En 1934, un cuarto de siglo antes de ser recibido en Pekín por Mao Tse-Tung y de regresar a la Argentina con la “buena nueva” de que los chinos disponían ya de la bomba atómica, Carlos Astrada escribió una serie de artículos sobre la formación política, inspirados por el famoso y hasta hoy envuelto en polémicas “Discurso del Rectorado” de Martin Heidegger, con quien había tenido la oportunidad de estudiar. Movilizado por la idea de que la vieja educación humanística estaba agotada en la era de las masas, Astrada parece convencido de que la misión de la Universidad, su batalla cultural (Kulturkampf), es inculcar a la juventud la vocación de servicio para con el pueblo y el Estado. Ninguna disciplina científica, librada a sus propios aportes técnicos, resulta capaz de modelar esa “voluntad disciplinada”, abierta al riesgo, que el “filósofo argentino” pretende para las nuevas generaciones. Aquella tarea le corresponde a la formación política, que sobrevuela y, al mismo tiempo, escinde las asignaturas características de la Academia, que etimológicamente significa “lejos del pueblo”. La formación, por ende, trasciende la vida universitaria y aspira a conducirla, a trans-formarla.
En la esencia de la formación, que es la acción de formar o de formarse, convive un doble carácter, que podríamos equiparar con las prácticas del artista y del atleta. Perón conocía ambas dimensiones del asunto: “Conducción Política”, libro destinado a la formación de cuadros, gira en torno a ellas. En el sentido de las artes plásticas, la formación es un proceso creador, es dar forma a elementos que son heterogéneos, es un componer, como lo hace también el músico. Desde el punto de vista de la gimnasia, en cambio, la formación es ejercicio, ponerse en forma. Uno se convierte así en su propia obra, que debe perfeccionarse cada vez. Pero, ¿cuál es la forma que se proyecta, que se pone o que se da?
Forma, para empezar, es una palabra de mucho prestigio en la lengua filosófica, no completamente desconectada de su faceta preteorética de “figura”. A la teoría de las ideas de Platón se la suele traducir además como teoría de las formas. Es Aristóteles, sin embargo, quien en lugar de emplear eidos o idea (que significan aspecto, apariencia, mostrarse como, relacionados con el ver o el contemplar), utiliza el término específico morphé. La forma de una cosa, en principio, es aquello por lo que la cosa es lo que es (el uso más tradicional de sustancia, deriva de ousía). Si el ser es eidos (ser determinado), el eidos, para Aristóteles, es siempre morphé de una hyle, forma de lo que la subyace (de una materia, de un contenido). En el salir a la luz del eidos, hay algo que se sustrae, que queda por debajo, oculto. Por eso ser es llegar a ser. De ahí el par enérgeia (que corresponde a la forma) y dynamis (que corresponde a la materia). Enérgeia es ser-en-obra, actualidad, estar activo respecto al fin (télos) que mueve el ser del ente (entelékheia). Dynamis es el no-ser interno a todo ser, la semilla respecto al fruto. Esto Hegel lo comprendió muy bien: para que la semilla llegue a ser cierto fruto, debe perecer como semilla, como dynamis. El movimiento es determinado: de una cosa a la otra (Agamben interpreta que lo originario en toda potencia es la potencia de no, poder no pasar al acto, impotencia). Es el abc de la dialéctica.
También como militantes llegamos a serlo y hay que darle el punto a Agamben (aunque cambiando la perspectiva) de que en el devenir-militante del ser humano opera la inoperosidad, la potencia de no. No es el desarrollo natural de las cosas lo que nos vuelve militantes, sino su interrupción acontecimental, su in-consistencia. Ser militante es presentarse como militante ante el llamado del otro militante: del militante como enérgeia y del militante como dynamis (el militante que, en potencia, cada uno, cada no-uno, es). Llegar a serlo compete a la formación política. Esta será, entonces, la acción que nos acerca a esa forma que define a la militancia. Porque decimos que la militancia, más que atributo de un ser, más que actividad de una persona, es una forma de vida. Lo que se juega en la forma-de-vida es una vida inseparable de su forma. Para el pensamiento militante, la militancia es la vida misma, la vida verdadera (cuando nos sumamos a militar, la vida que llevábamos se nos revela como falsa o inauténtica). En ella, justamente, enérgeia y dynamis son indistinguibles, porque lo típico del “ser” militante es que está deviniendo militante siempre y, como es ley de toda potencia, la actualización es susceptible de truncarse, de fallar. La errancia acompaña a la militancia de principio a fin. Allí donde enfrentamos el pasaje o el salto entre militantes (no hay M1 sin M2, parafraseando a Damián Selci), comienza el reino de la responsabilidad absoluta. Resulta en la militancia que todo problema es en rigor un desafío, como bien comprendió Ludwig Wittgenstein en uno de sus más brillantes aforismos:
“La solución a los problemas que ves en tu vida es vivir en tal forma que desaparezca lo problemático. Decir que la vida es problemática significa que tu vida no se ajusta a la forma de la vida. En consecuencia, debes cambiar tu vida y, si se ajusta a la forma, desaparece lo problemático. Pero ¿acaso no sentimos que quien no ve allí un problema está ciego ante algo importante; a decir verdad, ante lo más importante? ¿No me gustaría acaso decir que ese tal vive precisamente ciego, como un topo, y que si pudiera ver, vería el problema? O no debo decir que quien vive correctamente no experimenta el problema como tristeza, es decir, como algo problemático, sino más bien como una alegría; por así decirlo, como un ligero éter en torno a su vida y no como un trasfondo dudoso”.
