Argentina es la Grecia de la militancia. Si no nos equivocamos, en ningún otro lugar del planeta hay un día para celebrar lo que pone en juego esta venerable palabra. Ella denota una praxis, mucho más vieja y pluricultural que la Argentina, pero que difícilmente gozara del mismo sublime prestigio que alcanzó en nuestro país. La resentida expresión “militonto”, con la que se burlan los agoreros del desánimo, es ininteligible en otras latitudes. Militancia es, también, el nombre de una teoría política que, aquí sí, es pura invención de la experiencia argentina, gracias a la centralidad de la que el fenómeno disfrutó durante los años kirchneristas.
Hay día de la militancia porque la resistencia da sus frutos, porque no nos resignamos a consumirnos en las penumbras. La frase de Trelew, cuya cifra fue escrita con sangre, perdería toda su mística revolucionaria y su espíritu sanmartiniano si no alumbrara el horizonte de la libertad. “Libres o muertos, jamás esclavos” significa que siempre hay motivos para luchar. Que ni siquiera la peor derrota es un justificativo para quebrarse. Porque si ya no tengo fuerzas para levantarme, quedará un resto espiritual y espectral que llamará a que se levanten otros, a que se levanten todos. Jamás se trató de apelar al martirio, pues la nuestra no es una ética del sacrificio, donde alguien pone el cuerpo para que los demás no deban hacerlo. Digámoslo así: Cristo no murió en la cruz para resarcir a la humanidad de sus pecados y condenarla a la plácida y estúpida inocencia. Redención es, en realidad, un nombre alternativo para la responsabilidad absoluta, que nos despierta de nuestro sueño dogmático, también denominado individualismo.
Cuando Rodolfo Walsh publicó la “Carta Abierta a la Junta Militar”, estaba firmando su sentencia de muerte. Pero el gesto de “dar testimonio en momentos difíciles” impedía que la historia volviera a comenzar de cero, que las luchas de antaño se sumieran en la noche de los tiempos. Semejante eslabón conectaba una larga cadena de trayectorias e intervenciones anónimas, era la memoria activa que ofrece segundas oportunidades a los derrotados de ayer y de hoy. Si existe una relación entre militancia y derrota no es porque nos casemos con el derrotismo; es por el íntimo compromiso entre militancia y justicia, en un mundo plagado de injusticias. Y porque de las derrotas, así como las transigencias, nacen energías militantes inéditas que, tendidas sobre el abismo, osan gritar: ¡no nos han vencido! Elegir la militancia o, mejor, ser elegido por la militancia, es abrirnos a vivir una vida verdadera, orientada por una idea cuya nobleza y legitimidad no depende de ningún resultado. Donde parece que la militancia es una causa perdida, más son las razones para militar.
Ser militante no se reduce a tomar una decisión por la propia vida, porque la decisión nunca es tomada por uno. Es el otro (que hay en mí) el que decide. Se ve atrapado por la militancia quien es asaltado por un legado militante y puede reconocerse como heredero de una historia que todavía continúa abierta, que todavía está por escribirse, también en tiempo pasado. La consigna acuñada por La Cámpora, convocando a caminar desde la ex Esma a Plaza de Mayo los 24 de Marzo, bien podría reformularse como sigue: “porque otros militaron, militamos para que otros militen”. Que no hay militante sin otro militante (sin interpelación fulminante) es algo que teorizó genialmente Damián Selci. Atravesar la conversión, sostenerse en ella, no claudicar, dejarse organizar, es lo más difícil y lo que explica que, en política, la militancia sea toda una rareza, la excepción y no la regla. Porque lo normal es sacar a relucir las penurias del individuo, sus pasiones más bajas y tristes, que llevan a competir, a desconfiar, a traicionar. Lo realmente complejo es confiar sin garantía, sin salvoconducto para el error y depositar en manos de otro los aspectos más sensibles de nuestra vida, asumiendo que si caemos, él o ella estará para ayudarnos a ponernos de pie.
Militar será entonces resistir, más que las tentaciones del capitalismo, las tentaciones del egocentrismo (sin el cual el capitalismo, para el que todo tiene precio, no se condensaría en una estructura o máquina que aparenta funcionar sola). Vencerse a uno mismo, antes que al gran enemigo escatológico. Este giro radical anunciado por Damián Selci es tan antiguo como el cristianismo. De hecho, si quisiéramos traducir la palabra cristiano, no hay opción más convincente que “militante”. Todo el arsenal de categorías cristianas consigue en la teoría de la militancia su más sólida secularización, hasta el punto de que muchas discusiones bizantinas que irrumpen de vez en cuando, como si es adecuado reconocernos como “soldados de Cristina” (lo que incomoda a todos los intelectuales críticos), podrían resolverse fácilmente si buceáramos con más frecuencia en los mares antiquísimos de la etimología y no se entendiera el sustantivo soldado simplemente desde el verticalismo militar (que ya Perón desidentificó de la conducción política), sino habilitando sus conexiones con palabras como soldar o solidaridad, cuya tradición se remonta a Roma, igual que el término latino militans.
