Un modo de pensar que carece de organismos es impotente.
Los organismos que carecen de un modo de pensar son violentos.
El modo de pensar y los organismos tienen que ir madurando
originalmente desde una meditación,
desde aquel saber inquiriente que, siendo un saber esencial,
es ya una voluntad, pero que comparándolo con las voliciones
de lo que funciona maquinando resulta sin provecho
”.

Martin Heidegger.

En la organización política tendremos siempre esos defectos
porque son los defectos de los hombres.
Pretender que los hombres sean perfectos
dentro de los elementos de la conducción
sería pretender lo imposible.
Lo que nosotros tenemos que tratar es que
la organización sea perfecta,
a pesar de los defectos de los hombres
”.

Juan Domingo Perón

I

En un video casero, escueto, que infunde el deseo de querer escuchar más, pero que circuló como una bocanada de aire fresco entre la militancia durante los últimos años del macrismo, Cristina plantea, al mejor estilo de Perón, que si se produce una armonía entre lo “individual” y lo “orgánico”, entonces lo que le conviene a la organización “también me conviene a mí, si realmente es una organización”. Esta reflexión origina naturalmente dos preguntas, que deberíamos poder mantener en nuestro orden del día: ¿qué queda del individuo tras pasar por el filtro de lo orgánico? ¿Qué es la organización verdadera?

La palabra “orgánica” disfruta de una centralidad insoslayable en la política argentina desde los tiempos del manual de Conducción Política. Pero poco se ha explorado su significado militante, sin emplear analogías bastante elementales con el discurso médico. A la biología le ha traído numerosos dolores de cabeza tener que definir qué cosa es un organismo (lo viviente) y si corresponde pensar la vida desde la teleología (finalismo aristotélico o vitalismo bergsoniano) o el mecanicismo (el cuerpo como máquina, según el esquema clásico de Descartes). Por lo pronto, supondríamos que la organización juega en el segundo equipo, donde la articulación de las partes diferenciadas confiere un funcionamiento más o menos previsible a la totalidad, sin necesidad de ningún plus energético ni de misterios insondables. El término griego órganon, de hecho, significa herramienta. Que los tratados lógicos de Aristóteles fueran reunidos póstumamente con ese título, les otorgaba el carácter de una “máquina de pensamiento” o, más bien, de cálculo, capaz de resolver, por su mera formalidad, si una cadena de enunciados es verdadera o falsa. Incluso la dialéctica hegeliana resultó considerada por sus críticos como panlogicista, es decir, como un dispositivo conceptual preparado para tragarse todo contenido particular que la realidad ofreciera, sin dejar resto alguno.

Las preguntas inmortales de la filosofía, en cambio, se caracterizan por no tener respuesta última y definitiva, estemos hablando de la muerte, el amor, el ser, el tiempo o la felicidad. Un enfoque filosófico del problema del organismo, como el que ensayó Heidegger en un conocido seminario apenas posterior a la publicación de Ser y Tiempo, pone en cuestión los presupuestos tradicionales de la ciencia. Para empezar, cabe al filósofo distinguir al utensilio de la herramienta y a la herramienta de la máquina. Si es cierto que el fin o la intención son externos a todo organismo (una organización puede ser religiosa, política, empresarial, sindical, pero de todos modos es una organización), tampoco es posible reducirlo a una explicación mecánica, maquinal. Un órgano no es algo útil (un utensilio, que pertenece al mundo, porque está disponible, a la mano, para los seres humanos), como un martillo, sino que es servicial, sujeto a la capacidad, dice Heidegger. No es tampoco una máquina, porque se define por la autoproducción, autoconducción o autorrenovación (el biólogo chileno Humberto Maturana empleó para el caso el vocablo autopoiesis). Toda máquina, incluso cuando simula no necesitar a nadie, precisa de un Deus ex. Por eso a Heidegger no le convence pensar el organismo desde las metáforas del mundo técnico-industrial, como “complejo de herramientas” o “máquina viviente”. Parece tener la organización un componente distintivo, que se pierde cuando se la introduce en los talleres y en las fábricas.

