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'Encontrarse a uno mismo' parece haberse convertido hoy en panacea universal, y sin embargo recién cuando resignamos buscarnos a nosotros mismos podemos poner la vida al centro y así advertir lo que necesitamos imperiosamente conectar y recuperar: el instinto.
Suele objetarse que el instinto resulta una noción ya superada por el Psicoanálisis, y por eso es una escuela que reconoce en la constitución de una subjetividad responsable inevitable, sin embargo, una cultura del malestar. Más adecuado a un modelo teórico de bienestar, propiamente, resulta abrevar por eso en el pensamiento de quien, sin pretender para sí status científico alguno, tuvo algo ciertamente muy distinto qué decir: F. Nietzsche, por supuesto, un pensador que en su prédica a favor de la nobleza del ser humano no tuvo reparos en perder generosamente hasta sus mismos propios límites personales. Ocurre que el instinto tiene sus bemoles: cuando se desata hay que atenerse a las consecuencias, mas vivir en riesgo de esta forma es, para algunos, mil veces preferible a ser parte del mercado.
Por supuesto, Nietzsche estaba plenamente consciente que convivir resulta y genera algo del orden de la cultura - basta compartir un departamento para darnos cuenta. Pero cuando la cultura misma olvida bregar por la expresión de la singularidad de cada cual y se aboca, en cambio, a obstruir deliberadamente nuestra parte instintiva, se convierte en esa típica voz de la culpa que nos dice que al ser con los demás necesitamos establecer límites, ponernos reglas y, en definitiva, subordinar el cuerpo a la mente. A este combate histórico de la cultura contra los instintos no lo inventó tampoco el ‘cristianismo’: ese fue sólo el nombre que Nietzsche dio a esa forma de asociarnos que se constituye negando la vida y cuyo origen sin embargo no atribuyó a la religión sino, más directa y específicamente, al Estado.
Para Nietzsche es absolutamente factible apostar por una cultura que, en lugar de generar y considerar indispensable el malestar, afirme en cambio nuestra parte instintiva, haciendo de nosotros seres plenamente activos, capaces de valorar algo como bueno cuando nos hace bien en lugar de sólo cuando así lo parezca a los demás. No es la cultura como tal el enemigo de la vida, por lo tanto, sino mas bien únicamente cuando reproduce consignas de un modo de ser que se mantiene siempre a la defensiva. La cultura que ponga la vida al centro habrá de florecer en medio de una cultura que se le enfrenta, entonces, e irá constituyéndose inevitablemente por tanto ella misma en un cierto gesto de resistencia.
A veces creemos descubrir qué elemento de la cultura en particular hizo y hace que nos desconectemos de la vida. Pero no ha de ser simplemente venciéndolo, sin embargo, como permitiríamos que se expresase entonces a cabalidad nuestra potencia. Todo ocurre, mas bien al contrario, como si la cultura reactiva hubiera hecho del cuerpo un ente a ser gobernado por la misma razón por la cual hoy los talibanes, por ejemplo, tapan cobardemente los ojos de sus mujeres: saben que ellos tienen la virtud de hacer que nos reconozcamos libres, señores y nómadas. Y ese es precisamente todo el secreto de una cultura cuando se torna reactiva: convencernos que permanecer presos, siervos y sedentarios, resultan los valores por excelencia en la vida. Sería muy poco sensato, sin embargo, plantearnos de frente contra esta sumisión explícita, pues: ¿qué necesidad reportaría vencer lo que se declara ya vencido desde el comienzo?
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Hoy nos rasgamos las vestiduras cuando vemos a lo colectivo puesto en cuestión. Pero el gesto de resistencia implicado en el desafío de afirmar la vida no puede ser reactivo. Y en lugar de oponerse frontalmente a lo que la cercena, por eso, pasa siempre por estimular al contrario la vivencia de sabernos únicos, afianzando así la sensación de ser cada uno irrepetibles y valorando, en definitiva, nuestra singularidad. Este encuentro con nosotros mismos se ofrece de forma propiamente poética recién cuando, por supuesto, esa concepción mezquina de lo público, reducida a algo compartido entre varios privados, comienza a desvanecerse. Y, de esta forma, la puesta en cuestión de lo colectivo demuestra ser también, en definitiva, nuestra propia y más importante bandera.
Al mismo tiempo y como su otra cara de la moneda, conectarnos con nuestra parte instintiva resulta dar cuenta, necesariamente, de nuestra soledad esencial. Hasta podría decirse entonces que, más que reaccionar contra nuestra parte instintiva, lo que la cultura reactiva históricamente hizo fue protegernos circunstancialmente lo mejor que pudo de dicha soledad, a la que supone aterradora sólo porque en su modelo teórico no entra de ninguna manera que esté acompañada sin embargo por la tierra y el aire, el sol y las demás estrellas, el agua, el fuego, más todos los caminantes que, por supuesto, vayamos cruzando en el camino.
