Reseña: Daniela Pasik (@unadanixa). Foto: gentileza de Adolfo Rosenfeld.
A Vincent van Gogh le gustaban las flores. Ahí está su serie de girasoles como botón de muestra más famoso. O Los lirios, un cuadro que hizo inspirado en los que había en el jardín del asilo mental donde estaba en 1889, un año antes de su muerte. Sobre Jarrón de gladiolos y aster chino, que pintó en 1886, le contó a un amigo en una carta que hacía estas naturalezas porque no tenía plata para pagar modelos. Muchos de sus cielos, con colores brillantes y pintura densa mezclada con blanco, amarillos y verdes, eran así porque el pigmento azul era más caro y cuando se le acababa tenía que seguir igual.
En su momento poca gente lo apreciaba. La posteridad le dio reconocimiento y también llenó su obra de (casi siempre acertadas) explicaciones. Teorías sobre la intención del artista y etcéteras elevados realizados por académicos del arte y también del psicoanálisis. Pero el motivo de muchas de las experimentaciones de Van Gogh era otro: la falta de dinero y una pulsión por seguir creando. El resultado es genial, pero el móvil siempre fue encontrar cómo jugar con ciertas ideas y técnicas solo con lo que tenía a mano.
Virginia Cosin, primero en Partida de nacimiento (2011) con retazos de su blog, y ahora aún más en su reciente Pasaje al acto (2019, ambas editadas por Entropia), juega con lo que tiene a mano. En su segunda novela, la materia prima que usa, porque está a mano, son sus lecturas personales, las películas que le gusta ver o terminó viendo y las anotaciones fragmentadas que fue realizando a lo largo de años. Así construye una trama narrativa para seguir creando.
Ya desde el título, Pasaje al acto, empieza la experimentación. Aunque es un término psicoanalítico, un momento extremo de hacer real la locura, Cosin no se refiere exclusivamente al acting out del que habla Lacán. Y sí, la protagonista está internada temporalmente en un psiquiátrico después de un intento de suicidio. Y claro, hay algo de actuación o representación en la narradora, que dice: “Me quiero ir. Yo no soy como el resto. Soy distinta. Estoy actuando”.
Pero ese “pasaje” también es una suerte de túnel por el que la narradora escarba en sus recuerdos y el “acto” puede ser la revisión del pasado para contrastarlo con el presente, y entonces inferir un futuro posible, distinto al esperable. También, hay un “pasaje” en el que la escritora –no la protagonista– explora el dolor, los privilegios de clase, el beneficio de la belleza que se paga con peligro y las formas del desamor como posibles trampas. Y un “acto” que hace la autora para quien lee: crear ese juego de diferencias entre la memoria luminosa superpuesta con la mugre real, contrastar para ver lo que se creía la vida en la cordura y entender desde el psiquiátrico que aquella era la locura. Y además, “Pasaje al acto” suena bien. Porque Cosin, como Van Gogh, juega. Y lo hace con lo que tiene a mano.
Pasaje al acto fue publicada por Entropía, en 2019, y tiene 124 páginas.
La historia está narrada en una primera persona que funciona tanto que incluso puede hacer creer que esta novela se armó con retazos autobiográficos. Y que desde ese “yo” real se universaliza hacia la empatía de tantas otras personas, lectoras y lectores que siempre, inevitablemente, van a encontrar en la historia si son como la protagonista o no. Y si no, se terminarán reconociendo (y sería para hablar en terapia) en quienes la rodean y rodearon.
Pero Pasaje al acto no es eso que está un poco en boga y llaman “literatura del yo”. Esta es una novela que parece biográfica, pero está tejida por su autora con pericia para mostrar una especie de road movie interior, como si fuera una película de aventuras existenciales, armada como una saga de epopeyas intimas y familiares (en referencia a la familia, pero también a lo reconocible).
Hay citas a grandes autores, entre Flaubert y Shakespeare pasando por Alejandra Pizarnik y Anne Sexton, hasta Lucio V. Mansilla o Nietzsche. También hay referencias cinematográficas elevadas, como Ingmar Bergman. Pero Cosin no sobreactúa intelecto. Están ahí también una canción de Silvio Rodríguez, una publicidad del televisor Grundig, “caro pero el mejor”, la inquietantemente hermosa película La secretaria y hasta la sección de horror en el Blockbuster. Esas referencias de la autora configuran la historia de su protagonista y así construye, con esos retazos elegidos con pericia, a esta mujer joven en estado de pausa, momentáneamente en un psiquiátrico, que hace un viaje tan vertiginoso como inmóvil por momentos de su vida que, de pronto, se descubren precipicios.
