Cada vez que, en charlas ocasionales o reuniones orgánicas, aparecen las ideas entusiastas o las soluciones milagrosas, no falta quien invoque el mantra favorito de los “analistas serios” y los “políticos profesionales”: la correlación de fuerzas. Por mucho que la imaginación se esmere y se eche a volar, el de lo posible es un campo acotado y con límites más o menos claros. Eso no quita que hasta los más conservadores acepten introducir dentro del orden de la explicación variables históricas. “Lo que usted propone hoy quizá resultara viable hace unos 50 años, pero actualmente no tiene ni pies ni cabeza”. En rigor, desde la disolución de la Unión Soviética el capitalismo se ha vuelto irreformable, pues hasta el más tímido intento de reforma es considerado antisistémico por quienes están autorizados a decirnos cómo son las cosas. Nuestro margen de maniobra queda así notablemente reducido. Y, con él, la esperanza de vivir en un mundo mejor.

Tal vez lo primero que tengamos que hacer para combatir semejante adversidad sea desmitificar todo lo que rodea a esta prestigiosa noción de “correlación de fuerzas”, que sin demasiado drama solemos emplear al compás de los “maestros” de la realpolitik, como si aquel fuera el único idioma que nos estuviera permitido hablar. ¿Rechazar el pago de la deuda externa? La correlación de fuerzas. ¿Subirle los impuestos a los ricos? La correlación de fuerzas. ¿Retenciones al agro? La correlación de fuerzas. ¿Intervenir el mercado de los alimentos? La correlación de fuerzas. ¿Afectar los intereses de Clarín? La correlación de fuerzas. ¿Cuál es el criterio para juzgar prudencia o falta de audacia, aventurerismo infantil o coraje? ¿Hasta dónde avanzar? ¿Cuándo frenar?

El término al que aludimos supone que todo aumento o disminución de una fuerza (un grupo, un bloque), impactará, en mayor o menor grado, en la fuerza contraria. Se trata, por supuesto, de una simplificación analítica. Indudablemente, las sociedades son mucho más complejas y plurales que un juego de dos. No obstante, en los momentos de máxima tensión, cuando urge tomar decisiones, todo parece ordenarse alrededor de dos ejes y los matices se pierden entre los colores más pronunciados. En otras palabras: antes de actuar deberíamos examinar qué es lo que tenemos enfrente, porque habrá que dar por descontado que nos encontraremos con una reacción o una resistencia. Se sigue un cálculo de probabilidades que, dependiendo del saldo de la balanza (favorable o desfavorable), nos convencerá o disuadirá de poner manos a la obra y condicionará la velocidad de la empresa y la profundidad pretendida. Así es como se piensa habitualmente la política.

Pero, ¿cómo se mide una correlación de fuerzas? ¿Es posible determinarla con una exactitud matemática? Para empezar a dirimir la cuestión, digamos que son innumerables los factores que pesan a la hora de querer inferirla. Antes que nada, importa la escala del conflicto. No es lo mismo discutir si conviene o no hacer una protesta en la puerta de la municipalidad que decretar la huelga general, expropiar a una multinacional o declarar la guerra a otro Estado.

Cada ejemplo, de hecho, involucra a actores distintos, con objetivos distintos y costos distintos por el eventual riesgo de la acción. Podría sugerirse que, cualquiera sea el caso, el aspecto inicial del problema es el trazado de un mapa del poder, una cartografía política. Cuentan no sólo el número de personas (su edad, su salud, su situación económica, su temperamento), los recursos disponibles (desde el dinero a las armas) y las condiciones geográficas (el terreno, el clima -Napoleón y Hitler podían invadir Rusia, pero debían concluir antes de que llegara el invierno-, etc.), sino también la orientación ideológica, el estado de ánimo, la cohesión y el nivel organizativo, la capacidad de movilización, el grado de combatividad, el acceso a las instituciones, el compromiso de los aliados, el historial reciente de las luchas, las expectativas a futuro, la posibilidad de influir sobre terceros indiferentes, etc. Evaluar todo esto, incluso para una querella menor, es sumamente difícil.

Por muy prolijo y riguroso que sea el cálculo, cuantas más variables incidan en el desenlace (en las políticas de Estado es necesario tener en cuenta la dimensión internacional) más complicado resulta poder asegurar antes de tiempo que se está decidiendo acertadamente. En su lugar, debe confiarse en la intuición, a sabiendas de que un pequeño detalle omitido o imprevisto puede modificar el curso de los acontecimientos.

El lanzamiento del Programa Fútbol para Todos es una muestra clara de la iniciativa política del gobierno de CFK (2009).

