Ver: ¿Qué es la organización política (parte uno)?
IV
“La perfección se alcanza en lo orgánico”, plantea Perón en Conducción Política. Pero lo orgánico es un ejercicio, una gimnasia que debe entrenarse en circunstancias diferentes y que debe ser contagiada a los militantes, porque de nada sirve ser orgánico cuando los demás actúan inorgánicamente. Con Heidegger hemos reconocido como baquianos las ambivalencias de la organización política. Solo que él no se detiene en el itinerario o derrotero de la experiencia militante que es atravesada por la necesidad de organización. Por supuesto que Selci, en su Teoría de la Militancia, ensaya una “fenomenología del espíritu militante”. La reconstrucción del escabroso camino es exacta, pero vamos aquí a proponer un relato alternativo, que quizá aclare alguna que otra cuestión extra, a sabiendas de que en la lucha del militante por llegar a ser lo que es no debe lidiar únicamente con obstáculos externos, sino con sus propios demonios, como genialmente intuyó Perón:
“Porque, señores, estos movimientos triunfan por el sentido heroico de la vida, que es lo único que salva a los pueblos; y ese heroísmo se necesita no solamente para jugar la vida todos los días o en una ocasión por nuestro Movimiento, sino para luchar contra lo que cada uno llevamos dentro para vencerlo y hacer triunfar al hombre de bien, porque al Partido lo harán triunfar solamente los hombres de bien”.
Que el militante haga una experiencia no supone que logre el pleno uso de su voluntad, sino que se ve organizado al calor repentino del movimiento de masas, que lo inquieta y, a la vez, lo interpela, obliga a decidirse, a hacer algo con el estómago que se le revuelve, con los nervios y la excitación que el momento presente le produce, con la angustia que ocasiona la tradición de los oprimidos, sin redención. De este “espíritu santo” extrae fuerzas que no sabía que tenía, que no le pertenecen como propias y, sin embargo, lo llevan a cambiar su vida. Es la idea central de Rosa Luxemburgo: la organización militante es hija del movimiento revolucionario (pero el movimiento revolucionario, ¿no es hijo a su vez de decisiones militantes? ¿de riesgos militantes?). “Los rasgos generales de la táctica de lucha de la socialdemocracia no los «inventa» nadie, sino que son el resultado de una serie ininterrumpida de grandes actos creadores de la lucha primitiva de clase de carácter experimental”, postula la autora en su vocabulario marxista. En ese barro, en esas dificultades, se forjan los obstinados militantes, que se sienten en deuda, que oyen llamados desesperados, que arrastran consigo una carga cuyo peso debe ser compartido (organizado) y, al mismo tiempo, procesado en la singularidad. Sin esa incomodidad, sin esa ternura, sin esa capacidad de conmoverse y de rebelarse ante las injusticias, la organización se hunde en una esclerosis irreversible, porque “lo que determina el valor de una organización no es la letra de los estatutos, sino el sentido y el espíritu que insuflan en la letra los militantes más activos”.
En una clave similar, el joven Georg Lukács creía que el Partido Comunista estaba forzado a actuar como figuración histórico-concreta de la conciencia de clase del proletariado (nótese bien: “debe actuar como”). No se trata de un vanguardismo arrogante, sino de una presión que nos impulsa a dar el ejemplo, a mantener una conducta intachable, a pedir socorro o auxilio cuando consideramos que nos equivocamos. Desde el exilio, Lenin llegó a plantear que había que construir un partido de nuevo tipo, anticipándose en varios años a las reflexiones carcelarias de Gramsci sobre el Príncipe moderno. Pero, según observa Raya Dunayevskaya, nunca actualizó su teoría de la organización, como sí lo hizo con su concepción filosófica (los Cuadernos Filosóficos son un gran avance en relación con Materialismo y empiriocriticismo). Rosa Luxemburgo, por el contrario, puso mucho énfasis en la dialéctica y espontaneidad del movimiento de masas para, desde ahí, pensar el problema de la organización, mas nunca mostró demasiado interés por las cuestiones de la filosofía. Entre Lenin y Luxemburgo, Dunayevskaya designa el concepto de organización como el asunto teórico más importante del momento. Cuando dice organización, no se refiere ni al partido de vanguardia (ya agotado), ni al partido de masas (que depende de la actividad de las masas y no de los intelectuales), sino a la experiencia que atraviesa ella con su pequeño grupo militante, que no deja de estar con las masas pero que tiene que auto comprenderse en su singularidad. Hegelianamente, se trata de cargar con “el sufrimiento, la paciencia y el parto de lo negativo”. Dunayevskaya sostiene que el partido creado por los intelectuales y las formas de organización instituidas por la espontaneidad de las masas (el soviet) son contrarios mas no contrarios absolutos. Lo que hace oposición absoluta en este plano es la filosofía, que todavía no ha sido desarrollada organizativamente (aunque Marx sentó sus bases teóricas en la Crítica del Programa de Gotha). De ahí que la autora comente numerosas veces el éxtasis que sintió al estudiar en profundidad la Ciencia de la Lógica y la Filosofía del Espíritu de Hegel y encontrarse con la siguiente anotación: la idea se libera a sí misma.
