Por Fernando Tort

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El conflicto en Medio Oriente tiene una complejidad que ni los mayores expertos en geopolítica lograrían ponerse de acuerdo en explicar. Pero el actual gobierno de Argentina lo tiene sin embargo absolutamente claro: “es un ataque contra el mundo libre”. Y no sólo lo tiene muy claro, sino que ante algo que ocurre en otro continente, en otro hemisferio, en otra cultura y a actores de los cuales el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de nuestra población tiene la menor noticia, resuelve tomar posición y, rompiendo la política de neutralidad de nuestro país, se pone desde hoy decididamente de parte de Israel.

El presidente de los argentinos, Javier Milei, expresó días atrás en los Estados Unidos algo que ningún otro economista neoliberal se atrevería jamás a decir: “Es muy importante entender el vínculo de la libertad con Israel. Es fundamental, porque es un pueblo que además ha logrado la conjunción entre lo espiritual y lo material. Y esa armonía espiritual y material genera progreso”. Esta relación bajo todo punto de vista insólita entre neoliberalismo y espiritualidad causaría horror entre los representantes de la Escuela de Austria que Milei admira y ameritaría, sin duda, ser analizada con mucho detenimiento. Pero de mucho mayor provecho puede resultarnos prestar atención a la identificación de este economista delirante, devenido por un extraordinario albur en nuestro Presidente, nada menos que con una figura bíblica: Moisés.

Según Milei, Moisés es “el mayor héroe de la libertad de todos los tiempos”, y opina sin rubor que cualquiera que lea el libro de Éxodo ha de convertirse en “un talibán de la libertad”. Pero por fuera de estas frases altisonantes, lo que para nosotros resulta interesante es que la figura de Moisés sobre la que está fijado Milei nos permite pensar acerca de la noción de libertad que propone y sustenta el ideal libertario al contrastarla con la de otro patriarca bíblico: Abrahán.

Sería irresponsable confrontar a Moisés y Abrahán, por supuesto, como si uno fuese más importante que el otro. Ambos cumplieron roles fundamentales dentro del drama bíblico, y se enfrentaron seguramente a las mismas dificultades propias de los hombres de fe. Pero mientras Moisés encaró la liberación de un pueblo hebreo esclavizado por los egipcios, Abrahán fue el protagonista de un acontecimiento a partir del cual el pueblo hebreo nace y adquiere, al menos en teoría, una identidad completamente diferente a la de cualquier otro. La libertad que ambos patriarcas ejercieron en sus respectivas misiones admiten ser clasificadas entonces de distinta manera. La de Moisés es una libertad que sigue una lógica de lo posible pues, si bien se requiere de mucho valor para encarar esa epopeya, el resultado entra dentro del marco de lo que puede llevarse a cabo. La que Abrahán inaugura, por el contrario, bien puede ser calificada como abrevando en una lógica de lo imposible ya que su resultado no está dentro de lo previsible y, por lo tanto, el valor que exige sintonizar dicha libertad no es propiamente de este mundo.

En lugar de cuestionar el alineamiento con lo que Milei llama ‘mundo libre’, en consecuencia, o sospechar la autenticidad del misticismo que a él lo anima, la propuesta es transitar un largo, detenido y riguroso examen acerca de lo que esté contemplado en una lógica imposible de libertad. Y el estudio minucioso de la figura de Abrahán habrá de ser para ello muchísimo más útil que cualquier confrontación ideológica, ya que tomar partido por el bando contrario al que apoya el gobierno en el lejano y completamente extraño conflicto en Medio Oriente no importa tanto como prestar atención, mas bien, al corazón mismo de la práctica militante siguiendo esa misma lógica imposible de libertad abrahánica que no toma nunca al otro como antagonista sino como a nuestra única y verdadera patria.