Es común invocar para el análisis de estos temas el principio militar de la economía de fuerzas, que nos dice que hay que atacar (o defender) con lo mejor que tenemos en el sitio y el momento decisivos. Lo cual implica, a su vez, el sacrificio táctico de las “batallas” que no definen la “guerra” (o de las escaramuzas que no definen la batalla, mas pueden servir como maniobras de distracción o de desgaste, para despistar o para ganar tiempo). Golpear donde el enemigo es más débil es una idea que podríamos asociar al nombre de Lenin (quien se refería a Rusia como el eslabón más débil de la cadena imperialista). Pero, en realidad, lo que Lenin planificó (como bien señaló Mario Tronti en los años 60) fue la ofensiva donde la clase obrera era más fuerte (Petrogrado: una de las ciudades con mayor concentración industrial del mundo). Este giro es central, porque nos permite situarnos en el punto de vista de nuestra propia potencia política y en la tarea de organizarla hasta sus últimas consecuencias, sin que nos domine de manera obsesiva el poderío del enemigo. Conclusión que nos reenvía directamente a los dos más importantes pensadores de la “correlación de fuerzas”: Maquiavelo y Gramsci.

Maquiavelo ha mostrado que el locus de la acción política es el de la dialéctica entre la virtù y la fortuna, cuya zona de definición se llama ocasión. La fortuna no representa ya los designios de Dios, sino la contingencia en la que se desenvuelve la praxis humana, con sus manifestaciones inexorables, que no podemos prever ni manipular. Siempre lidiamos con una exterioridad que se nos escapa, en tanto no controlamos directamente cada intervención sobre la realidad, pero tampoco los escurridizos efectos de nuestras propias acciones. Además, como diría Hannah Arendt, los seres humanos somos imprevisibles, somos capaces de iniciar cadenas causales que no se deducen de lo que hicimos antes (de ahí el célebre concepto de acontecimiento, inmortalizado por Badiou). ¿Qué será la virtù en estas circunstancias? Prepararnos lo mejor posible para resistir los golpes de la fortuna, mas también para aprovechar las ocasiones que se nos presentan. Las ocasiones nunca se dan de pura suerte. Porque solo se les aparecen a quienes son virtuosos. En la secuencia atípica que llevó a Néstor Kirchner a la presidencia, la cuota de fortuna (que los poderosos no se vieran venir lo que seguía) no invalida que allí había virtù al acecho, lista para sacarle jugo a la oportunidad. La virtù se deja ver en sus consecuencias: la construcción del poder político que le permitió luego gobernar sin muchos de los condicionamientos que querían atarlo de manos al principio.

Gramsci, en sus famosas páginas sobre la correlación de fuerzas, es un maquiaveliano de pura cepa. Porque después de una descripción exhaustiva sobre los aspectos que hay que considerar en el análisis, distinguiendo los movimientos orgánicos y los movimientos de coyuntura (lo principal y lo secundario, lo necesario y lo ocasional) así como los diferentes estadios en el desarrollo de una fuerza (desde el nivel económico-corporativo al ético-político o hegemónico), remata:

“Pero la observación más importante que debe hacerse a propósito de todo análisis concreto de las relaciones de fuerza es ésta: que tales análisis no pueden y no deben ser fines en sí mismos (a menos que no se escriba un capítulo de historia del pasado) sino que adquieren un significado sólo si sirven para justificar una actividad práctica, una iniciativa de voluntad. Éstos muestran cuáles son los puntos de menor resistencia, dónde la fuerza de la voluntad puede ser aplicada más fructuosamente, sugieren las operaciones tácticas inmediatas, indican cómo se puede organizar mejor una campaña de agitación política, qué lenguaje será mejor comprendido por las multitudes, etcétera. El elemento decisivo de toda situación es la fuerza permanentemente organizada y predispuesta con tiempo que se puede hacer avanzar cuando se juzga que una situación es favorable (y es favorable sólo en la medida en que tal fuerza exista y esté llena de ardor combativo); por eso la tarea esencial es la de ocuparse sistemática y pacientemente en formar, desarrollar, hacer cada vez más homogénea, compacta, consciente de sí misma a esta fuerza”.

Que lo que mayor importancia tiene es organizar nuestra fuerza (las “armas propias” de las que hablaba Maquiavelo) es algo sobre lo que Perón insiste en Conducción Política. Organizar no se agota en distribuir tareas o responsabilidades. Organizar es, por sobre todas las cosas, organizar la predisposición a la lucha, donde antes yacía anárquica y dispersa. Se organiza una subjetividad, una voluntad política, el príncipe nuevo. De repente, en el análisis de la correlación de fuerzas (o sea, en la descomposición de sus elementos), gana ascendiente nuestro propio punto de vista acerca de esa correlación de fuerzas, lo cual, indudablemente, le niega sustancia. Una correlación de fuerzas desfavorable es una correlación de fuerzas que se piensa que no se puede cambiar. Caso contrario, se establece y se milita un plan de acción, aunque sea a largo plazo. O se abre un frente, para guerra relámpago o de trincheras, no interesa aquí. Interesa, más que nada en el mundo, tener el horizonte despejado, los objetivos claros. Esto no pasa por el orden del cálculo, sino por el de la convicción y el de la responsabilidad sobre esa convicción. Entonces el análisis se revela como síntesis.

