Fotos: Ricardo Figueira.

Escribo esta columna y recuerdo la biblioteca de mis padres, mi primer lugar de refugio a los 12 o 13, cuando leí de forma desordenada – como me sigue pasando- desde El Fantasma de Canterville de Oscar Wilde,  hasta Un viaje al país de los Matreros, o Historia de Famas y Cronopios de Julio Cortázar, o la novela El Nombre de la Rosa de Umberto Eco. Mi mamá era más de la poesía. García Lorca convivía con  las “Rimas y Leyendas” de Gustavo Adolfo Becker, y también la querida Alfonsina Storni.

Tendría 17 cuando me crucé con un libro crucial que mi papá me nombraba sin obligarme a leerlo, aunque la mención era una forma de inducirme a que vaya a la biblioteca y lo tome: el Manual de Zonceras Argentinas de Arturo Jauretche. Creo que fue un encuentro fundamental porque la escritura campechana que atravesaban grandes problemas nacionales no sólo me entretuvieron, sino que me interpelaron. Esa lectura introdujo cuestiones que en la actualidad continúo pensando.

La autoreferencia está hecha para reflexionar acerca de la importancia de la lectura, de los libros como constructores de lo que pensamos, creemos y hacemos. Alejados del mero placer intelectual los textos nos atraviesan, nos conmueven, nos forman, somos, en gran parte los libros que hemos leído.

Bradbury, su novela distópica

Continuando en esta línea libresca pasaron más de 70 años que el californiano Ray Bradbury publicó una novela distópica, es decir planteada en el futuro, cuyo protagonista es Guy Montag, un bombero (no es menor que lo sea, porque es un arquetipo de alguien que apaga incendios y hace el bien), que ha sido encargado por el gobierno para quemar libros. En esta ficción algunos profesores, y un grupo de personas que sobreviven a una ciudad bombardeada, memorizan textos que han rescatado para que el conocimiento no se pierda, una especie de vanguardia guardiana del saber.  Fahrenheit 451, es el nombre de la obra que ganó en 1954 el premio de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras. Su nombre proviene porque a 232 grados Celsius o 451 Fahrenheit es la temperatura con la que arde el papel.

El que se acerque a esta columna y la lea pensará que es una ficción, porque claro, ¿qué gobierno emprendería la misión de quemar libros?, ¿cómo entender semejante brutalidad contra el conocimiento y el humanismo?, porque después de todo las sociedades evolucionaron a partir del trasvasamiento generacional del saber. Sin embrago la realidad superó a la ficción.

Hoy lunes 24 de marzo se cumple un nuevo aniversario de golpe de Estado que dio comienzo a la última dictadura-cívico militar en la Argentina. La Junta de Comandantes presidida por Jorge Rafael Videla, Eduardo Massera y Orlando Agosti instalaron en 1976 el terror y gestaron la dictadura más brutal que conoció el país. Dispusieron de la represión organizada utilizando el aparato estatal, construyendo centro clandestinos de detención y exterminio, donde los secuestrados eran sometidos a todo tipo de vejaciones y condiciones infrahumanas, y la tortura y el robo de bebés (las mujeres daban a luz en cautiverio), resultaban moneda corriente.

Un millón de libros quemó la dictadura genocida.

En Quilmes hubo dos centros clandestinos de detención: Pozo de Quilmes, ubicado en la Departamental de Investigación, Allison Bell 701, y también Puesto Vasco, Pilcomayo 69 en Don Bosco. Por este último pasaron 69 personas que fueron detenidas y vejadas, y por el Pozo 300, ambos dentro del circuito represivo de Ramón Camps, el Jefe de la Policía bonaerense 1976, 1977.

Pero la barbarie militar no asoló únicamente los cuerpos de los argentinos y argentinas, sino la cultura.

Fahrenheit 451 en el conurbano

La cultura fue un campo de batalla  para la última dictadura, y los libros fueron considerados peligrosos y sus lectores, sospechosos; tener un texto de Lenin, el Che Guevara o León Trosky podrían tornarte subversivo. La literatura del boom latinoamericano (García Márquez, Carlos Fuentes, Isabel Allende, Julio Cortázar) podía conducirnos a “una ilimitada fantasía”, y producir la “disolución de los valores morales de la patria” o “afectar la seguridad nacional”.