Si como dijimos con anterioridad, la organización es la plenitud de la idea, ¿qué ocurre con los militantes? Selci ha mostrado que para el Ego, la Organización solicita de sus militantes una entrega total, abnegada, continua. El militante es como la amante de la Organización: debe estar disponible siempre, cuando se lo requiera. Ahora bien, es evidente que entre la pluralidad de Yoes no todos tienen el mismo tiempo, las mismas energías, la misma responsabilidad. Los militantes son particularmente diferentes. Si un militante se encuentra precarizado y trabaja once o doce horas por día, ¿puede la Organización legítimamente exigirle el mismo sacrificio que a los demás? Parece un poco descabellado. Es cierto que, según observa Selci, la solución dialéctica del problema implica cambiar el punto de vista y entender que la militancia no es un sacrificio, una obligación o una resignación de nuestra libertad individual, sino una transformación completa de la subjetividad, o sea, una decisión existencial, un proyecto de vida. El militante es militante en todos lados, inclusive si trabaja once o doce horas por día. Pero la Organización, en tanto momento ético, no puede reducir a los militantes a números fríos, procesarlos cuantitativamente como medios en función de los fines (aquello constituiría un pensamiento de Estado, estadístico). Que el todo sea anterior a las partes no significa que el todo no reconozca el valor de las partes, su singularidad, sus características. Para la lucha, cada militante debe cumplir con la tarea que mejor sabe hacer y que más frutos puede rendirle al colectivo, aunque también tiene que estar preparado para, en caso de excepción, desempeñarse en otro rol, el que sea necesario y más útil para el conjunto, siguiendo el ejemplo del tebano Epaminondas. Cuando el militante deviene Cuadro y asume su responsabilidad absoluta sobre el Mundo, entonces no hay instante en el que no esté en la Organización. Porque la objetividad, lo práctico-inerte sartreano que lo condiciona, es reapropiada por su pensamiento-voluntad, que es el pensamiento-voluntad de la Organización. En síntesis: el Cuadro es el punto de vista de la Organización. Frente a él, todo coeficiente de adversidad se torna potencialmente superable.
Para descubrir los vaivenes que padece y enfrenta el militante en su, a veces tortuoso, a veces alegre camino, podemos intentar un salto a la Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre, que pretende demostrar cómo un colectivo serial (la clase en sí, lo más abstracto) logra pasar a la praxis revolucionaria de grupo (la clase para sí, lo más concreto), en su lucha contra la inercia práctica, contra la rareza, contra las estructuras, que también salen a la calle, según dijo célebremente Lacan. La serie es el comportamiento de la masa (la multitud atomizada) y allí todos hacen de acuerdo con lo que Heidegger denominaba el impersonal se. Por un lado, uno es en esta instancia un simple individuo, sin ningún vínculo ético con los otros. Pero es individuo sin individualidad, alienación, siendo en Otro. Hace lo que se hace. Esperar el autobús con malhumor o prender fuego una bolsa de residuos, no importa. Su conducta se vale de la imitación no reflexiva. El proceso que lleva de la serie al grupo en fusión, que Sartre bautiza como Malraux apocalipsis (que significa revelación), expresa la disolución de la serie mediante la unidad del grupo, dándole un sentido total a cada acción parcial y dispersa. A los manifestantes que bloquean las calles con barricadas, que incendian cosas, que corren de un lado para el otro, todo esto serialmente, sin poner en valor la actividad de cada uno, se les revela en la conciencia que se es parte de lo mismo, que se está en un grupo que protesta contra algo o alguien, aunque todavía de manera amorfa e inorgánica. El grupo en fusión es el grupo en vías de constitución en tanto negación de la serie en disolución, nos dice Sartre. Que la serialidad se liquide depende, en primer lugar, de la presión de lo práctico-inerte, de la rareza del tiempo: el autobús puede no llegar o, en este ejemplo, la policía, por orden de las autoridades, avanza para reprimirnos. La negación del Otro (el antagonismo irreconciliable) constituye nuestra identidad precaria: tenemos los mismos objetivos.
No vamos a reconstruir aquí todo el razonamiento de Sartre, que es dificilísimo y está lleno de rodeos. Nos basta con afirmar que la diferencia cualitativa entre la organización juramentada y el grupo en fusión reside en que la organización puede permitirse la “fuga”, la “dispersión”, el “reflujo”, porque su unidad es espiritual y no necesita agruparse físicamente en un mismo lugar para dar cuenta de ella. Su lema es creer sin ver, como enseñó Cristo a Tomás. En cambio, el grupo en fusión, cuando realiza sus objetivos (que son concretos, porque no destina su lucha contra la alienación o la explotación), vuelve a la serialidad, pero con un plus. Después de la revuelta popular, la gente regresa a su casa. Y sin embargo, nos dice Sartre, “París, después de la toma de la Bastilla, ya no puede ser el París de junio de 1789”. El grupo no sobrevive a la objetivación de sus fines (pese a que la alienación lleve su tiempo y no sea inmediata), aunque asienta las bases de la organización y las instituciones. “Un grupo no es (…) se totaliza sin cesar y desaparece por estallido (dispersión) o por osificación (inercia)”. Pero el fracaso, visto de otra manera, aparece como un triunfo. En esta praxis, el individuo descubre (la praxis deviene conocimiento) la fuerza material de la multiplicidad: no hubiera podido enfrentarse a la policía solo o movilizarse frente a la Municipalidad sin compañía. Comprende, entonces, que para dotar de consistencia y durabilidad a la realización de su proyecto, tiene que organizarse junto con sus semejantes.