Solo una vez que descubrimos qué queremos (que, socráticamente, nos conocemos a nosotros mismos) resultamos capaces de torcer una correlación de fuerzas adversa. Porque advertimos que “ganar” no significa lo mismo para todos. Piénsese en la 125, que para los “profesionales” de la política parece funcionar hoy como la demostración de que enfrentar al poder real es sinónimo de derrota. ¿Fue una derrota? Sí, si nos limitamos a analizar el conflicto en términos muy acotados, como los del destino de la ley (truncada en el Senado, luego del desgaste que generó el lobby patronal) o los de las siguientes elecciones (Néstor Kirchner perdió con De Narvaez en la Provincia de Buenos Aires). Pero si ampliamos la perspectiva, notaremos que con la 125 nació el kirchnerismo y, con él, las sucesivas oleadas militantes que lo nutrieron y lo siguen nutriendo como experiencia histórica. No se trata, en rigor, de lo que puede el paso del tiempo. Porque el tiempo habla la lengua de la fortuna. Y, como hemos visto, quien sale bien parado frente a los avatares de la fortuna es quien detenta la virtù. La organización vence al tiempo.

Las correlaciones de fuerza se institucionalizan, se estratifican, se condensan en función de las luchas pasadas y de sus saldos, que no necesariamente coinciden con sus resultados más obvios y cristalinos, pues la formación de sedimentos nuevos suele ser algo bastante imperceptible para los protagonistas de una época, quienes no dejan conclusión apresurada por sacar. En lo que fue un gran malentendido (con una gran lección), Zhou Enlai, primer ministro chino, le dijo a Nixon que era demasiado pronto para opinar sobre las consecuencias de la Revolución Francesa. La disputa por el pasado continúa abierta.

Alberto decretó como servicio esencial a las telecomunicaciones, una medida popular y necesaria, aún más con la pandemia.

Perón explicó una vez que la conducción es como caminar en un tembladeral. La conducción es la política. Siempre estamos a punto de hundirnos o de caer al vacío. Podemos hacer las cosas bien y un solo paso en falso es capaz de tirarlo todo por la borda. Por eso lo fundamental no es acertar (o sea, que la fortuna nos sonría), sino mantenernos orientados, no perder de vista nuestra lejana estrella polar. De ahí, del convencimiento axiomático, se desprende la disciplina y la paciencia que son necesarias para triunfar. Vamos trabajando con hipótesis, que ponemos a prueba y eventualmente modificamos. Pero el punto de partida (que es también el punto de llegada) es innegociable.

No es que no existan las situaciones desfavorables, los períodos de reflujo, la necesidad de reagrupar las fuerzas y evaluar las condiciones del contraataque. Lo dramático de nuestra actualidad es que hemos convertido un momento de una relación de poder en un estado permanente. ¿Cómo resultó esto posible? Devaluando los objetivos, los fines últimos. Aquí es donde hay que dar vuelta la taba. Porque la política de emancipación no puede ser un perpetuo katéchon (palabra griega acuñada por Pablo, que significa “lo que contiene”), un constante retener la ofensiva del enemigo o los demonios que se escapan de la Caja de Pandora. El puntapié para recuperar la iniciativa es saber qué queremos, y confiar.

Esperar qué pasa y ver recién ahí qué curso de acción se toma es de improvisados. La política virtuosa tiene sentido de la oportunidad. Lo que no es lo mismo que ser oportunista. El oportunista aguarda la oportunidad, a menudo una oportunidad muy pequeña, irrelevante. El virtuoso se empeña en buscarla, tiende a contribuir a su llegada. No sabe cómo ni cuándo ni dónde. Simplemente, se prepara, convencido de que marcha por la vía correcta.

Damián Selci escribió en su Teoría de la Militancia que para derrotar al enemigo hay que comenzar por derrotarnos a nosotros mismos. Derrotar el cualunquismo implica derrotar esta pasión por la exactitud del cálculo y la garantía del resultado que viene caracterizando a la política de las últimas décadas, timorata, mediocre y sin horizonte. “A los capitalistas hay que darles miedo”, planteó hace poco Mario Tronti. O sea, demostrarles que no estamos pendientes de su enorme poderío y que no nos creemos su relato sobre lo que se puede y lo que no.

Con la arrogancia de Mao, sostengamos que “el imperialismo es un tigre de papel”. Sin esta declaración exagerada pero convincente, correremos siempre de atrás. Habrá que comprender entonces que equivocarse y perder algún que otro conflicto no es algo tan grave. Y que, de hecho, puede resultar indispensable si lo que pretendemos es avanzar casilleros estratégicos. Luchar, quizá salir derrotados y, en el saldo, exhibir que lo que parecía la contienda crucial no era más que una pequeña escaramuza, mientras nuestra fuerza se acumula en el lugar y en el momento decisivos. Porque, citando a Cooke, “solo ganan batallas los que participan en ellas, y solo caen las correlaciones abrumadoras de fuerzas si, como punto de partida, existió el propósito inquebrantable de vencer”.