Pero la militancia, ya lo adelantamos, no es romana. Es cristiana. Sucede cuando el soldado del César (o de la ciudad secular) deviene soldado de Cristo, que en nuestra jerga significa “Acontecimiento”. Del Acontecimiento puede desprenderse una fidelidad (los peronistas anotaremos “lealtad”) y una disciplina, la declaración de que una vida no-individual está abierta para todos y todas. Esa es nuestra buena nueva, nuestro mensaje, nuestro evangelio. Incluso si es cierto lo que alguna vez escribió Sloterdijk (“no hay universalismo sin paradojas de teoría de conjuntos: sólo se puede invitar a todos cuando se puede estar seguro de que no todos vendrán”), la vocación universalista de la militancia la arroja a la misión apostólica (apóstol quiere decir “enviado”) de ir a buscar a compañeros y compañeras siempre por-venir, en los lugares más recónditos y en los momentos más inesperados, como probó el atlético trotamundos Pablo, fundador (retroactivo) del cristianismo, religión que aguantó las muchas persecuciones sufridas y, trinchera a trinchera, desde las catacumbas, las asambleas y el “casa por casa”, subvirtió por dentro el majestuoso e imponente Imperio Romano.
No se trata, sin embargo, de un universalismo abstracto. El de la militancia es un universalismo con sentido del territorio, que recupera la lentitud casi extinta en nuestros “líquidos” tiempos posmodernos. Todo militante conoce la importancia que la paciencia y el “trabajo de hormigas” tiene para su oficio, marcado por el amor, que Cristina hizo axioma cuando dijo para la eternidad que la patria es el otro. Que el día de la militancia coincida con el primer retorno de Perón al país luego de 17 años de exilio (la proscripción fue también un exilio interno para cada peronista) revela nítidamente que para triunfar, para contagiar, para que el verbo llegue a oídos ajenos, es necesario perseverar y remar contra viento y marea. El “a pesar de” que para Weber definía la vocación política alcanza en la militancia peronista dimensiones inusitadas, vueltas canción que aglutina, emociona y moviliza. Menos para hacer culto a los caídos que para honrar su memoria y predicar su ejemplo. Por eso afirmamos que están presentes y llevamos sus nombres como bandera a la victoria.
Ese puente entre generaciones que es la militancia, cuyo papel redentor no se puede subestimar, consiste, básicamente, en solicitar la presencia virtual y actual de otro militante. No para compartir y alivianar una carga, sino para compartir la alegría de la vida que se defiende a sí misma de aquellas fuerzas nihilistas que la quieren reducir a la soledad y la desesperación. Durar, dura el borrego. Vivir, vive el militante revolucionario, decía un compañero. El presente, además de aludir al tiempo en el que la militancia se anuncia, remite al regalo o don que la militancia es, como fisura y agujero en el orden del ser, que refuta la sentencia cínica de que las cosas son como son y no se pueden cambiar. Ni siquiera frente a la peor adversidad le está permitido al militante bajar los brazos, porque es testigo del milagro de su conversión, del pasaje del hedonismo depresivo o la chatura burguesa a la vida no-individual, cuya potencia no conoce límites. ¿Quién sabe lo que puede la organización política? El testimonio no habrá que guardarlo como tesoro (el orgullo de la conciencia politizada no-militante) sino exponerlo al barro de la historia. Tomado el riesgo, la organización aventaja.
Como somos humanos, demasiado humanos, podemos flaquear, enojarnos, dejarnos ganar por la tristeza. Lo atípico sería que no ocurriera. Pero cuando confiamos en la militancia, en la organización, en el pueblo, se achican drásticamente las posibilidades de que nuestra voluntad se vea torcida o nuestro estado de ánimo liquidado por las fluctuaciones de la coyuntura o los devenires azarosos de la época. Allí donde la moral baja, hay otro que prende la mecha y enciende la temperatura; que nos aclimata para volver a enfocarnos en la lucha. Con tamaña convicción se milita: en algún rincón de la patria, en algún suspiro de la historia o en una hora indefinida que vendrá hay alguien que podemos llamar compañero o compañera, que nos llama y nos está esperando: tú militas, yo también.