Se dijo de los años 20 del siglo pasado que fueron los 'años locos', pero también el derrotero de una 'generación perdida', desamparada, sin futuro, que tuvo que inventar ante la falta de certezas, que cedió a la tentación del nihilismo. Valdría para caracterizarlos la célebre sentencia de Dickens: 'era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduri´a, y tambie´n de la locura; la e´poca de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperacio´n'.
Como fenómeno epocal, fueron engendrados por el desenlace de la más dramática guerra acontecida hasta entonces. Recuerdan los partos melancólicos de la diosa Gea. Son hijos del horror, de la muerte anónima, industrial, estadística. Incluso quienes respiran aliviados por sobrevivir al desastre, como los personajes del Decamerón de Boccaccio con el caso de la peste, llevan consigo el arrojo suicida de una humanidad que ya no puede predicar la fe del progreso y la ilustración. Aquel pesimismo existencial tuvo que ser reprimido con el más inocente triunfalismo, el de la celebración de la vida bajo los signos de un capitalismo desenfrenado, que por esos días Walter Benjamin comparaba con una religión. En los Estados Unidos el apogeo del jazz o del charleston es contemporáneo de la construcción megalómana de rascacielos, de las oleadas consumistas o de las burbujas especulativas en la Bolsa, que harán crack en 1929. De alguna manera, 1929 es la verdad de lo que la década representa como síntoma. La frivolidad burguesa, que las novelas de Fitzgerald o Faulkner retratan en todo su decadentismo, será contrapesada por el heroísmo y el culto al coraje que el credo fascista pretende instalar y que, salvando las distancias, se manifiesta también en el Río de la Plata, en las historias de guapos, de los cuchilleros de los arrabales, o en la nostálgica herencia de los gauchos malos.
De enorme trascendencia es el movimiento intelectual que, por aquellas horas difíciles, postula la idea de que la vida es lucha, de que una vida noble debe ser una vida seria, solemne, con sentido de la gravedad, alejada de cualquier distracción banal o superficial; que abandona el culto de la razón para volver a coquetear con el mito, en la línea de Schelling o, entonces, de Sorel, de notable influencia en Antonio Gramsci y que tendrá terminales tanto en la extrema izquierda como en la extrema derecha. No casualmente la década se inaugura con la publicación de Tempestades de acero de Ernst Jünger, que el jóven Borges leyó con entusiasmo. El nombre de Spengler, familiarizado con la vocación guerrera, alcanza fama mundial. Carl Schmitt escribe El concepto de lo político apremiado por la necesidad de evangelizar esta mirada de la existencia, que carecería de sustancia si no fuera impulsada a distinguir al amigo del enemigo y a superar el aburrimiento pacifista. El más importante libro filosófico del siglo, Ser y Tiempo de Martin Heidegger, sale a la luz en 1927 y habla, desde ya, la jerga de la autenticidad, que luego Adorno criticará con contundencia.
Pero los años 20 son también el interregno que se desprende del carácter inconcluso de la Revolución. Cual misión apostólica fallida, la causa bolchevique no logra imponerse en la vieja Europa, y tiene que volverse Iglesia dogmática tras la muerte del líder, episodio que da comienzo al largo invierno stalinista. La mera existencia de la Unión Soviética, sin embargo, habilita la esperanza de un mundo nuevo, como rápidamente comprendió Ernst Bloch, que pone a circular otra vez la entrañable palabra utopía, o el soviético Andréi Platonov, que en su distopía Chevengur, desde cierta apocalíptica cristiana, no se resigna al conformismo del socialismo real, entregado a la razón de Estado. No bastan las miserias de la realpolitik para detener la proliferación del espíritu vanguardista, que domina toda la década, con centros de gran efervescencia cultural en Viena, Berlín o, por qué no, Buenos Aires.