La Organización, que intenta resistir a la Necesidad, la Muerte, la victoria del Tiempo, pende siempre de un hilo y es eso lo que habilita en su seno la lógica del Terror. El punto de vista de la Organización sabe que para derrotar a su Enemigo mañana, en un año o dentro de varias décadas, explica Sartre, tiene que actuar ahora sobre sí mismo, transformarse internamente: sea mediante la asunción generalizada de la responsabilidad o, en el caso del Terror, a través de la depuración (purga) de los elementos indeseables. Claro que la Organización, en su afán de reproducir su permanencia, puede convertirse en mero instrumento o aparato, en medio que se cree fin y que lucha por auto conservarse, por más que le pese a la Causa. Puede, en definitiva, burocratizarse. La militancia organizada jura, se promete, se exige no dispersarse jamás, no autodisolverse, no ceder ante las maquinaciones de lo práctico-inerte. Pero para defenderse de sus tentaciones y amenazas, crea su propia inercia ficticia: la herramienta relativiza el proyecto, deviene proyecto. El grupo organizado, para resistir la presión de lo Objetivo, se vuelve presión sobre sus miembros, que se deben a su nueva inercia. Solo que este Terror es un Terror que une, no que separa. Un Terror que es fraterno. “Somos hermanos en tanto que después del acto creador del juramento somos nuestros propios hijos, nuestro invento común”. El grupo en fusión se actualiza en grupo de constreñimiento: el ser-en-el-grupo es el límite de la libertad.
Con su reparto de tareas, la Organización le da a cada militante una función específica, un deber particular, que los pone a todos a disposición y en relación con un objetivo común para el que tienen que aportar su granito de arena: los encuadra. El militante “individual” (Selci dirá que un militante es siempre para y desde otro militante) es individuo común. Y por eso, “en el grupo organizado, durante los momentos en que afloja la tensión (sin que por eso se disuelva el grupo), el individuo común aprehende su función como singularidad común”. Cumpliendo a rajatabla su función, demostrando que puede más, que está para más, el militante devela su capacidad y ordena su campo de posibilidades en pos de la realización del proyecto, de la praxis común, que es su propia realización. “Al dejar que la totalización común absorba a su libre praxis, el individuo común se ha vuelto a apropiar a su ser-en-el-grupo como libre determinación por encima de la tarea y del juramento”. Claro que en la eticidad de la organización, al aceptar libremente el estatuto, el reglamento, la orgánica y la distribución de competencias, al militante le quedan vedadas ciertos tipos de relaciones. Por ejemplo, sabe que para una determinada cuestión tiene que hablar con tal responsable y no con cualquier otro compañero o compañera. Y que si lo hiciera, eso podría traer problemas a la Organización. Para la Organización, hay funciones que son indispensables y por eso necesita que haya militantes que las cubran, que las ejerzan y las lleven adelante de manera eficaz.
Pero, aunque incorpora el momento de la particularidad y trata de aprovechar esa particularidad, de potenciarla, de sacarle el jugo, la particularidad no es lo esencial del grupo organizado. Los individuos no son imprescindibles para la Organización en la medida en que tiene que mantenerse organizada aún cuando esos individuos no estén (porque dejan de militar, porque son expulsados o porque son elevados a nuevas responsabilidades). En etapas de crisis, la falta de la cantidad justa de militantes para abarcar todo lo que la Organización precisa abarcar implica que unos pocos se sobrecarguen de responsabilidades y funciones, lo que los desgasta (los “quema”) y los torna menos productivos para los fines del grupo. De ahí que la Organización tienda a expandirse, a sumar más y más militantes, para disponer de una amplia variedad de cartas y generar sucesiones naturales en las instancias de definición. Solo que, si la Organización “queda chica” y no es capaz de distribuir funcionalmente a todos los militantes, estos se desmoralizan o compiten internamente entre sí por los pocos “puestos” que hay, debilitando la realidad ética que unía al conjunto o multiplicidad práctica. Con este replanteo, cada militante aparece como prescindible e imprescindible a la vez: no da lo mismo que no milite, que no aporte, que esté en su casa, pero también debe saber que sus compañeros son compañeros que hay que promover, que hay que enderezar, que hay que escuchar, que hay que dejar que conduzcan, que hay que organizar mejor y que es fundamental pasarles o permitir que nos pasen el “bastón de mariscal”, empoderarse, para que la Organización fluya de modo más distendido y espontáneo y no dependa de la genialidad o el esfuerzo de una minoría de elegidos.
Cada militante, cuando sabe lo que tiene que hacer, es un mix entre libre iniciativa y pasividad, porque entiende que, para beneficio del conjunto, es conveniente que no intervenga en los ámbitos que no le incumben, que no desafíe o cuestione ciertas directivas, que se autodiscipline. Aun cuando parezca que el aquí organizado (organizado por el organizador, por ejemplo, por el Cuadro intermedio) es tratado como objeto, nos dice Sartre, el organizado interioriza la decisión del organizador como suya propia, porque reflexivamente comprende “la utilidad de su tarea y la necesidad para él de ser organizado”. Además, el militante con una responsabilidad, por más pequeña que sea, es autónomo en la medida en que es un mediador “entre las determinaciones abstractas de su tarea y las dificultades singulares que encuentra”. Un militante tiene que poder resolver un problema, y hacerse cargo de las consecuencias sin que ningún compañero le cubra las espaldas si las cosas no salen como se esperaba. Aunque, en la perspectiva de los otros, es menester no dejarlo solo, a la buena de Dios.
