En 1924, durante la presidencia del radical Marcelo T. de Alvear, un grupo de correligionarios disconformes con su partido, fundó la Unión Cívica Radical Antipersonalista. Su objetivo era defender la “impersonalidad de la coalición”, una de las cuatro banderas del radicalismo establecidas por Leandro N. Alem. Más allá del enunciado grandilocuente, su programa era relativamente sencillo: terminar con el liderazgo del viejo caudillo Hipólito Yrigoyen. El método para lograrlo era aún más elemental y consistía en reemplazar ese liderazgo malo por el liderazgo bueno de Leopoldo Melo, líder de los antipersonalistas. La contundente victoria de Yrigoyen en las elecciones de 1928 -un verdadero plebiscito en el que consiguió más de 61% de los votos, a casi treinta puntos de Melo- evaporó el sueño del antipersonalismo.
La nueva fracción radical tendría éxito recién unos años después, durante la Década Infame, integrando la Concordancia junto a conservadores y socialistas disidentes. Al parecer, los liderazgos políticos buenos son aquellos que prescinden del apoyo de las mayorías.
Casi cien años más tarde, el presidente Alberto Fernández acaba de relanzar la lucha de Leopoldo Melo durante una entrevista con Tomás Rebord: “Mi objetivo es terminar con los personalismos, no podemos estar toda la vida dependiendo de la decisión de uno”.
La afirmación genera una serie de asombros. El primero, señalado por el propio Rebord, es que la presidencia de Fernández se originó justamente en la decisión de una persona, CFK, quien -como Yrigoyen hace un siglo- contaba con el apoyo popular del que carecía el elegido. El presidente no sólo “permitió que eso pase” sino que fue el primer beneficiado.
El segundo asombro tiene que ver con una realidad institucional: nuestro sistema presidencialista es por definición personalista. Como establece el artículo 99 de la Constitución Nacional, el presidente “es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país.” El Ejecutivo no es un cuerpo colegiado- un Triunvirato, una asamblea o un consejo de sabios- y sólo existe una “lapicera”, como el propio presidente lo ha aclarado más de una vez.
Es por eso que hay una contradicción fundamental en Melo y en Fernández al presentar sus liderazgos como un antídoto contra el personalismo. Eso equivale a establecer que los liderazgos políticos son como el colesterol: los hay buenos - como los de ellos- y los hay definitivamente malos, como los de Yrigoyen o CFK. La virtud de los liderazgos sería entonces inversamente proporcional al entusiasmo popular que generan los líderes. En realidad, lo que ambos están dirimiendo son atendibles disputas de poder -que incluyen diagnósticos y políticas divergentes- y no debates celestiales entre ángeles y demonios.
Pero el mayor asombro de la entrevista no fue el relanzamiento de una antigua disputa radical sino la definición tajante que Alberto Fernández dio sobre la política: “es el arte de administrar la realidad”. En realidad, debería ser el arte de mejorarla, más allá de que definir esa realidad sea un debate en sí mismo.
Como ciudadanos no votamos cada cuatro años al gerente de un hotel que vela por la limpieza de las habitaciones y la colocación de toallas limpias y amenities en los baños. En un sistema como el nuestro, tal como lo mencionamos antes, el presidente es un líder con enorme poder para correr los límites de lo posible, expandiendo nuestras expectativas. Limitarse a administrar la realidad significaría, además, estar conforme con ella, algo difícil de sostener hoy, con los índices de pobreza que padecemos, los salarios por el piso y los precios por las nubes. Néstor Kirchner y CFK no administraron la realidad que recibieron sino que la mejoraron en favor de las mayorías. Del mismo modo lo hizo Yrigoyen y es por eso que lo seguimos recordandomientras olvidamos a su rival Melo.
Los gobiernos peronistas comunican a través de la gestión, a través del ejercicio impaciente del poder. Las vacaciones pagas, el aguinaldo, el sufragio femenino, el fin de la estafa legal de las AFJP, la AUH o las moratorias previsionales que permitieron que millones de jubilados percibieran un haber, no fueron decisiones para “administrar” la realidad sino que buscaron con éxito modificarla.
Y de eso trata la política, ya sea hoy, en 2003, en 1945 o en 1924,: de ejercer el poder con impaciencia para mejorar una realidad adversa.