Heidegger, que incursiona en este terreno movido por el incierto tema de la cuestión animal y la diferencia ontológica con el ser humano, considera un craso error suponer que el organismo se agota, fisiológicamente, en la superficie del cuerpo. Un animal está siempre en relación con un mundo circundante, yace inmerso en un ambiente. No es que el organismo se adapte al entorno, sino que lo adapta a sí, está abierto a un entorno determinado. Por otro lado, el organismo es más que la suma de sus partes, es una totalidad que les da sentido a cada una de ellas. Y sin embargo, el organismo que Heidegger define como “perturbamiento”, se mantiene en una especie de ambigüedad originaria, en la medida en que “toda vida es no sólo organismo, sino, igual de esencialmente, proceso, es decir, formalmente, movimiento”. Es característico de Heidegger que piense la categoría de “proceso” desde la idea de acontecimiento, antes que la de desarrollo. Vida y muerte no pueden ser tomadas como deducciones lógicas que se infieren de un estado anterior. No es desconocido que la pregunta por la muerte, la relación del Dasein con la posibilidad de su muerte, es la clave filosófica de Ser y Tiempo y la puerta de acceso de la existencia auténtica, que en Heidegger actúa como cuestionamiento de la inautenticidad, en la que estamos sumergidos todo el tiempo, salvo en esos breves pero intensos momentos de suspensión de la cotidianeidad.

No nos interesa aquí profundizar en las complicadas disquisiciones de Heidegger acerca del animal y la muerte, del animal y la manifestabilidad de lo ente, del animal y la pobreza de mundo. Más significativo para nuestros fines es el hecho de que Heidegger trasladara su meditación sobre el concepto de organismo a la arena política. Arriesgaremos la hipótesis de que los Cuadernos Negros, los diarios personales del filósofo alemán, contienen de manera fragmentaria los mayores y más sustantivos aportes al problema de la organización política. La importancia que para los estudiosos poseen estos documentos es, básicamente, la de comprobar si Heidegger fue antisemita, si sintió un entusiasmo nazi, si su filosofía está contaminada desde el principio. A nuestro parecer, el vínculo de Heidegger con el movimiento nacionalsocialista y su deriva criminal, no puede comprenderse sin una enérgica revisión de su hermenéutica de la organización. De forma paralela, el empleo en el vocabulario militante de palabras que son componentes esenciales del léxico nacionalsocialista merece una dramática atención y aclaración de nuestra parte. No para defendernos, como alguna vez tuvo que hacerlo el peronismo, de acusaciones estúpidas y sin fundamento, sino para poder pensar nuestra praxis y nuestra semántica política sin pasar por alto los riesgos que le son inherentes. En especial, el peligro de la burocratización o el de la banalidad del mal.

Pocos años antes de morir, Max Weber, con tono profético, sentenció que “la burocracia es el destino”. Quien dice burocracia dice racionalización y optimización de los medios, apego al estatuto, saber experto, división de competencias, rigidez de la cadena de mandos, validación por la escritura autorizada. Weber, que diagnostica su época como una jaula de hierro, ve como una fatalidad inevitable la dictadura de los funcionarios. Lo confirma la trágica historia alemana, donde- observa Carl Schmitt con lucidez- no pocos funcionarios “sirvieron” al Kaiser, a los inestables gobiernos weimarianos, a los nazis y llegaron con su “prestigioso” y bien nutrido currículum a los años de la República de Bonn. ¡Qué honorable tradición y desempeño! Contemporáneo a estas angustiadas reflexiones del gran sociólogo fue Franz Kafka, el mayor escritor del siglo XX. En sus novelas la burocracia, la asfixia de la libertad, la impotencia del ser humano para lidiar con la máquina representan los temas principales. Incluso y sobre todo con su estilo hiperbólico, Kafka pinta un crudo retrato y demuestra, en páginas que causan terror, cómo lo que se supone que es el paroxismo de la racionalidad tiene un costado oscuro, inconfesable, desmesurado y enigmático de irracionalidad. Comentan Deleuze y Guattari en Mil Mesetas que   “hay toda una segmentación burocrática, una flexibilidad y una comunicación entre despachos, una perversión burocrática, una inventiva o creatividad permanentes que se ejercen incluso contra los reglamentos administrativos”. Es la lógica de El Proceso o de El Castillo. En ese marco, Kafka insiste con que la organización se autonomiza de las voluntades que le dieron origen, como en este pasaje de La colonia penitenciaria:

“¿Ha oído usted hablar de nuestro anterior comandante? ¿No? Pues no exagero demasiado si digo que la organización de toda la colonia penitenciaria es obra suya. Cuando murió, nosotros, sus amigos, ya sabíamos que la organización de esta colonia era un todo tan perfecto que su sucesor, aunque tuviera mil nuevos planes en mente, no podría cambiar nada de lo anterior, al menos durante muchos años”.