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La parábola del Hijo Pródigo narra que éste pidió la mitad de la herencia a su padre para pronto dilapidarla, motivo por el cual se vio necesitado a trabajar con quien lo redujo prácticamente a la esclavitud. Pero como él recordaba que los empleados de su padre vivían en mejores condiciones a las que se había visto reducido, decidió volver a pedirle humildemente trabajo y fue recibido por su progenitor con los brazos abiertos. El final de la historia no es sin embargo tan relevante como ese momento tan especial en que, sin mediar la certeza sobre la bondad de su padre, ni el valor del reconocimiento de su error, descubre que no está obligado a permanecer en su situación. Es decir, que tiene la capacidad de iniciar libremente una nueva cadena de hechos dado que él, un ser humano, no es precisamente un hecho ya determinado sino, de manera señalada, un ser que se define por su potencia y su esencial indeterminación.

La moraleja que extraen de esta parábola las tradicionales interpretaciones moralistas, tanto de la religión como de la política, apuntan a ensalzar no solo el arrepentimiento y el rechazo al despilfarro sino, por sobre todo, a una concepción de la libertad comprendida como capacidad de elección racional que, casi siempre, se dirime mediante el cálculo entre costo y beneficio. Esta parábola, sin embargo, así tanto como la de la Oveja Perdida o la de la Moneda Extraviada, admite una lectura más sutil que supone otra concepción muy diferente de la libertad ya que da cuenta del valor que para Dios tiene el descarriado, el díscolo y en definitiva, el apartado de la ley.

Mientras la interpretación clásica, basada en una concepción restringida de la liberad, reduce estas parábolas a simples explicaciones que daba Jesús a quienes le reprochaban tener pecadores como seguidores, este protagonismo que le otorga al marginal en sus enseñanzas tiene un sentido profundo que va mucho más allá: Jesús está queriendo constantemente mostrar también que el descarrilamiento, obviamente común dentro de la perspectiva cristiana a toda la humanidad, es algo que merece ser puesto de manifiesto porque resultaría, una vez admitido, lo que nos permite, de alguna extraña y paradójica manera, dar con nuestro también extraño, paradójico y esencial poder ser.

Por supuesto, cuando del cristianismo la cristiandad hizo paulatinamente un mensaje edulcorado para con los descarriados, sin embargo, convirtiéndose por último en una prédica hipócrita por la tolerancia y la solidaridad, el fariseísmo se le coló por la puerta de atrás y, un mensaje cuyo cometido fundamental resultaba enseñarnos el camino angosto siempre al borde de la caída derivó, insensiblemente, en el camino ancho que lleva a la perdición, poniendo al pecado y a la salvación, otra vez, como instancias independientes y ya dadas de una vez y para siempre.

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Quien lee La Biblia no puede dejar nunca de preguntarse qué clase de 'pueblo elegido' era el israelita cuando, de manera sistemática, sorprendentemente traicionaba a su Dios. Utilizándolo como argumento para justificar su propio discurso, la lectura moralista tradicional aprovecha a hacer de ello el núcleo de su propia cruzada y termina ocultando así, de forma aviesa, una cuestión que se encuentra ya presente en las propias escrituras hebreas y luego, en el Evangelio, resultarácentral: una concepción de lo sagrado que, en lugar de ofrecerse como fundamento de una organización política se manifiesta, al revés, fundada ella misma en lo político.

Que lo sagrado no resulte ya fundamento, sino fundamentado en lo político, es algo que no sólo cambia radicalmente esa comprensión tradicional de lo social como instancia suprema de validación para todas las problematizaciones morales sino que, para empezar, señala ni mas ni menos la única manera como puede hablarse de un pueblo apropiadamente de Dios. Y Temor y Temblor, de S. Kierkegaard, tiene tácitamente semejante problema como su asunto pues, tomando como excusa o como fuente de inspiración la emblemática escena, por todos conocida, en la que Abrahán acepta ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac, lo que su filosófica escritura busca es poner así en evidencia una concepción política de la fe ocultada expresamente en la cristiandad.

Las preguntas que nos plantea la escena bíblica más emblemática pueden reducirse, respetando el espíritu de la reflexión kierkegaardiana, a la primera de las tres que plantea Temor y Temblor: “¿es posible suspender teleológicamente la moral?”… Como el acto que realiza Abraham, sin embargo, resulta obviamente y como mínimo bastante cuestionable, uno puede leer esta pregunta que se formula Kierkegaard cumpliendo una función meramente retórica: si la fe resulta de suspender la moral, la respuesta habría de ser queen teoría sería entonces posible. Sin embargo, sospechar de ella y considerarla una pregunta capciosa puede resultar de provecho ya que todo el problema de la fe, de alguna manera, podría decirse que consiste y se resume para Kierkegaard en prestarle debida atención.