Pero a las relaciones entre militantes, atravesadas ya por la inercia y su interiorización, se le suman las relaciones con los no-agrupados, ante los que el militante se aparece como el Otro. Selci lo mostró bien en su libro: el militante que se jacta de haber abandonado el punto de vista individual, que se diferencia de la Inocencia cualunque todavía no esclarecida, es visto por los demás como Parásito. Y para no ceder a la presión de las críticas y estigmatizaciones, cree que en él hay algo especial que los otros no tienen, por lo que se vuelve Orgullo, deviniendo entonces Ego, lo que se quería evitar en un comienzo. Mientras el Ego entra en conflicto con las pretensiones absolutistas o totalitarias de la Organización, se mueve entre los no-agrupados con la chapa o el prestigio de ser miembro de la Organización, de ser una persona importante o distinguida, de contar con información privilegiada, de actuar como vanguardia iluminada que guiará al conjunto de la sociedad a su liberación, a la vida verdadera. Es el representante de la Organización en la tierra.
Esta tendencia a dirigir que tiene el militante debe ser contrapesada por la confianza en el pueblo, que es lo que lo mantiene con los pies en el barro sin caer en el diletantismo ni en el oportunismo. Ahora bien, resulta claro que el militante organizado, cuando no está con sus compañeros, no transita ya la selva humana como un individuo más, sino que en su relativo aislamiento la interioriza, dice Sartre, como ubicuidad del grupo. La pertenencia al grupo es la marca o la maldición que lleva el militante: los almuerzos familiares del domingo no serán los mismos. Aquí se presenta el histórico problema de cómo comunicar o transmitir la verdad que se conoce (porque la militancia ha experimentado una verdad, construye una verdad) a quienes no quieren conocerla. En la alegoría de la caverna que Sócrates relata al comienzo del Libro VII de la República de Platón, el ex prisionero (el filósofo) que retorna al subsuelo, a la oscuridad, para persuadir a sus antiguos compañeros de que su vida es una mentira, trayéndoles la buena nueva de que hay otra vida, una vida más-allá de la caverna, una vida más plena, corre el riesgo de no ser tomado en serio y, en caso de insistir, de ser asesinado. La contradicción es difícil de superar: ambos ven al otro como Dogmático, por lo que su diálogo es de oídos sordos, es decir, un no-diálogo.
Sin embargo, resulta que el militante que se la encuentra difícil allá afuera, que comprende que el vasto campo en el que debe construir es un terreno hostil lleno de dificultades, también tiene complicaciones al interior de la Organización, mientras esta y su Ego no se reconcilien dialécticamente. Porque ahora la organización juramentada de iguales con un mismo fin se transforma en Jerarquía, en desigualdad de rango o de status. Los Cuadros intermedios, que de repente empiezan a tener ciertos privilegios, ya no se sienten un militante más, sino que se burocratizan. Les importa más “figurar” en una instancia predilecta o excepcional que conversar con los vecinos o discutir en una reunión con los compañeros y compañeras, a las que solo asisten si les reditúa políticamente (lógica que, cuando se estratifica, se le inculca también a los militantes más territoriales, que olfatean la foto antes que el duro y bucólico esfuerzo que la vocación militante exige). Y frente a ellos (“los responsables de los responsables”), la militancia de base les empieza a echar la culpa de todos los males, o sea, retorna circularmente a la posición de la Inocencia que había dejado atrás. Cuando la distribución de tareas, las reglas y las expectativas se vuelven habituales, estamos ante un grupo institucionalizado, en el que para Sartre se repite la alienación y la pasividad de la serie, porque lo que nos une es un objeto exterior, lo práctico-inerte, las instancias de la organización creadas por la misma práctica militante que ahora aparecen como coercitivas, inaccesibles y separadas del resto. En esta situación, explica Sartre, el militante se ve a sí mismo como yo-en-el-grupo-sin-mí:
“En efecto, figuro en él como el Otro, soy objeto de acciones y de determinaciones que ignoro, soy la víctima pasiva de proyectos que se me esconden, o, sin darme cuenta, estoy unido a conspiradores o a sospechosos por una interdependencia que forjan sin prevenirme de ella, tal vez sin saberlo; estoy también como objeto de temor; como medio seguramente y como fin (relativo, inmediato) tal vez”.
De repente, el militante que era ser-en-el-grupo, que no podía salir del grupo ni siquiera cuando caminaba por la selva humana o cualunque, ahora se ve constreñido, no logra integrarse en su propia Organización. La institución reificada es praxis y cosa a la vez. El militante se ve envuelto en la desconfianza y la impotencia: no se atreve a proponer, a tomar la iniciativa, a organizar, a cuestionar, porque siente que no se lo escucha, que es en vano, que las grandes decisiones se toman entre cuatro paredes y que le vienen impuestas como juicio divino. Además, no sabe cómo reaccionarán los otros, es decir, si su acción no se le volverá en contra. Sartre refiere al momento institucional como autodomesticación sistemática del hombre por el hombre. La institución, que es praxis reificada, anquilosada, petrificada, convierte a todos los militantes en culpables (cómplices) y víctimas. El precio que paga la Organización por conservarse es muy alto desde el punto de vista y el gasto energético de los militantes, que llegan a la conciencia de que la Organización ya no es lo que era. Se ha blindado en el Derecho, en la lógica de la soberanía, pero a sus ojos les es extraña, aunque la hayan creado “con sus propias manos”. Sin embargo, esta exterioridad de las instituciones, que median las relaciones entre los militantes pasivizados, se interioriza en la identificación con la figura del Jefe, que media a su vez entre las instituciones y los militantes. El Jefe no es necesariamente la Conducción (que puede ser una instancia colegiada y descrita como la más alejada de la base), sino alguien de la Conducción, que es el Referente, la terminal política, a quien se reporta y de quien se esperan favores. Incluso suele suceder que, en el seno de la militancia, existan distintos Referentes para distintos sub-grupos (Sartre hace más hincapié en el soberano del Estado, que no nos interesa tanto en nuestro propósito). De ahí nacen las facciones, las bandas y la lucha por el poder al interior de la Organización.
