Compartí un posteo de las redes sociales en un grupo de Whatsapp de amigas. Una me dijo “escribí ya algo sobre el terrorismo de la imagen”. Le dije que no sabía si era la persona más adecuada para hablar de eso.
Cuando tenía 20 años me hice un peeling en el centro donde hacía pilates. En un mismo lugar podías fortalecer el culo y también tirarte un poquito de ácido en la cara para sacar esos puntitos negros que tanto molestaban. Me empezó a picar. Le pedí que me sacaran eso cuánto antes. Al día siguiente tenía la piel en carne viva.
Unos años más tarde me volví a hacer ese tratamiento pero en lugares más serios, con profesionales que sabían lo que hacían.
Veo que en ese universo paralelo que es Twitter, muchas feministas dividen sus posturas y se preguntan si la discusión pasa por los mandatos de belleza o por si la necesidad de que perseguir esos estándares que se nos plantean no se de en una zona de riesgo.
Sí a todo. Discutamos todo. Las cirugías estéticas son quizás la punta de un iceberg que solapa todo aquello que hacemos para vernos más lindas, o sentirnos mejor: consumir toneladas de ropa, hacer dietas restrictivas, el alisado, Slim, Figurella, los corpiños con aro (!!), los tacos aguja, el semipermanente de uñas, el lifting de pestañas, los maquillajes, el laminado y perfilado de cejas, las cremas de toda clase y color para párpados, cuello, manos, rostro, el serum, la antiarrugas, las tinturas, la cama solar, los tratamientos anticelulíticos, y la lista sigue y sigue. Todo un andamiaje al servicio de la belleza, o de una determinada belleza.
Me aburre hablar del capitalismo y la industria estética, y cómo todo eso evidentemente lo refuerza y lo sostiene, ya lo sabemos y no vamos a transformarlo con acciones individuales y aisladas. Eso es no ir a Mc Donalds para combatir el imperialismo. Sin embargo, un aspecto que sí me resulta interesante pensar es cómo el acceso a esos productos que nos vuelven más atractivas para nosotras mismas y para los demás, también contiene un componente de clase que determina y establece la calidad de lo que usamos, lo que nos metemos o nos hacemos en el cuerpo. El caso quizás más transparente de eso es observar cómo la salud de las personas trans se ve deteriorada por tener que someterse a tratamientos y cirugías peligrosas. Ahí apareció el Estado, que desde el 2012 debe garantizar el acceso a intervenciones quirúrgicas y tratamientos hormonales para reafirmar el género en el que se reconozcan.
Lotocki tiene que ir preso, o eso lo dirá la justicia, pero creo que podemos animarnos a mirar un poco más allá y cuestionar el entramado que sostiene a esos personajes. Ahí aparecen sin dudas los medios, y la necesidad imperiosa de que comprendan la caja de resonancia que constituyen y el poder infinito que tienen de ayudar a alivianarnos un poquito la existencia. También la industria de la moda y sus publicidades con pieles de porcelana y cuerpos de Barbies rosadas.
Que en esta discusión pese también el testimonio que nos dejó Silvina Luna cuando en uno de los videos que publicó en su cuenta, afirmaba que había ciertos mensajes dañinos que “a una chica adolescente pueden matarla”. Quizás hablaba de ella misma, y de tantas otras que nos vemos envueltas en esta carrera desigual con el tiempo, como planteó Julia Mengolini. Necesitamos reforzar nuestro derecho al autocuidado, y necesitamos también más información para tener herramientas que nos permitan identificar el momento en que un deseo se convierte en un mandato, hasta dónde elegimos o padecemos alcanzar esos modelos. Que nos vuelva a mover el deseo.