La protagonista-narradora internada -que con humor un poco cruel se compara con Winona Ryder en Inocencia interrumpida- cuenta su presente impreciso, casi contrahecho, en la clínica en la que lee Madame Bovary y se obsesiona eróticamente con su psiquiatra. Cada tanto la visita su madre o su hermano. También habla con su compañera de cuarto, la misteriosa O. Mira, observa a las enfermeras y las imagina afuera. De cada hecho, prístino, escueto, se desprende algo del pasado, que anota en cuadernos o recuerda. Y es ahí en donde se arma el camino, repleto de suspense, que la trajo hasta este lugar (tanto el geográfico como el anecdótico).Un momento robado a la noche en una pileta, una mano de hombre que entra en la bombacha de una malla femenina. Es una escena cachonda. A la vez es incomoda, porque esa mujer a la que le hacen una paja es en realidad una púber, casi niña, y el que seduce es su hermanastro, más que nada su ídolo, su objeto de admiración. Entonces la calentura se vuelve angustiante, para la protagonista y también para quien lee, y sin embargo, en ambos casos, se sigue hasta el final. Con morbo, con cierto padecimiento.
Un recuerdo de infancia repleto de magia, cuando la protagonista comparte con su hermanito el ritual que la salva de lo cotidiano. Los dos escondidos en un ropero, haciendo fuerza para que sea la nave que los lleva al país invisible. “Es tan hermosa la idea de que haya otro lugar, en otro tiempo y en otro espacio, un lugar del que no podemos acordarnos pero en el que creemos, que nos tomamos de la mano y esperamos en ese caldo de aire oscuro hasta que nos llaman a cenar”, dice. Y esa ternura se hace añicos en el presente, con el adulto en una visita al psiquiátrico, un hombre que no solo desconoce a aquella chica que lo piloteaba, sino que la mira y le habla con hartazgo, le reclama la escenita actual.
Una mejor amiga del pasado, distanciada por la vida y después por la muerte. Un padre ausente, a veces violento, siempre en el borde de lo que no se ve desde afuera. La familia ensamblada en la infancia, la promesa de pertenencia que se esfuma. Un hermanastro que cruza una línea. Un profesor de la secundaria para el primer coito. Un docente de la facultad como primera pareja. El jefe, amante. Y toda la configuración del deseo corrida de lugar.
Un pasaje, atravesar el túnel de la historia. Y un acto: saber que no hay tanta diferencia entre eso que parece locura y la vida aparentemente normal. "Las pequeñas emociones son las grandes capitanas de nuestras vidas y las obedecemos sin saberlo", dijo Van Gogh. Esa frase podría ser un póster en el cuarto (del psiquiátrico o su casa cuando salga) de la protagonista (y/o de la autora) de esta novela.
A Vincent van Gogh le gustaban las flores. Ahí está su serie de girasoles como botón de muestra más famoso. O Los lirios, un cuadro que hizo inspirado en los que había en el jardín del asilo mental donde estaba en 1889, un año antes de su muerte. Sobre Jarrón de gladiolos y aster chino, que pintó en 1886, le contó a un amigo en una carta que hacía estas naturalezas porque no tenía plata para pagar modelos. Muchos de sus cielos, con colores brillantes y pintura densa mezclada con blanco, amarillos y verdes, eran así porque el pigmento azul era más caro y cuando se le acababa tenía que seguir igual.
En su momento poca gente lo apreciaba. La posteridad le dio reconocimiento y también llenó su obra de (casi siempre acertadas) explicaciones. Teorías sobre la intención del artista y etcéteras elevados realizados por académicos del arte y también del psicoanálisis. Pero el motivo de muchas de las experimentaciones de Van Gogh era otro: la falta de dinero y una pulsión por seguir creando. El resultado es genial, pero el móvil siempre fue encontrar cómo jugar con ciertas ideas y técnicas solo con lo que tenía a mano.
Virginia Cosin, primero en Partida de nacimiento (2011) con retazos de su blog, y ahora aún más en su reciente Pasaje al acto (2019, ambas editadas por Entropia), juega con lo que tiene a mano. En su segunda novela, la materia prima que usa, porque está a mano, son sus lecturas personales, las películas que le gusta ver o terminó viendo y las anotaciones fragmentadas que fue realizando a lo largo de años. Así construye una trama narrativa para seguir creando.
Ya desde el título, Pasaje al acto, empieza la experimentación. Aunque es un término psicoanalítico, un momento extremo de hacer real la locura, Cosin no se refiere exclusivamente al acting out del que habla Lacán. Y sí, la protagonista está internada temporalmente en un psiquiátrico después de un intento de suicidio. Y claro, hay algo de actuación o representación en la narradora, que dice: “Me quiero ir. Yo no soy como el resto. Soy distinta. Estoy actuando”.