De la nada, se establece una diferencia dentro de la Organización entre los grupos organizados y los colectivos seriales de militantes, a juicio de los primeros ingenuos, que no entienden cómo funciona la cosa y no se prenden en ninguna rosca. Si bien las luchas facciosas desgarran la Organización, le abren sangrías, también contribuyen a fortalecer su unidad en la medida en que disputan internamente. Y esto porque las instituciones mediadoras han tomado la forma de aparatos que los diferentes grupos intentan instrumentar, colonizar, conquistar para su provecho, pero que al reproducirse independientemente de quién los ocupa, se comen con su lógica a los militantes que cumplen funciones en él: son burócratas y nada más, que ejecutan tareas para el aparato y no al revés. Si entre las facciones (que son más que tendencias) se genera un equilibrio, un balance, un sistema de pesos y contrapesos, ninguna es mucho más que las otras y entonces la Organización, aun cuando mantiene cierta vitalidad, siempre se queda a mitad de camino, siempre “le faltan cinco para el peso”. No realiza la eticidad para todos, porque cada sub-grupo “lleva el agua para su propio molino”, defiende su “rancho”, su “trinchera”, su “pago chico”, su “bastión” y es más leal a un referente puntual que a la Organización en sí. Hay que acumular contra los demás, inclinar la balanza a nuestro favor y romper el empate, olvidando que el otro también es la Organización. La falta de cooperación y de responsabilidad absoluta (cada uno responde por su círculo y por nadie más) no se resuelve con el triunfo de una de las facciones y la purga de sus adversarios, homogeneizando con la purificación el conjunto de la Organización, que ahora pasa a ser una sola. No se advierte que la verdadera unidad ética es siempre una unidad en la diversidad y no la unidad homogénea y terrorista que se impone desde arriba.
Nótese que hasta aquí, como en una parálisis de sueño, no nos hemos movido más allá de la dialéctica del Ego y la Organización. Para superar el embrollo que él mismo presentó, Sartre contrapone las multiplicidades seriales (unidas en la impotencia) y las multiplicidades comunes (genéricas en la jerga de Badiou). Lo curioso es que la serie que se forma tras la burocratización se mantiene por conveniencia, por conformismo, por creencia en la propia incapacidad, hasta que “se le agarra el gustito”. Sartre ejemplifica la paradoja analizando la relación que articula en el sindicato a las bases obreras con los funcionarios o burócratas que representan a los obreros habiendo dejado de ser ya obreros. En última instancia, son ellos los que asumen la responsabilidad de ir a negociar con los patrones por todos los demás, por lo que la posición del obrero común y corriente se vuelve cómoda: en el mejor de los casos gana sin correr riesgos; en el peor de los casos, escupe para arriba y culpabiliza a los jerarcas por su malestar, pero sin desplazarlos.
Claro que la serie puede disolverse en grupos de combate: hartos de la complacencia, los obreros pasan por arriba a los burócratas y toman la fábrica en la que trabajan. Solo que para darle continuidad a la lucha, tienen que organizarse más allá del grupo en fusión: establecer un sindicato por empresa, constituir un soviet, etc. El grupo puede expresar sus pretensiones por medio de canales violentos, extremos, de tipo antagónico, es decir, poniendo la conciliación como el peor de los errores, la peor de las traiciones. Imaginémonos que adopta los métodos de combate de Sitrac-Sitram en la Córdoba industrial de fines de los 60 y comienzos de los 70. Necesariamente, el grupo rompe con las jerarquías sindicales, pero también se aísla en su lucha, pierde contacto con una instancia coordinadora. Su apuesta es que el clima de insurgencia se contagie, se disemine, que todos interioricen la opresión y salgan a la calle a pelear por lo imposible. La acción de base reemplaza a la acción vertical y lo práctico-inerte se domina, se asume como propio. Las máquinas que serializaban la producción, que generaban desempleados, tiraban los salarios generales a la baja u obligaban a mejorar la productividad para ganar más, pasan a ser gestionadas y manejadas por los propios trabajadores. El campo de rareza es reapropiado por el grupo, hasta que el monstruo asome la cabeza otra vez
Reconstruyendo lo que hemos dicho hasta aquí y esquematizando un poco, podemos afirmar que la militancia en la Organización tiene tres momentos, que no se suceden en una evolución lineal, sino que se encuentran superpuestos, tensados en un nudo gordiano (como la dialéctica hegeliana de la eticidad: familia-sociedad civil-Estado). En primer lugar, tenemos la unidad inmediata que pone a la Organización como una segunda familia, como un lazo ético indisoluble. Se es en la Organización como Mística, como entusiasmo juvenil, como amor romántico, como entrega apasionada a la trascendencia de la misión, que confiere de una totalidad de sentido a nuestras vidas. Pero la familia se desintegra con la búsqueda del interés privado que se desarrolla con la rutinización, con la división de tareas que reclama la orgánica, o puede fundirse en la transustanciación del amor en odio, cuando exigencias tan nobles y elevadas, o demandas histéricas, no son correspondidas (o no logran resultados) y acontece entonces la frustración.