¿Qué clase de 'nosotros' formulamos, sin embargo, quienes ansiamos no solamente vivir sino, más propiamente, acompañar la vida en su misma danza?... Nietzsche nunca despreció esta pregunta y, todo lo contrario, supo que resulta crucial tenerla fundamentalmente en cuenta a la hora de articular los elementos de una cultura que se pretenda activa dado que siempre es lícito sospechar - y, mas bien, no debiéramos dejar de sospecharlo nunca - que nuestra resistencia al sistema de cosas actual pueda tener escondida una concesión a la cobardía. Si bien estamos plenamente convencidos de que la participación en la cosa pública, al menos tal como está planteada hoy en oposición a lo privado, es algo que no resulta demasiado convocante, ello no supone por supuesto que nos hayamos retirado necesariamente al cómodo ámbito de lo privado sino que, mas bien todo lo contrario, sufrimos ahora lo público mismo en carne propia.
Poner en duda o directamente cuestionar, como ha ocurrido tantas veces, la relación entre lo político y un paradigma que, centrado en la vida, afirmase nuestra parte instintiva, es una típica postura reactiva que no responde necesariamente a banderías políticas históricas, sean de derecha o izquierda. Porque la derecha, como es lógico, es la primera en negar la posibilidad de conciliar ambos términos, pero la izquierda tradicional tampoco está capacitada para abordar dicha problemática debido a que se funda - y sostiene a raja tabla - la concepción del ser humano como un ser social por naturaleza. Mas bien, la dificultad de conciliar a la vida con lo político responde a que, si bien resulta una modificación sustancial de orden teórico, no puede ser formulada sin esa transformación personal supuesta en el intento de aprender a poner la vida al centro.
Lejos de resultar un remanente fuera de época en nuestro marco teórico, valorar nuestra parte instintiva estaría mas bien a la vanguardia del pensamiento de una nueva política brindando testimonio de un novedoso 'nosotros' activo, soberano y biocéntrico. Porque no es partiendo del ser humano como un ser social que nos agrupamos sino que, mas bien, en nuestro caso ocurriría justo al revés: nos agrupamos para aprender a dar al fin con esa parte nuestra - la de cada cual, individualmente considerado - que se reconoce siendo, en primerísima instancia, una partecita misma a su vez de algo que nos excede al infinito.
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Nietzsche señala oportunamente que el instinto pierde esa carga negativa que le adosa la cultura sólo cuando valientemente le quitamos su tradicional máscara en torno a la mera sobrevivencia. Ocurre que el instinto es legítima y verdaderamente instinto recién cuando afirma la vida, incluso y sobre todo, hasta en la muerte misma. Sólo así, sin cálculo alguno ni medida, entra en resonancia con lo sagrado. Y de esta propia desmesura mana nuestra singularidad cuya fuerza, sin dirección ni propósito, no está separada nunca de lo que puede y funda, en su misma falta de fundamento, paradójica y graciosamente su carácter afirmativo.
La cultura que nos formatea, y a la que por tanto nos resistimos, es justo esa que seductora e inocentemente hace del ser humano un ser social por naturaleza, a la vez que, en la mera conservación de la vida, pretende encontrar la función de la sociedad por excelencia. De estos dos axiomas se desprende eso que Nietzsche llama entonces 'espíritu de rebaño', pertinente apelativo para ese falso 'nosotros' que se define siempre, negativamente, estableciendo rigurosamente el límite entre los que pertenecen y no pertenecen a su peculiar concepto reactivo de lo grupal. Dicho 'nosotros' resulta, precisamente, eso mismo que literalmente subleva a quienes intentamos poner la vida al centro, haciéndonos sentir seres de otro planeta.
Quienes aprendemos a danzar la vida sabemos que no nos salvamos solos: ello es una cuestión instintiva tan fundamental como beber y comer en sí mismos cuando logramos farfullar ese nosotros de raíz sagrada capaz de designar algo muy distinto a esa mera ampliación de la primera persona del singular. El sentimiento de comunión afincado en la vida es algo que resulta muy pobremente expresado, sin embargo, tanto cuando lo fundamos en el intercambio como en la mismísima solidaridad, porque lo que en realidad está en juego para quienes escapamos del mercado es algo de otro nivel que exige redefinir hoy a la justicia social por fuera de todo criterio economicista.
Un nosotros activo no califica entonces - o no debería hacerlo nunca - a seres que poseyeran algo supuestamente en común. Cuando la naturaleza de quienes se sienten expresados en dicho 'nosotros' jamás es primeramente social sino instintiva, nada encuentran que los identifique propiamente entre sí. Ni siquiera algo que buscasen de común acuerdo. Es cierto que se han propuesto, cada uno por su cuenta y riesgo, no dejarse domesticar, pero están juntos sólo cuando ocurre eso que llamamos vida. Y no porque no crean en la comunión, sino porque precisamente la vivencian reconociendo, de manera incondicional, su rostro salvaje contra el firmamento.