En relación a la escena que protagoniza Abraham, se puede livianamente interpretar como tema principal a consideración la necesidad de aprender a discriminar en qué sentido su acto puede distinguirse de un intento de asesinato y, en esta línea, qué justificación halla Kierkegaard entonces para que la obediencia a Dios no pueda ser confundida de esta manera con una cuestión penal. Es una lectura que sin dudas el texto permite y que incluso parece avalada al reconocer el propio Kierkegaard lo riesgoso que resulta, éticamente hablando, que cualquiera tome entonces como ejemplo esta escena y de manera irresponsable mate a su hijo considerándolo como un sacrificio a Dios. El punto, sin embargo, no parece ser únicamente éste.

La cuestión sobre la que Kierkegaard reflexiona no es tan sólo, ni principalmente, cuándo matar resulta un asesinato y cuándo, en cambio, efectivamente un sacrificio. Si así fuera, su planteo permanecería en ese ámbito, propiamente moral, donde lo único que importa es tener un criterio de lo que está bien y lo que está mal para así poder juzgar, medir y etiquetar actos propios o ajenos. Pero la cuestión que realmente ocupa a Kierkegaard, en cambio, es poner de manifiesto una transgresión previa, que puede derivar o no en un asesinato pero sin que eso resulte algo que la afecte esencialmente, ya que lo que lo importante a destacar es el paradigma tan especial que resulta de suponer así, a lo particular, por encima de lo general.

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Si el intento de dar muerte a otro ser humano fuese lo que condenara a Abraham, la respuesta a la pregunta kierkegaardiana sobre la posibilidad de una suspensión de la moral como condición de la fe cabría ser respondida afirmativamente, pues Abraham pudo evadirse por un momento del juicio de los demás y logró así cumplimentar un mandato. Pero, como Abraham se pone, éticamente hablando, decididamente del lado del mal, no ya sólo por haber tenido intención de matar realmente a Isaac, sino por haber encarnado lo que cualquier sociedad civilizada condena, a saber, que alguien se ponga por encima del bien común, las cosas pueden no ser tan sencillas.

El que Abraham haya sido elegido para hacer de su descendencia una nación mediante la cual serían bendecidas todas las demás naciones de la Tierra no resulta algo que puede funcionar como instancia atenuante: la pretensión de ponerse por encima de lo general es algo que fue, es y será, inevitablemente, siempre una paradoja. De modo que la respuesta a la pregunta que articula el discurso kierkegaardiano en Temor y Temblor, por lo tanto, acerca de la posibilidad de suspender la moral ha de ser también, sin concesiones, rigurosamente negada: suspender la moral es, desde todo punto de vista, propiamente imposible.

Si la suspensión de la moral fuese posible, efectivamente, la fe no sería una paradoja. Y si la fe no fuese una paradoja, Abraham sería entonces un héroe trágico más de los tantos, es decir, sólo el primero en la lista de una dinastía que funda un pueblo con un Dios al que jamás se le ocurriría traicionar porque resultaría quien efectivamente mantiene su cohesión social. El pueblo que nació de un acto imposible como el de Abraham, en cambio, es uno esencialmente disperso que hace, de su misma diáspora, una suerte de compromiso con su propia paradoja.

Abraham es el padre de la fe no porque obedeció siempre a Dios, sino porque al obedecerlo supo ser fiel al mismo tiempo al escándalo que ello mismo representaba. E Israel es el pueblo de Dios no porque sea ejemplar, sino porque resulta la apuesta de ese pueblo imposible para el cual la mediación de cada uno de los miembros particulares con el cuerpo social, aun cuando no resulte absolutamente negada, es constantemente puesta en cuestión por el imperativo de amar al prójimo de manera incondicional y no preferencial.