Irrumpen con poderosa fuerza corrientes artísticas como el futurismo y el surrealismo; con su dodecafonismo, Schönberg profundiza su camino atonal en la música; el método cinematográfico gana consistencia con los aportes de Griffith y Eisenstein y popularidad con las actuaciones estelares de Chaplin; en 1922, con su Ulises, Joyce llega al pináculo de su obra, igual que Mann con la publicación de La montaña mágica dos años después, mientras empiezan a volverse conocidos los nombres de Proust y Kafka; con la escritura de Pessoa y Valery (El cementerio marino es de 1920), la poesía extrañó menos a Whitman, Rimbaud y Mallarmé; Bertolt Brecht aportó al teatro su impronta dialéctica; desde Viena, Sigmund Freud era el amo indiscutido del campo de la psicología; en el mismo año en que Carl Schmitt inmortaliza el vocablo 'teología política', Karl Barth se rebela contra la hegemonía de Harnack y presenta la segunda edición, completamente modificada, de su Carta a los Romanos, que revoluciona el pensamiento teológico y prepara un fértil terreno de discusión en el que participarán eminentes figuras como Erik Peterson o Rudolf Bultmann; el maestro de Hayek, von Mises, comienza a desarrollar sus ideas libertarias, en tanto su antagonista ideológico, Keynes, subvierte desde adentro los principios de la escuela neoclásica de economía; en 1921 Einstein recibe el Premio Nobel; por último, en la filosofía de alto nivel, además de la mencionada aparición de Ser y Tiempo (libro este de Heidegger que se inspira secretamente en Yo y Tú de Martin Buber, La estrella de la redención de Franz Rosenzweig o Historia y conciencia de clase de Georg Lukács, otras piezas clave de la década), sobresalen el Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein o los tres tomos de la Filosofía de las formas simbólicas de Ernst Cassirer, que tienen que medirse con nombres ya consagrados como los de Edmund Husserl y Max Scheler o con la herencia sociológica de los recientemente fallecidos Max Weber y Georg Simmel. Todos estos ejemplos no agotan bajo ningún punto de vista la creatividad que se desplegó en los inciertos años 20, que más tarde ingresarían dentro del concepto 'período de entreguerras', aunque quizá ya olieran lo que se venía, gracias a anticipos como la Marcha sobre Roma de Mussolini, el Putsch de Múnich liderado por Hitler o la hiperinflación alemana.
Buenos Aires no fue la excepción a esta peculiar dinámica. La década del 20 es la de la famosa polémica, de límites poco precisos, entre el Grupo Florida (Revista Martín Fierro) y el Grupo Boedo (Editorial Claridad), que involucró nombres de la talla de Borges, Girondo, Marechal, Palacio, Xul Solar, Berni, Arlt, Güiraldes, Victoria Ocampo, González Tuñón, Molinari, Yunque, Barletta, César Tiempo, Castelnuovo, Cátulo Castillo, Pedro Maffia, Homero Manzi, entre otros. El mayor punto de discordia, tal vez, consistía en si la prioridad era, contra el canon, contra la lengua de Lugones más que contra la de Rubén Darío, renovar, con tendencias ultraístas, las formas artístico-literarias o poner el foco en contenidos socialmente relevantes, a partir de una escritura comprometida, a menudo desgarrada. Son también los inicios de la época dorada del tango, con el estrellato de Carlos Gardel, que sembrará el esplendor de la llamada 'Guardia Nueva' en los años 40. Tampoco es menor que un heterogéneo grupo, que nuclea personajes tan disímiles como Borges, Scalabrini Ortiz o Marechal, se articule alrededor de la figura austera e irónica de Macedonio Fernández, que tras su crisis existencial de 1920 se convertirá en el Sócrates porteño, con aires de Diógenes, maestro del diálogo y poco interesado en publicar sus escritos, que con su metafísica bohemia- que se atrevía a pensar la eternidad desde una humilde pensión- transforma radicalmente la perspectiva criolla.
Componente fundamental de la visión satírica del mundo que tenía Macedonio fue su autopostulación como candidato a presidente, por fuera de la listas oficiales, casi imitando al Sócrates del Gorgias platónico, que llegó a calificarse como el verdadero político de Atenas, a contrapelo de la falsedad e hipocresía de los principales estadistas. Típico de los años 20 es el desprestigio de los hombres políticos y de las fuerzas democráticas y moderadas- llámese liberalismo, socialdemocracia o centro católico-. Los Parlamentos aparecen como lugares oscuros, misteriosos, alejados de la vida cotidiana y donde conspiradores endogámicos cocinan acuerdos inconfesables. Es la mirada de Borges, que conserva todavía en su cuento titulado El congreso, que data de 1971. De ahí los frecuentes llamados de la intelectualidad al ejército, que no desentonan de la banal conversación callejera y que tienen su momento más extático cuando Lugones proclama la 'hora de la espada' en el centenario de la batalla de Ayacucho. La leyenda de que los políticos son gente que no cumple sus promesas, que mete la mano en la caja del Estado, es la oración de todos los días. Y, sobre todo, de que resultan personas incompetentes para restablecer el orden público, para contener la lucha de clases en ascenso; dirían hoy los libertarios: para desalojar los piquetes a palazos. Cuando las instituciones republicanas no resuelven, entonces irrumpen los grupos paramilitares, como los de la Liga Patriótica o los fascios italianos, con la finalidad de liberar la calle de 'elementos indeseables'.