Solo hay formación política porque el origen de la política es el abismo, el conflicto irresoluble, el antagonismo, la irrelación, la crisis, la falta de fundamento último. La forma debe ser creada y sostenida con la decisión. De ahí que, en su Glossarium, Carl Schmitt ironiza con que “no somos caopolitas, sino cao-hoplitas. Al caos no pertenece la polis, sino el partisano, el filibustero, el bucanero y el corsario”. Dentro de esas figuras del límite o de los márgenes, la única capaz de hacerse cargo del drama desgarrador que todo orden contiene como una bomba de tiempo, es la militancia, que abraza la formación como una necesidad ineludible e impostergable. ¿Qué otra cosa es la militancia que una forma que se genera militando? Un militante es lo que representa la formación para otro militante. No hay una forma de militancia que preexista la praxis misma de militar que, según ha indicado Selci, es la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Por eso la militancia es la subversión de todas las identidades, la revocación de todas las vocaciones, la desactivación de todas las potestades. Distintivo de ella es vivir "como si no". Cuando alguien se incorpora a la militancia, sus relaciones mundanas quedan interrogadas, puestas entre paréntesis, suspendidas, entregadas a su impotencia, a su poder no ser lo que son. Pierden sustancia. En esa clave, la formación política implica una de-formacion. Aprender la militancia nos fuerza a desaprender lo que hasta el momento nos constituye, elegir la elección que nos ha sido dada, reconciliar el ser para-si con el ser para-otro. Lo humano se nihiliza frente a la nada originaria, pero rescatados por la potencia infinita de la organización, se recupera la energía que allí se esconde, transformada en voluntad y disciplina de la forma. La militancia es la formación permanente.
Diremos, en conclusión, que existe una primacía del cuadro político sobre el cuadro técnico. Esto no excluye la posibilidad de que el cuadro político posea conocimientos técnicos que, por definición, son siempre restringidos a ciertas cuestiones. Un cuadro con conocimiento técnico va a resolver mejor lo que, específicamente, tenga que resolver. Pero la experticia sin criterio político, sin sensibilidad política, sin vocación política, lleva a la desalmada lógica de los tecnócratas, que hacen cerrar los números con la gente afuera.
Especialista en la historia de la deuda externa argentina, en la inflación, en la causa Malvinas, en derecho laboral, en federalismo, en la Ley Orgánica de Comunas, en la gestión de residuos sólidos urbanos, en producción agrícola-ganadera, puede serlo cualquier persona que, universitaria o no, haya estudiado o experimentado largamente el asunto. Eso no la vuelve cuadro político. Para devenir cuadro político, necesita incorporar y ejercitar, día a día, la perspectiva de la militancia. Requiere, en primer lugar, empezar a estudiar y discutir el problema desde otro ángulo, contándose, incluyéndose, como parte del mismo, y como parte de su solución. Debe convertirse en un agente de contagio y no atesorar lo que haya descubierto o comprendido. Debe preguntarse en qué se transforma el problema cuando a su interpretación se suman miles y miles de compañeros y compañeras, que no tienen fin. Porque nadie sabe lo que puede un cuerpo militante. El individuo está limitado por su finitud. La militancia no conoce límites. Por eso la organización vence al tiempo. Por eso la formación sucede, en sentido amplio, en toda acción que enseñe, que comunique, a otros y a otras, que le refresque a uno mismo, lo que es militar. Que militar, antes que nada, es el arte y la gimnasia de formar militantes.