Sólo un pueblo que no se tome a sí mismo como una totalidad orgánica, sino como una intrincada articulación de singularidades, puede ser considerado apropiadamente ‘de’ Dios. Este mismo fue el núcleo, precisamente, y como es de común conocimiento, del contenido muchos años después del mensaje de Jesús, quien no se cansó de anunciar y advertir que su reino no era de este mundo para evitar de esta manera ser a toda costa confundido él también con un héroe trágico. Abraham eligió el camino del silencio para evitarlo. Jesús, en cambio, la proclamación a viva voz de esta concepción política de la fe ya implícita en el Israel terrenal pero que él llevó entonces a un plano propiamente espiritual a partir de ofrecerse esta vez, voluntariamente a sí mismo, como cordero de sacrificio.

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Cuando no creemos en Dios pensamos que famosos personajes bíblicos como Noé, Abraham, Moisés o Isaías, para no hablar de Jesús mismo, poseen una conexión con lo sagrado que los anula como seres singulares, e imaginamos su vida de servicio, en consecuencia, como resultado natural de una voluntad que se identifica sin fisura con la de cierta instancia que rige despóticamente. El genio de Kierkegaard es haber refutado esta concepción tradicional de la fe mediante un personaje como el de Johannes de Silentio quien, presentándose como el escritor ficcional de Temor y Temblor, hábilmente se define a sí mismo como un libre pensador capaz de comprender que las cosas de la fe no se presentan de esta manera ciega aun cuando, en definitiva, él se reconoce como alguien incapaz de creer.

Temor y Temblor es un texto que, en la superficie, se lee como una reflexión sobre un capítulo de un libro de La Biblia: Génesis 22. Pero lo que allí se nos presenta, sin embargo, es una novedosa concepción de la fe mediante la cual no sólo el patriarca Abraham resulta a nuestros ojos humanizado, sino que la cuestión misma de lo que significa creer en Dios deja de resultar algo completamente enigmático. A pesar de su escabroso título, el texto Temor y Temblor resulta entonces uno donde la situación, a todas luces excepcional, de un padre sacrificando a su hijo se convierte, básicamente, en el intento de hallar una respuesta a la pregunta que quizás todos, aunque más no sea por curiosidad, nos hemos hecho alguna vez: “¿Qué significa creer en Dios?”

Cuando suponemos que para creer en Dios deberíamos tener como mínimo una idea de lo que él representa, compartimos el axioma meramente intelectual del que parten los intentos de demostración de la existencia de Dios que, basados en ese argumento llamado ‘ontológico’, concluyen que todo lo que podemos pensar tiene que existir. Para Kierkegaard, sin embargo, cualquier prueba de la existencia de Dios carece por definición completamente de criterio: a la persona sin fe no alcanza a convencerla, y a la persona de fe lo único que logra es aferrarla falsamente a una concepción de lo sagrado basada en la autoridad. Por eso, la pregunta por lo que vivencialmente significa creer en Dios ha de tener, siguiendo la indicación de Kierkegaard, una indagación implícita sobre lo sagrado como punto de partida que sería indicado intentar explicitar.

¿A qué concepción de lo sagrado nos invita para Kierkegaard entonces la fe?... La respuesta que él halla en el versículo 22 del Génesis es que poder creer en Dios no significa obedecerle sino algo que, curiosamente, nos recuerda inmediatamente un slogan que identifica para todos al mayo francés: pedir lo imposible. Lo que llama entonces la atención en el núcleo del concepto kierkegaardiano de lo sagrado es esta curiosa amalgama entre la fe y algunos levantamientos sociales actuales que se presentan, y al mismo tiempo se precian, de resultar absurdos.

Hoy ha quedado a la luz que toda revuelta contra el sistema puede verse como la repetición de una puesta en escena que sólo un acto propiamente revolucionario vez tras vez resucita: la apuesta sin cálculo ni medida. Pero si bien todo acto revolucionario parte de la sabia consideración de que la única forma de ser realistas es pedir lo imposible, no todo pedido de lo imposible ha de resultar siempre sin embargo revolucionario. Esta distinción es necesaria hacerla no sólo para distinguir los actos revolucionarios de los que no lo son sino para descubrir la valía, incluso, de acontecimientos que tal vez por su propia característica resultan infantiles, torpes e inútiles desde y para los valores del mundo. Porque pedir lo imposible sólo resulta propiamente revolucionario, para el Kierkegaard que nos habla en boca de Johannes, en tanto y en cuanto supone haber muerto previamente para el mundo.