En la lentitud del encuadramiento, cada militante se dedica a lo suyo, cumple una función específica e interactúa con los otros a través de la competencia: este momento de la diferencia, de la alienación, del Desencanto y el Aburrimiento, lleva a los militantes a perder el entusiasmo primitivo, a organizarse en sub-grupos, a hacer amigos o reclutar seguidores antes que extender el compañerismo, desencadenando así la lucha de facciones. La construcción hacia afuera se torna tediosa y por eso las pasiones se vuelven hacia dentro, aunque serializando y reagrupando a los militantes, que tienen que estar con uno o con otro. Lo universal se realiza por medio de lo particular y, para dirimir conflictos, se erige sobre las partes un “poder neutral” o “moderador” que los contiene a todos dentro de la Organización. La aspiración de cada sector de ganar más que los demás, de conseguir ventajas y el favor de las jerarquías más altas, no logra destruir la Organización porque la mano invisible que reconcilia el egoísmo con el bien común hace su trabajo. O no. Puede destruirla tranquilamente. Porque se revela como organización inauténtica. Cronos se come a sus propios hijos allí donde no se da el sentido del kairós, del momento presente que reclama la responsabilidad absoluta.
En el instante en el que nos encontramos, se adopta el punto de vista del entendimiento vacío, abstracto, que diferencia a los militantes como individuos autónomos, como Yoes y, por ende, pone trabas a la Organización: no hay voluntad general; hay voluntad de todos, en términos de Rousseau. Y si un individuo no acata lo que decide la mayoría, no se lo puede obligar a ser libre, porque ese individuo tiene derechos innatos universales y merece respeto. A fin de cuentas, Yo estoy en la Organización por mera conveniencia, en la medida en que mis intereses no se ven perjudicados, o siempre que mi opinión subjetiva tenga las de ganar. Cuando me asocio en un sub-grupo con otras personas, mediante un pacto, es para favorecer mis posibilidades. Si en el primer momento la Organización se idealiza, en el segundo es representada como el Otro, como el Aparato, como la Ley. La Organización aparece como lo que atenta contra la individualidad, como lo que espanta y expulsa a los militantes que no quieren someterse a sus mandatos estrictos. La Organización entra bajo sospecha. Aquí nos colocamos en el punto de vista de Íñigo Errejón: la descripción pretendidamente realista de que las organizaciones políticas (los Partidos) no son lo que dicen ser, no están a la altura de su discurso. Quedarnos en esta parada significa resignarnos al pesimismo, al mal menor, a una política horizontal y asamblearia inconducente en el largo plazo, o a asentir que en política es inevitable pactar con el diablo y ubicarse donde da el sol. Sería confirmar como necesidad histórica el triunfo de la burocracia (hegelianamente, a esto lleva la competencia en el mercado), de que lo mejor es que unos pocos especialistas se hagan cargo de todos los asuntos eficientemente mientras el resto regresamos a los placeres y comodidades de la vida privada (privada de verdades).
Para Hegel, la racionalidad plena sólo se alcanzaba en el Estado ético. Para nosotros, en cambio, esto ocurre en la Organización (cuando se asume el punto de vista del Cuadro), de una manera en la que el primado estructural del todo sobre las partes no anula la singularidad de estas últimas. La reconciliación entre la perspectiva del Ego y la perspectiva de la Organización llega a su punto más alto cuando el Ego identifica como (im)propios los fines de la Organización y se hace cargo de traducirlos en medios apropiados para las distintas ocasiones y circunstancias. Dicho de otro modo: el Ego sabe que la decisión “colectiva” de la Organización es decidida por él y que, por lo tanto, ya no es Ego, sino Espíritu, Sujeto, Cuadro. El tercer momento es el de la Responsabilidad. En ese sentido, el Cuadro se responsabiliza de todas sus patologías, que pasan a ser patologías de la Organización que tienen que ser superadas a través del cumplimiento de su deber. Un deber que no es abstracto, sino que refiere al encuadramiento en lo que a la línea, la orgánica y la lógica respecta. Por eso Selci escribe que “en el Cuadro Político, la espontaneidad (del Ego) y la disciplina (de la Organización) coinciden infinitamente: cuanto más disciplinado es, más decisiones toma”.
Nos atrevemos a decir, incluso, que el Cuadro, más que ser un santo inconmovible, un pulcro asceta o un altruista perfecto, libre de toda patología, se caracteriza por elegir su propia patología y hacerse cargo de sus consecuencias. Pero en el Cuadro, lejos de representarse estos impulsos como inclinaciones narcisistas o egoístas, se asumen desde el punto de vista de la Organización y no como sentimientos, pasiones o intereses sintetizados por el Yo o el entendimiento. Un Cuadro que peca de orgulloso, competitivo o de “mandón”, es responsable de todos sus actos y es por eso que su principal virtud es la autolimitación o la autodisciplina, mediante la que resignifica lo que aparenta ser más natural en él en un sentido espiritual. Lo que queda atrás, entonces, es la concepción de la libertad como hacer y decir lo que se quiere, cuando se quiere y donde se quiere. De ahí que el militante político, al comprometerse y organizarse, no resigne nada de su vida “personal” ni haga sacrificios impagables, porque lo que se redefine es justamente su vida (im)personal, para la que los supuestos sacrificios devienen decisiones éticas y existenciales, que ridiculizan todos los resabios de su vida cualunque como vanidosos ideologemas. El Cuadro descubre en la militancia organizada la verdadera vida.
