Por Norma Kisel
Vivimos inmersos en la globalización, la información nos atraviesa segundo a segundo: imágenes, sonidos, gritos, sirenas, cuerpos mutilados, sangre; nada nuevo bajo el sol, pero uno no puede evitar el escalofrío, la náusea y el dolor.
Llegan noticias de Israel, todas provocan angustia y evocan los peores fantasmas; historias de las que estamos hechos: exilios, emigraciones, lecturas, miles a lo largo de la vida, historias familiares, de sobrevivientes de la Shoá, como toda mi familia.
En aquellos relatos familiares Israel significaba un refugio, un lugar de acogida para todos los judíos del mundo, con inmunidad y seguridad para un pueblo perseguido desde los comienzos de la historia de la humanidad.
Durante la dictadura de 1976, como muchos otros compatriotas judíos, con mi familia recibimos asilo y fuimos protegidos de la persecución y la muerte; allí se nos ofreció ayuda económica, vivienda, educación, acompañamiento en la búsqueda laboral y asistencia en las tares de cuidado de nuestros hijos.
Nos sentíamos a salvo del genocidio argentino y de a poco el miedo fue quedando atrás. Luego fuimos aprendiendo a balbucear en hebreo y los chicos, al mes, ya casi no hablaban en castellano. Armamos comunidad con muchos inmigrantes y los viernes los festejábamos con unos asados memorables, en los que compartíamos alegrías y dolores; de a poco nos fuimos insertando en una sociedad tan ajena y al mismo tiempo tan familiar.
Comencé a trabajar en un hospital psiquiátrico y se me abrieron todas las puertas. Mi mejor amigo fue un médico árabe que se llamaba Rafik, y teníamos largas charlas sobre el conflicto entre judíos y palestinos. Fue él quien me hizo de anfitrión y de guía en un hospital en el que la mayoría de los pacientes eran palestinos nacidos en Israel.
En el centro de salud todos eran iguales: pacientes con dolencias del alma.
Por mi acento, cuando yo hablaba, me decían “Maradooona, Maradooona”; transcurría el año 1983.
Conocimos el país en poco tiempo, porque es muy chico, y me llamaba la atención el aprovechamiento de cada centímetro de tierra, como los costados de las rutas y autopistas, para sembrar lo que fuese, y lo mismo con el sistema de riego automático que habían creado para no desaprovechar el agua, escasa, porque el país fue levantado sobre un desierto.
Los edificios brotaban como hongos, en un mes te construían uno, y al siguiente, otro. Mientras, los aviones de guerra atravesaban la barrera del sonido y surcaban los cielos, y el jamsin, un viento local, polvoriento, seco y caliente, te provocaba dolor de cabeza y náuseas.
El Mar Mediterráneo estaba ahí nomas de nuestra casa.
El lugar que más me impactó fue Jerusalén, cuna de las tres religiones principales de la tierra. La mezquita de Umar, el monumento islámico más antiguo del mundo, ahí estaba, en pie. El Muro de los Lamentos, el lugar más sagrado para el judaísmo, vestigio del templo de Jerusalem, también.
Otro lugar impactante: el Mar Muerto, único en el planeta ya que se encuentra a 300 metros bajo el nivel del mar, lo que impide que allí brote cualquier tipo de vida. No hay un solo sonido a su alrededor, y fue lo más cercano que percibí a lo que debe significar la muerte.
Israel es un país con muchos matices: clima áspero, gente dura, un pueblo en armas. Sus soldados contrastan con los débiles e indefensos judíos que eran llevados a los campos de exterminio.
A los 18 años todos y todas se integran al servicio militar, que dura tres años, y la gran mayoría lo hace con un profundo sentimiento patriótico. La guerra está en el ADN de la región, una zona muy caliente. La Ley del Talión impera como la ley por excelencia, y exige un castigo igual al crimen cometido; es el ojo por ojo, diente por diente que aparece en el Viejo Testamento.
Una vez por año se celebra el Día de la Memoria, en recordación de las víctimas de la Shoá. A las 10 de la mañana, y durante dos minutos, suenan las sirenas en todo el país, se detiene el tránsito, los automovilistas salen de sus autos y esperan hasta que las sirenas cesan. Es un momento solemne y escalofriante. Israel es un país atravesado por la mística.
Por estas horas dramáticas en las que el mundo observa la masacre que se está desarrollando entre Israel y las organizaciones terroristas de la Franja de Gaza, se están violando los más elementales derechos humanos universales, generando así cada vez más odio, venganza y violencia.
Con el corazón acongojado escribo estas palabras, y como tantos otros millones, deseo que cese el terror, que se preserve la vida.
Los análisis políticos quedarán para otro momento.