Pero ese “pasaje” también es una suerte de túnel por el que la narradora escarba en sus recuerdos y el “acto” puede ser la revisión del pasado para contrastarlo con el presente, y entonces inferir un futuro posible, distinto al esperable. También, hay un “pasaje” en el que la escritora –no la protagonista– explora el dolor, los privilegios de clase, el beneficio de la belleza que se paga con peligro y las formas del desamor como posibles trampas. Y un “acto” que hace la autora para quien lee: crear ese juego de diferencias entre la memoria luminosa superpuesta con la mugre real, contrastar para ver lo que se creía la vida en la cordura y entender desde el psiquiátrico que aquella era la locura. Y además, “Pasaje al acto” suena bien. Porque Cosin, como Van Gogh, juega. Y lo hace con lo que tiene a mano.
Pasaje al acto fue publicada por Entropía, en 2019, y tiene 124 páginas.
La historia está narrada en una primera persona que funciona tanto que incluso puede hacer creer que esta novela se armó con retazos autobiográficos. Y que desde ese “yo” real se universaliza hacia la empatía de tantas otras personas, lectoras y lectores que siempre, inevitablemente, van a encontrar en la historia si son como la protagonista o no. Y si no, se terminarán reconociendo (y sería para hablar en terapia) en quienes la rodean y rodearon.
Pero Pasaje al acto no es eso que está un poco en boga y llaman “literatura del yo”. Esta es una novela que parece biográfica, pero está tejida por su autora con pericia para mostrar una especie de road movie interior, como si fuera una película de aventuras existenciales, armada como una saga de epopeyas intimas y familiares (en referencia a la familia, pero también a lo reconocible).
Hay citas a grandes autores, entre Flaubert y Shakespeare pasando por Alejandra Pizarnik y Anne Sexton, hasta Lucio V. Mansilla o Nietzsche. También hay referencias cinematográficas elevadas, como Ingmar Bergman. Pero Cosin no sobreactúa intelecto. Están ahí también una canción de Silvio Rodríguez, una publicidad del televisor Grundig, “caro pero el mejor”, la inquietantemente hermosa película La secretaria y hasta la sección de horror en el Blockbuster. Esas referencias de la autora configuran la historia de su protagonista y así construye, con esos retazos elegidos con pericia, a esta mujer joven en estado de pausa, momentáneamente en un psiquiátrico, que hace un viaje tan vertiginoso como inmóvil por momentos de su vida que, de pronto, se descubren precipicios.
La protagonista-narradora internada -que con humor un poco cruel se compara con Winona Ryder en Inocencia interrumpida- cuenta su presente impreciso, casi contrahecho, en la clínica en la que lee Madame Bovary y se obsesiona eróticamente con su psiquiatra. Cada tanto la visita su madre o su hermano. También habla con su compañera de cuarto, la misteriosa O. Mira, observa a las enfermeras y las imagina afuera. De cada hecho, prístino, escueto, se desprende algo del pasado, que anota en cuadernos o recuerda. Y es ahí en donde se arma el camino, repleto de suspense, que la trajo hasta este lugar (tanto el geográfico como el anecdótico).Un momento robado a la noche en una pileta, una mano de hombre que entra en la bombacha de una malla femenina. Es una escena cachonda. A la vez es incomoda, porque esa mujer a la que le hacen una paja es en realidad una púber, casi niña, y el que seduce es su hermanastro, más que nada su ídolo, su objeto de admiración. Entonces la calentura se vuelve angustiante, para la protagonista y también para quien lee, y sin embargo, en ambos casos, se sigue hasta el final. Con morbo, con cierto padecimiento.
Un recuerdo de infancia repleto de magia, cuando la protagonista comparte con su hermanito el ritual que la salva de lo cotidiano. Los dos escondidos en un ropero, haciendo fuerza para que sea la nave que los lleva al país invisible. “Es tan hermosa la idea de que haya otro lugar, en otro tiempo y en otro espacio, un lugar del que no podemos acordarnos pero en el que creemos, que nos tomamos de la mano y esperamos en ese caldo de aire oscuro hasta que nos llaman a cenar”, dice. Y esa ternura se hace añicos en el presente, con el adulto en una visita al psiquiátrico, un hombre que no solo desconoce a aquella chica que lo piloteaba, sino que la mira y le habla con hartazgo, le reclama la escenita actual.
Una mejor amiga del pasado, distanciada por la vida y después por la muerte. Un padre ausente, a veces violento, siempre en el borde de lo que no se ve desde afuera. La familia ensamblada en la infancia, la promesa de pertenencia que se esfuma. Un hermanastro que cruza una línea. Un profesor de la secundaria para el primer coito. Un docente de la facultad como primera pareja. El jefe, amante. Y toda la configuración del deseo corrida de lugar.
Un pasaje, atravesar el túnel de la historia. Y un acto: saber que no hay tanta diferencia entre eso que parece locura y la vida aparentemente normal. "Las pequeñas emociones son las grandes capitanas de nuestras vidas y las obedecemos sin saberlo", dijo Van Gogh. Esa frase podría ser un póster en el cuarto (del psiquiátrico o su casa cuando salga) de la protagonista (y/o de la autora) de esta novela.