Ahora bien, esto no significa que retomemos el punto de vista de la Moralidad, que opone el Sujeto independiente al Objeto y que cree, abstractamente, que puede amoldarlo a su gusto. El Cuadro no es ni el Alma Bella ni el Héroe Revolucionario fundador de Estados. El Cuadro ni denuncia de manera pasiva (cómplice) los males del mundo ni se jacta de que, lanzándose a la acción, ajustará el orden de cosas al arbitrio de su idea subjetiva. El Cuadro, que es Espíritu, tiene la conciencia racional-especulativa de que está inscripto en la Sustancia social, es decir, de que durante toda su vida (su antigua vida) recibió múltiples determinaciones. Y, sin embargo, se hace cargo de aquello y le resta entidad: el único obstáculo es él mismo (que es, como responsabilidad, todos los demás militantes: pasados, presentes y futuros), porque la contradicción externa es en realidad contradicción interna. Por lo cual, la Sustancia está escindida de sí misma y el Cuadro es el nombre de esa escisión, nos dice Selci. Él es responsable de todo lo que es, aunque empírica o causalmente no tenga nada que ver. Aquí reside el aspecto ético del Cuadro, que en su afán de transformar el mundo, no piensa desde una perspectiva individual, porque el Cuadro es la expresión de la vida no-individual, el punto de vista de la Organización, que subvierte desde adentro toda identidad, impidiéndole el cierre. La Organización no es la Totalidad, por lo que fuera de ella sigue operando la Sustancia, con sus respectivas determinaciones sobre un amplísimo conjunto de individuos, incluso los militantes, que pedalean sobre el abismo y solo encuentran punto de apoyo (punto de eternidad) en la decisión organizativa. Pero la Organización aspira a la unidad del pueblo, a que la responsabilidad absoluta sea dirigida a todos como sagrado evangelio: el militante es un apóstol, un enviado de la conducción política. La culminación de ese proceso no produciría ningún cierre totalitario; al contrario, llevaría a una totalidad destotalizada, abierta, en permanente transformación, donde lo que reina es ni más ni menos que la Libertad, porque la Organización es lo no-todo, que siempre se permite corregirse y enderezarse bajo el sol de la idea. En síntesis: el Cuadro no es el pasaje al acto, la irrupción de la violencia, para que de las llamas y sus cenizas renazca un nuevo Mundo. Lo radicalmente original del Cuadro es su pensamiento especulativo.
¿Qué pasa cuando el militante se encuentra con que los dirigentes e, inclusive, todos los demás militantes, no entran en razón, se hunden en el pantano de la mediocridad, pierden contacto con lo real? ¿Si, de repente, la cúpula no escucha a las bases y copa todas las instancias intermedias, que bloquean, filtran o distorsionan los flujos de información, con “permanentes remunerados” o reyes de novena línea, que ante cada pregunta, en vez de tomarse el tiempo de explicar, de persuadir, de recibir la descarga, se justifican con que lo que se debe hacer lo dijo tal o cual superior, casi como si se los hubiera encomendado Dios en una mística revelación, inaccesible al común de los mortales? ¿Qué hacer cuando la Organización cae en una grave parálisis, clausura sus ámbitos y no deja “macana por realizar”? ¿Cuándo se objetiviza, se sustancializa, se aparece como algo externo e independiente de nuestra voluntad? ¿Cuando, en lugar de moverse como “pez en el agua” entre las masas, se transforma en la guarnición de una fortaleza inexpugnable, al decir de Althusser? ¿Cuando, ante la falta de orientación, prevalecen los “pactos de silencio”, el “secreto de dirección” o, como en Las manos sucias de Sartre, la línea política gira 180 grados sin ningún tipo de relato genuino que acompañe el “volantazo”, descubriendo los militantes que se dejaron manipular como rebaño o peones de ajedrez, listos para ser sacrificados en el perímetro del ejército enemigo, con el que luego se negocia entre bambalinas? ¿Cuándo la organización, en lugar de prefigurar la utopía que se persigue, deviene Estado en miniatura, con sus métodos parlamentarios y su compartimentación militar? Lo dice Althusser: es necesario cercar al “Partido desde el interior de sus propias posiciones”. Pedirle a la conducción, hasta el cansancio, hasta recuperar el ímpetu y levantar la autoestima, que retome el vínculo con las “células”, quienes son el “termómetro del territorio”, las que “toman el pulso” de lo que ocurre en el día a día y las que, en definitiva, tienen contacto directo con el pueblo.
