. De modo que la verdad resulta, en definitiva, tanto las condiciones como el mediador y el garante de un inestable tratado de paz social basado en la desconfianza.
En cierta forma resulta gracioso que el progresismo de izquierda acuse a Nietzsche todavía de que su idea de verdad habría sido el caldo de cultivo para el auge contemporáneo de la derecha cuando lo que él plantea, al contrario, es entonces su importancia como lazo social. Claro que, una vez puesto dicho valor de manifiesto, la tarea o el desafío, para quienes quieran tomarlo, consiste por supuesto en observar, ya sea para aceptar o para discutir, la forma social que ella soporta. Y allí es cuando surge todo el potencial de una consideración de la verdad y la mentira en sentido extramoral: cuando tomamos nota de que lo que en realidad a Nietzsche le importa es el modo de ser con los demás que esté efectivamente en juego.
Del hecho de que el conocimiento sea para él un ejército móvil de metáforas no se sigue que la verdad no exista, sino una invitación a que nos alistemos en sentido extramoral. A ello es a lo que llamaría Nietzsche dejar de regirse por conceptos y pasar a dejarse llevar por intuiciones. Porque de ninguna manera se trata para él entonces de abolir ni menospreciar el pensamiento, sino de liberarlo. Y si de buscar un sentido al auge de la ultraderecha contemporánea se trata, la respuesta que surge de este planteo nietzscheano es que el caldo de cultivo no consistió una degradación de la idea de verdad sino, todo lo contrario, la consecuencia natural de una concepción utilitaria de la verdad que el totalitarismo ahora convierte en exclusiva.
La crítica de Nietzsche a ese mundo llamado ‘verdadero’ que, en cierta forma, englobaría y operaría de denominador común para toda la cultura occidental - partiendo de Platón, pasando por el cristianismo y, a través de Kant, culminando en el positivismo -, corre el riesgo de presentarse como el fin de toda su propuesta cuando, observado a través de un prisma más fino, ella resulta sólo y apenas su punto de partida. Es decir: el escenario sin el cual aquello que real y propiamente a él le ocupa no tendría lugar.
Si el mundo llamado verdadero tuviese que ser criticado debiera admitirse que existe. Pero eso para Nietzsche sería un contrasentido, dado que él pretende, en todo caso, simplemente dar cuenta de cómo ya se convirtió en fábula. Hoy día, todo ello resulta algo que casi ni precisa ser enunciado, pues hasta el mismo mundo llamado ‘aparente’ está perdiendo consistencia frente al virtual. Pocos saben actualmente ya en qué mundo viven, y sin embargo los intelectuales siguen apuntando a Nietzsche como responsable de una situación que él sólo se ocupó al contrario de clarificar habiéndola previsto cien años atrás.
La consecuencia inmediata de que el mundo llamado ‘verdadero’ por los filósofos se haya convertido en fábula es que el bien y el mal desaparezcan. O mas bien, que ya no sepamos qué significan. Pero como hemos puesto al mundo llamado por los filósofos ‘aparente’ en el lugar que antes ocupaba el que llamaban 'verdadero' estamos atravesando el peor momento del nihilismo. Suponemos por ello que, como el bien y el mal carecen hoy de legitimidad alguna, es imposible distinguir ya lo bueno de lo malo. Y de esta manera nos pasa lamentablemente inadvertido el momento crucial en que, desligados de su acepción moral, lo bueno y lo malo pueden adquirir un sentido militante para quien lo asuma con coraje.
Bueno y malo no califican actitudes, sin embargo, sino determinados tipos humanos desde esta perspectiva. Bueno, es quien aprende como nosotros a sobrevivir sin apoyarse en verdades. Malos, para Nietzsche, serán por eso todos los que sigan apostando por el bien aún cuando lo camuflen bajo consagrados apelativos de igualdad, libertad y fraternidad. Y este es el verdadero propósito de la filosofía nietzscheana: advertirnos sobre la necesidad de una transvaloración que no se limita ya a proponer nuevos valores, sino a modificar la manera de valer del valor.
Como ha de resultar seguramente obvio, el sostén del bien y el mal como criterio son los valores que se ponen en juego en toda batalla cultural. Pero no se trata de contraponer ahora una militancia contracultural a la batalla cultural, sino de proponer esta perspectiva que habría de inaugurar, tal vez, una nueva instancia de análisis en dicha batalla. Privilegiar ser bueno a la mera lucha por el bien es una forma de comprender que toda batalla cultural está atravesada en lo profundo por una concepción de lo vital. De manera tal que la disyuntiva política actual nunca se resumiría en una supuesta necesidad de tener menos batalla cultural y más militancia contracultural, sino de comenzar a apreciar cómo el sentido o sinsentido que se le confiere a la vida resulta lo que, finalmente, marca y marcará la diferencia.
Toda propuesta que se centra sólo en modificar determinadas instituciones para lograr otro modo de sociedad no hace sino repetir la apelación ya clásica a una toma de conciencia capaz de proyectar, desde el intelecto, un mundo mejor. Pero éste es, justamente, el paradigma que nos ha llevado a un punto límite como civilización pues, aunque seria demasiado desconsiderado alegar que ha fracasado de cabo a rabo, hoy evidencia síntomas de desgaste y, al mismo tiempo, compartidas ansias de renovación. Una perspectiva realmente revolucionaria sería aquella que, en primerísimo lugar, cambiara entonces el sentido mismo de un esquema que se sostiene exclusivamente en la posibilidad de intervenir y modificar nuestro sistema de cosas desde las estructuras.