Quien no ha muerto para el mundo sólo puede pedir el falso imposible que el mundo tenga, previamente, ya prefijado como en cierta forma posible. Lo propiamente imposible, en sí mismo y como tal, a quien no ha muerto para el mundo le resulta, por lo tanto, algo que ni siquiera desconoce que no conoce. Por eso Kierkegaard rescata en cambio siempre en sus textos la figura del melancólico, es decir, de ese ser humano para el cual eso imposible que el mundo puede ofrecerle ya no le va ni le viene y, en consecuencia, sólo puede pedir una cosa: la pasión de la posibilidad. Pero para que dicha pasión nazca se requiere un paso que ningún melancólico está dispuesto por sí mismo a efectuar: dejar de creer en la posibilidad en el sentido más mundano de la palabra. ¿Y cómo podría dejar de creer en ella quien la toma, engañado, como su única tabla de salvación?

Morir para el mundo o, lo que en la práctica viene a resultar exactamente lo mismo, poder creer en Dios, consiste entonces en dejar de creer en la posibilidad para poder así, finalmente, creer en lo imposible. Poder creer en lo imposible en virtud del absoluto abandono de toda posibilidad mundana: éste es el corazón de la enseñanza que nos deja la historia de Abraham, quien habiendo ya dado por perdido a Isaac nunca dejó sin embargo de querer volver a encontrarlo practicando esencialmente, de esta manera, ese movimiento característico de la fe por el cual la afirmación de la vida se hace efectiva sobre el manto mismo del absurdo.

Aun cuando la fe y la revolución sean dos palabras históricamente sin un espacio compartido donde armonizarse, más que para evocar, por supuesto, el fantasma justamente temido de los fundamentalismos del color que sean, la concepción de lo sagrado implícita en la fe que propone Kierkegaard podría asombrosamente convertirse hoy entonces, sin embargo, en el espejo que mejor refleje un siglo, como el nuestro, que marcha en caída libre a una catástrofe social y ecológica sin que podamos aún, claramente, ofrecer como alternativa otra cosa que nuestra melancólica reserva hacia un estado de cosas considerado irreversible.

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Son muchos los pensadores contemporáneos que han llamado la atención sobre el verdadero formateo que sufre el individuo en nuestra sociedad y han advertido, en consecuencia, la necesidad imperiosa de evadir este yugo invisible. Pero resulta obvio que ninguno se animó a señalar, como Kierkegaard, la superación de este estado de cosas como un deber ni, por supuesto, muchísimo menos como un deber para con Dios.

Si la temática planteada en su obra Temor y Temblor resulta, por tanto, no sólo sumamente actual, sino que ofrece una vía de solución tan llamativa, resulta útil desdoblarla. En este sentido, es apropiado preguntarnos, en primer lugar, si sería correcto hablar técnicamente de un 'deber' cuando se trata de un mandato que no se reconoce fundado socialmente. Y en segundo lugar, si resultaría Dios, en todo caso, y sobre todo en qué sentido, un verdadero fundamento.

Con respecto a la cuestión de un deber de carácter religioso, preciso es advertir que, tal como ocurre con el moral tiene, en tanto mero deber, también su lógica pretensión de universalidad: es lícito pensar que en el reino de Dios, por ejemplo, dicho deber regiría supuestamente para todos los hombres y para todos los casos. De manera tal que aquello contra lo que se levanta Abraham no sería entonces tanto la universalidad de lo general sino, mas bien y solamente, contra el específico criterio por el cual dicha universalidad se determina y manda obrar de tal modo - como dice I. Kant - que la humanidad, ya sea en nuestra persona como en la de cualquier otra, siempre resulte un fin y nunca simplemente un medio. Pero para comprender la transgresión de un deber no relativo a la humanidad quizás no alcance, sin embargo, con reemplazar este criterio por otro, y en ello residiría tal vez esa diferencia, sutil pero esencial, que permitiría distinguir, en y a partir de Kierkegaard, lo sagrado de lo profano.