Althusser diagnostica que el “eslabón más débil” de la lucha de clases obrera y popular es la insuficiencia o el déficit de comunicación entre dirigentes y militantes, con sus ya mencionadas consecuencias sobre la relación partido/masas. A pesar de ello, la solución, para Althusser, no pasa por el anarquismo, ni por “cortar cabezas”, ni por la claudicación. “Que el centralismo democrático no sea aún muy democrático en los partidos comunistas occidentales es responsabilidad de los militantes de esos partidos”. En nuestros términos, esto significa que no podemos juzgar a priori lo que está “bien” y lo que está “mal” en una decisión militante, más que por sus resultados comprobables en materia de conciencia y de organización política. La militancia tiene su regla de oro, su imperativo categórico kantiano: obra de tal manera que despiertes en el otro y en tí mismo el sentido de la responsabilidad. Cada vez que falla, habrá de probar suerte otra vez. Cada vez que acierta, habrá de persistir. Tiene también la militancia sus “Diez Mandamientos” (en rigor son once, como las Tesis sobre Feuerbach de Marx), escritos por Mao Tse-Tung en 1937, en un desconocido texto que se titula Contra el liberalismo:
“El liberalismo se manifiesta en diferentes formas: A sabiendas de que una persona está en un error, no sostener una discusión de principio con ella y dejar pasar las cosas para preservar la paz y la amistad, porque se trata de un conocido, paisano, condiscípulo, amigo íntimo, ser querido, viejo colega o viejo subordinado. O bien buscando mantenerse en buenos términos con esa persona, rozar apenas el asunto en lugar de ir hasta el fondo. Así, tanto la colectividad como el individuo resultan perjudicados. Este es el primer tipo de liberalismo.
Hacer críticas irresponsables en privado en vez de plantear activamente sugerencias a la organización. No decir nada a los demás en su presencia, sino andar con chismes a sus espaldas; o callarse en las reuniones, pero murmurar después. No considerar para nada los principios de la vida colectiva, sino dejarse llevar por las inclinaciones personales. Este es el segundo tipo.
Dejar pasar cuanto no le afecte a uno personalmente; decir lo menos posible aunque se tenga perfecta conciencia de que algo es incorrecto; ser hábil en mantenerse a cubierto y preocuparse únicamente de evitar reproches. Este es el tercer tipo.
Desobedecer las órdenes y colocar las opiniones personales en primer lugar; exigir consideraciones especiales de la organización, pero rechazar su disciplina. Este es el cuarto tipo.
Entregarse a ataques personales, armar líos, desahogar rencores personales o buscar venganza, en vez de debatir los puntos de vista erróneos y luchar contra ellos en bien de la unidad, el progreso y el buen cumplimiento del trabajo. Este es el quinto tipo.
Escuchar opiniones incorrectas y no refutarlas, e incluso escuchar expresiones contrarrevolucionarias y no informar sobre ellas, tomándolas tranquilamente como si nada hubiera pasado. Este es el sexto tipo.
Al hallarse entre las masas, no hacer propaganda ni agitación, no hablar en sus reuniones, no investigar ni hacerles preguntas, sino permanecer indiferente a ellas, sin mostrar la menor preocupación por su bienestar, olvidando que se es comunista y comportándose como una persona cualquiera. Este es el séptimo tipo.
No indignarse al ver que alguien perjudica los intereses de las masas, ni disuadirlo, ni impedir su acción, ni razonar con él, sino dejarle hacer. Este es el octavo tipo.
Trabajar descuidadamente, sin plan ni orientación definidos; cumplir sólo con las formalidades y pasar los días vegetando: «mientras sea monje, tocaré la campana». Este es el noveno tipo.
Considerar que se ha rendido grandes servicios a la revolución y darse aires de veterano; desdeñar las tareas pequeñas pero no estar a la altura de las grandes; ser negligente en el trabajo y flojo en el estudio. Este es el décimo tipo.
Tener conciencia de los propios errores pero no intentar corregirlos, tomando una actitud liberal para consigo mismo. Este es el undécimo tipo”.
Retomando, digamos que el problema no es que Althusser, en su discusión con la dirección del Partido Comunista Francés, publique por dentro o por fuera del mismo, ni que su crítica sea más o menos moderada. Lo importante siempre es asumir la responsabilidad: Althusser debe hacerse cargo de Georges Marchais como Georges Marchais debe hacerse cargo de Althusser. Que prevalezca el cortocircuito (en beneficio de la cúpula) es un efecto de la política (del conformismo, de la pasividad, de la falta de iniciativa y de interpelación) y no de las “miserias” de la forma-partido, para las que no existe ningún atajo que solucione sus más dramáticas contingencias.
Cuando la conducción no confía en las bases (porque tampoco confía en las masas), es difícil confiar en la conducción. La agudización de esa contradicción (que no es inevitable, pero sí frecuente, porque los atolladeros descritos por Althusser no son exclusivos de la fuerza política de la que era miembro) es la principal causa de que hayan sucumbido los viejos Partidos Comunistas. Tal vez no exista mejor antídoto frente a estos peligros que la confianza de la militancia en sí misma, lo que equivale a su irrenunciable confianza en el pueblo. Donde la organización política parece haber perdido las alas y se arrastra por el piso sin pena ni gloria, es responsabilidad de los militantes recrearla en cada acción, en cada debate, en cada gesto, en cada compañero o compañera, en cada vecino que se suma con esperanza a militar y que no se resigna a dar por muerta su idea. Hasta en los momentos de mayor desolación es posible sacar del otro, del otro que somos cada uno de nos-otros, la fuerza de un heroísmo que no transige ni se calla frente a la adversidad, que no se muestra indiferente ante la barbarie, que no deja de sufrir y rebelarse frente a las injusticias, que no olvida sus convicciones en la puerta de ningún despacho. Que, incluso en medio de las urgencias más terribles, de la ley de la selva, del sálvese quien pueda, no pierde la fe que lo llevó a militar y que, como un daimon socrático, le recuerda a cada paso que la organización vence al tiempo.