En el conurbano sur, más precisamente en Sarandí, partido de Avellaneda, sucedió un hecho que superó la ficción escrita por Ray Bradbury: la dictadura que desplegó su poder asesino seleccionó, censuró, secuestró y quemó más de un millón de ejemplares del Centro de Estudios de América Latina. 

¿Por qué fueron seleccionado los libros de esta editorial? Su fundador había sido Boris Spivacow, un inmigrante soviético integrante de la Federación Juvenil Comunista, cuya editorial conformada en 1966, bajo la dictadura de Onganía, circulaba por toda América Latina. Previamente a la incineración, se abrió una causa contra la editorial en el Juzgado Federal de La Plata a cargo del Doctor Gustavo de la Serna por presunta infracción a la Ley 20840 (Ley de Seguridad Nacional, conocida como Anti subversiva.

La hoguera en Sarandí se produjo en la esquina de Ferré y Agüero, el 26 de junio de 1980. Los Fahrenheit 451 se produjeron en diferentes partes del país, en Rosario se incineraron unos 80.000, en la Capital Federal, y otros miles de textos en Córdoba y Entre Ríos.

En Córdoba bajo las órdenes de Luciano Benjamín Menéndez, luego de una conferencia de prensa, Jorge Eduardo Gorleri, el Jefe del Regimiento de Infantería del III Cuerpo del Ejército ordenó confiscar y quemar, y exhibió una pila de cientos de libros.

Los cruzados de verde oliva se propusieron un estricto aparato control, censura y eliminación de materiales que podían llegar a “desviar el pensamiento de la juventud”. Como cuenta Felipe Pigna en su texto “La Letra con sangre entra”, una de las revistas con mayor tirada de aquella época, Para Ti, en una “Carta Abierta a los padres argentinos”, dice, “en esta guerra no sólo las armas son lo importante. También los libros, la educación y los profesores”. Además en la misma carta incentivaban a preocuparse acerca de que leían sus hijos tanto en la escuela como en su propia casa.

Más que nunca, Nunca Más

Finalizo estas líneas reflexionando acerca del fenómeno opuesto, la falta de lectura, de formación que parece abundar en alguno de los personajes actuales que integran la realidad política nacional, y en especial el actual gobierno de la Libertad Avanza, presidido por Javier Milei. El empobrecimiento del debate público, la tergiversación de manera malintencionada de los argumentos, la ofensa gratuita y la falta de ideas: gritones de cuarta y miserables parecen abundar en el primer plano de la política nativa.

Por ello resulta necesario hacer memoria, historizar, volver a los textos y salir de las pantallas, del scroleo serial que nos ofrece Tik Tok, y la marea de imágenes instagrameras. La cultura también representa un campo de batalla para el gobierno mileista, y por eso músicos, actores y otros representantes de la cultura son sojuzgados por el propio presidente y por los trolls y streamers libertarios. La última dictadura y este gobierno democrático de Javier Milei no son lo mismo. Pero el nivel de agresión al mundo de la cultura, muestra una forma autorítaria y de persecución ideológica, que este gobierno también ejerce.

Necesitamos pensar, criticar, historizar, profundizar y para todo ello precisamos de los libros, del conocimiento. Nada es casual, producto de la falta de lectura, de quemar libros, y de declarar “peligroso al conocimiento”, tal vez sobrevenga un presidente lleno de miseria y brutalidad, agresivo y soez. Que el presidente confunda el nombre del Libertador de América, y que lo llame Juan José de San Martín, o que hable del Producto Bruto Interno en la Edad Media, no es casual. No olvidemos el golpe de Estado, no licuemos la democracia, y por ello más que nunca, Nunca Más a la barbarie contra los cuerpos, Nunca Más a la hoguera del conocimiento, a la estigmatización de las ideologías, al negacionismo cómplice. A 49 años ejerzamos la memoria, para que el horror en la Argentina no sea olvidado.