Se sabe que la violencia de las fuerzas especiales de Hitler fue financiada por la gran burguesía alemana y apoyada masivamente por la clase media o pequeña burguesía asustada y obsesionada por los fantasmas de la proletarización y el terror rojo, en medio de una situación económica profundamente frágil e inestable, caracterizada primero por la inflación récord y luego por cifras nunca vistas de desempleo, así como por las condiciones humillantes que imponía el Tratado de Versalles, entre ellas la desmilitarización del país. Del orgullo ultrajado de los alemanes se fue preparando poco a poco la disponibilidad para la aventura fascista de sectores decepcionados con la política tradicional, que no dudaron en comprar la retórica de los chivos expiatorios, de los enemigos escatológicos, de los sustancialismos comunitarios. Si el fascismo fue la simulación o escenografía ritualizada de una revolución, se debe a que se alimentó del miedo a la verdadera revolución, una revolución que trastornara y subvirtiera las jerarquías sociales amenazadas. Pero como simulacro o puesta de escena tenía también algo de auténtico, en la medida en que aportaba pretendidas cuotas de mística y de heroísmo, en un momento donde la existencia se debatía entre la angustia, el tedio, la frustración y la falta de horizonte. De ahí que los cantos de sirena fascistas sedujeran en especial a las juventudes sin pasado, presente ni futuro y a la clase media empobrecida por la dinámica irresistible del capitalismo.
El desesperado y fracasado inventor Erdosain representa en dos célebres novelas de Roberto Arlt el sujeto que, al no poder hacer pie en ningún lugar, se ve atraído por las maquinaciones delirantes de una sociedad secreta cuyo objetivo es tomar el poder por medio del uso criminal de tecnología de guerra. Prestarse a colaborar con aquel disparatado e inmoral plan solo se explica desde la impotencia de seres humanos que, entregados a las fuerzas diabólicas del destino, por creerse superiores al resto y reclamar la impunidad imaginaria de un Raskolnikov, no saben cómo llenar de sentido el vacío de su existencia. En jerga lacaniana, diríamos que son personajes que, paralizados en la abulia, intentan pasar al acto para la gloria y el goce de Dios, aunque se declaren ateos serios e incurables. Este tipo subjetivo es el que para el anarquista Macedonio Fernández representaba entonces al 95% de los sufragantes del país. Por un lado, dice, todos ellos creen en el Estado Providencia. Por el otro, ninguno está dispuesto a un compromiso real, auténtico, que implique un involucramiento consistente. Susceptibles de ser encantados por los señuelos del maximalismo, desilusionados o indiferentes ante la política del día a día, dejan el teatro de operaciones en manos de minorías intensas que saben interpretar los estados anímicos y de opinión del hombre de la calle o de la Argentina profunda.
En una decidida intervención en la coyuntura, Schmitt llamó la atención advirtiendo que derecha e izquierda se disputaban su ascendencia política en un terreno mítico, plagado de energías irracionales, en el que el fascismo parecía imponerse por el hecho de que el mito de la nación resultaba más aglutinante y movilizador que el de la clase, que Gramsci se esforzaría en reconstruir a través de la figura del Príncipe Moderno. Dice Schmitt retomando a Sorel: 'Sólo en el mito reposa el criterio de si un pueblo o un grupo social tienen una misión histórica o si ha llegado su momento histórico'. A socialdemócratas y liberales, amantes de las instituciones parlamentarias y de las discusiones interminables que allí se desarrollaban, les faltaba esa capacidad para el mito que fascistas y comunistas supieron aprovechar. En esta concepción del mito se trata de fortalecer y de desinhibir un instinto vital que comprende la lucha de clases, o de razas, o de naciones, como un camino apasionado y sacrificado hasta la batalla definitiva, siempre al borde de una catástrofe inminente que debe ser eludida desde la voluntad épica. Tomar los atajos del cálculo electoral y las intrigas palaciegas solo consume y apaga la llama del entusiasmo. A fascistas y comunistas la política profesional les daba asco y apenas la consideraban como un medio táctico y circunstancial dentro de sus planes mayores. Pero mientras el fascismo invocaba motivos raciales, de purificación, exclusión y exterminio del otro diferente y catalogado como parásito, el comunismo, con todos sus exabruptos, con todas sus traiciones, combatía a la burguesía en vistas de una sociedad utópica que incluyera a todos y todas.
También los escritores argentinos que buscaron una solución popular al drama existencial de su tiempo, como Scalabrini Ortiz, Marechal, Martínez Estrada y Astrada o, más tarde, Hernández Arregui y Kusch, exploraron la abigarrada selva del mito, apelando a imágenes como las del espíritu de la tierra, las fuerzas telúricas o elaborando una filosofía que se pregunta, heideggerianamente, por el ser nacional, que cursa el destino trágico de la Argentina cautiva y suplicante. Horacio González será el último de estos geniales metafísicos.