Y con respecto a la segunda cuestión,que se pregunta acerca del fundamento que supuestamente nos ofrecería Dios,conviene tomar en cuenta que quien se presenta como el sujeto de enunciación de Temor y Temblor es Johannes de Silentio, un hombre que entiende el carácter transgresor de la fe pero que no puede - por más que dice intentarlo - pasar a la instancia de una resignación infinita: él mismo, en lugardel propio Abraham, se ofrece por tanto como el auténtico protagonista de este texto para sus lectores. Porque Johannes quisiera, dice, pero no puede… Mas, ¿qué es entonces lo que él no puede?: en primer lugar, claramente lo que no puede es dejar de fundar su resignación en una instancia universal que opere como garantía. De esta manera, tal vez, a lo que él no esté aún dispuesto es mas bien a desfondarse por completo o, lo que es lo mismo, a resignarse infinitamente, sin tener algo o alguien que asuma la responsabilidad del sacrificio de su interés personal.

A Johannes le resulta bien evidente que, al revés de Agamenón y Creonte, esos conocidos héroes de la Grecia clásica que haciendo tripas sus propios corazones sacrifican, respectivamente, a Ifigenia y a Antígona en nombre del ‘interés común’, para un patriarca bíblico como Abraham la resignación no tiene y no podría tener ese mismo interés como fundamento. Pero ¿cabría concluir que, para Johannes, el padre de la fe acaso tiene un fundamento diferente o, más bien y simplemente, deja abierta la opción de que carezca para él de todo fundamento, sin embargo, con lo cual no sólo sería equivocado suponer a la esfera de lo sagrado como una suerte de garantía para el hombre de fe, sino que resultaría ella misma apropiada yabsolutamente desfondada?

Las nociones de ‘absurdo’ y ‘paradoja’ que se utilizan hasta el cansancioen Temor y Temblor no dejan ninguna duda al respecto: ponernos por encima de lo general, tal como la fe exige, carece por completo de fundamento. De modo tal que, cuando el texto nos habla de esa relación absoluta con lo absoluto, propia del hombre de fe, lo hace seguramente en el sentido, también absurdo y paradójico, de ese enfoque existencial que Kierkegaard inaugura y por el cual resulta académicamente reconocido. Y lo mismo cabe por supuesto decir de la fórmula del deber absoluto mismo con que dicha relación se expresa, puesto que poco o nada tendría entonces que ver con esa concepción del deber moral que rige al hombre cuando no tiene otra fe que su lazo la humanidad sino que, al revés, deja en su caso al hombre sin comunidad ni certezas y termina arrojándolo al exilio de sí mismo.

Siguiendo las propias indicaciones del narrador-protagonista de Temor y Temblor, y sacando las conclusiones qué él mismo, sin embargo, no se anima a extraer, su propia pregunta por la posibilidad de un deber absoluto cabe ser leída entonces como una por el camino para burlar, antes bien, un deber relativo a esa humanidad que, como última beneficiaria de nuestra acción, resultaría el criterio de discriminación de toda acción éticamente reconocida. Porque lejos de implicar un deber cuya obligación no puede de ninguna manera ser evitada, lo propio de un deber que se reconoce absoluto, como el que liga en cambio a Abraham con su Dios, se revela de esta forma, en definitiva, como el tácito imperativo de liberarse de una sujeción a la normatividad social que tienta constantemente a la persona para impedirle constituirse en propiamente responsable.

Por más que lo absoluto propio del deber para con Dios resulte definido por Kierkegaard, en boca de Johannes, como lo que no admite mediación alguna, sería poco apropiado considerar entonces que una relación con lo absoluto debiera ser por ello de naturaleza inmediata. Lo absoluto, para Kierkegaard, lejos de ser resultado de un devenir inmanente de naturaleza dialéctica, acusa las notas, antes bien, de una trascendencia radical, de manera que la relación con esta trascendencia no puede ser adecuadamente descripta sino como esa relación sin relación que se da y no puede no darse ante lo radicalmente otro.

No es sólo por no precisar pasar por lo general, entonces, que la relación sin relación con este absoluto no admite mediación, sino porque la necesidad de poner en evidencia y constantemente en acto su diferencia con lo profano resulta, incluso y sobre todo, aquello que propiamente define a la universalidad desfondada y desfondante de un deber sagrado.