Asistimos en la actualidad a una asombrosa miscelánea de neofascismos que crecen a paso acelerado, reclutados indistintamente por la máquina de guerra del capital. Se debe su proliferación a que transitamos una situación parecida a la de un siglo atrás, con la salvedad de que ninguna revolución mundial nos empuja ni nos espera. Pero el mito, para perseverar, necesita tener enfrente enemigos terribles y de dimensiones colosales. Feministas, ecologistas, kirchneristas, lulistas son hoy espectros del comunismo extinto, fuerzas satánicas que las multitudes fascistas posmodernas y atomizadas en el universo mediático y digital desean exorcizar. El mito que permanece operativo, no obstante, es el de la libertad que se siente oprimida por Estados ineficientes y exigencias militantes y que no tiene dilemas teóricos o morales en dejarse contaminar por nociones como Dios, patria y familia, antaño aborrecidas por los liberales decentes. Para los libertarios que se rebelan por rebelarse, lo extremo es su individualismo, la supresión del otro como causa de sí. Por tal razón exclaman: ¡la patria soy yo! Y la antipatria será, lógicamente, todo lo que ponga en cuestión la santidad del ego.
La irrupción de la pandemia, de los aislamientos sociales obligatorios, sólo profundizó la soledad de millones que, con mayores o menores problemas económico-sociales, se vieron arrojados al paraíso libertario de la red, donde pueden optimizarse y capitalizarse perfiles imaginarios que no se condicen con el pasar de sus creadores en el mundo capitalista, pero que consiguen en internet acceder a consumos insospechados o producir una oferta deseable, lo que tiende a ocultar sus existencias deprimentes e inauténticas. Desde la red, a su vez, resulta más sencillo, más impune, menos riesgoso, procesar las transgresiones, la rebeldía contra lo estatuido, el arte de insultar y agredir en manada. Que grupos extremistas sintieran la necesidad de salir de Twitter y apoderarse violentamente de la calle, como en los años 20, se debe a que lo característico de la red es la impotencia política, por derecha o por izquierda. No es posible construir verdadera comunidad allí. No es posible hacer política.
Lo que sí es posible es que personajes para todos los gustos se vuelvan influencers, prototipos de gente 'emprendedora' y 'exitosa', y colonicen las almas corrompidas, pauperizadas o rotas de individuos sin ideas, entregados al más desolador nihilismo. Para nuestra generación, la pandemia es el equivalente a la Primera Guerra Mundial. Estamos muy lejos de haber superado sus secuelas psicopolíticas, que van mucho más allá de haber perdido la gimnasia de la movilización que siempre nos caracterizó o la convicción de que una responsabilidad histórica atraviesa nuestras vidas. Frente a semejante abandono espiritual, frente a las carencias materiales, frente a las expectativas frustradas, cualquier grito furioso es capaz de llamar la atención e hipotéticas soluciones radicales, que nunca van al hueso del asunto, obtienen un crédito de enorme relevancia. Ya no se imagina una patria mejor, sino que se pretende la salvación propia, favorecer a un puñado de amigos o destruir al otro. En los años 20 un cierto idealismo todavía se respiraba. Hoy por hoy, no hace falta portarse como arribista, pues el cinismo tiene las de ganar y proponer un horizonte utópico desencadena la risa o la indiferencia de los Trasímacos actuales.
Y, sin embargo, el precio de no intentarlo, de no soñar, de no resistir, es entregarle servido en bandeja el triunfo al fascismo posmoderno, tan consumido en el odio y en la intolerancia como su nefasto antecesor. Fascismo en el que se mezclan Tik Tok y el avance imparable de los evangelistas en los barrios más humildes, donde el Estado, que es una máquina estropeada sin liderazgo espiritual, no llega. Lo que confirma aquel pensamiento de Simone Weil de que los trabajadores están tan necesitados de pan como de poesía. Luego de que se ha declarado su muerte, Dios persiste como gramática, según intuyó Nietzsche. Para liberarse de sus cadenas, no basta con la política de partido, ni tampoco con la experiencia del arte que Adorno predicaba, por muy importante que esta sea en las circunstancias contemporáneas. Es imperioso que la política se reconvierta en el sentido de una religión laica, que contenga, escuche y conduzca a una comunidad de hermanos que no pierden la fe en la eternidad. Porque hoy, para salvar la patria, se torna fundamental la salvación de las almas. El nombre de esta política sencilla, humilde y a la vez heroica no es otro que militancia.