Nadie puede ignorar que la burocracia, como un todo, tiene sus propios intereses corporativos (así como su personal suele mantener una evidente identificación de clase), pero tampoco que las agencias y organismos que la componen compiten entre sí para obtener beneficios varios, desde más presupuesto y más margen de maniobra hasta más “pagos informales”, provenientes de los grupos con los que interactúan. Independientemente de esa realidad descarnada, existe un espíritu burocrático que permanece incólume y que tiene menos que ver con la acumulación de competencias técnicas que con el aseguramiento de cuerpo. La incorporación de la escritura a la administración cotidiana del poder no sólo provee mayor previsibilidad para los ciudadanos, en su vínculo con las normas (previsibilidad puesta en duda cuando la burocracia se le presenta al ciudadano promedio como repleta de secretos, como almacenadora de una información clasificada, confidencial, dentro de la cual el mismo ciudadano que demanda aparece como un objeto de saber e intervención). También le permite a los burócratas recostarse en la necesidad de una garantía formal: el sello oficial del Estado, la firma de un superior, etc. Como vértice de la máquina, resultan indiferentes las cualidades del soberano, incluso cuando hablamos de un monarca absoluto, que es el que para Hobbes mejor representa la unidad del Estado. Del soberano lo único que interesa es que esté y autorice verticalmente, de arriba hacia abajo, a la burocracia a actuar en su nombre. Desde el punto de vista de la normatividad (o de la normalidad), se necesita de él un gesto público (una firma, un sello), que facilite interpretar su voluntad. Aún cuando los informes, documentos, leyes y decretos los redacte un cuerpo de funcionarios especializados y competentes, resulta indispensable el “sí” o el “yo quiero” del monarca, el jefe de gabinete o el presidente para que la lógica gubernamental no se trabe. Los políticos son los fusibles de la burocracia, que es el gobierno de Nadie.

Marx, en uno de sus memorables textos de juventud, se refiere a la burocracia con la expresión “Estado como formalismo”, para inmediatamente sostener que la forma es su propia materialidad y que la burocracia es “un tejido de ilusiones prácticas”, mientras que los burócratas son “los jesuitas de Estado y los teólogos de Estado”. Que un individuo se convierta en un especialista al asumir un cargo de Estado, se debe al “bautismo burocrático del saber” y al “reconocimiento oficial de la transustanciación del saber profano en el saber sagrado” que posibilita el examen. Por eso Marx ironiza con que “no sabemos que los hombres de Estado griegos o romanos tuvieran que someterse a exámenes. Pero, claro está que un estadista romano no es nada, al lado de un gobernante prusiano”. Lo que se esconde tras ese aspecto casi divino de la administración son las luchas facciosas que se desarrollan al interior del Estado, aunque entendidas en la relación que mantienen con sus arcana:

“La burocracia considera la esencia del Estado, la esencia espiritual de la sociedad, como posesión suya, es su propiedad privada. El espíritu general de la burocracia es el secreto, el misterio, que en su seno se mantiene por medio de la jerarquía y al exterior como corporación cerrada. De ahí que la burocracia considera como una traición cometida contra su misterio todo lo que sea dejar traslucir el espíritu del Estado, sus intenciones. La autoridad es, por tanto, el principio de su deber y la adoración de la autoridad su intención. Y, en el seno de ella, el espiritualismo se convierte en un craso materialismo, en el materialismo de la obediencia pasiva, de la fe en la autoridad, del mecanismo de un comportamiento formal fijo, de principios, ideas y tradiciones fijas. Por lo que se refiere a cada burócrata por separado, el fin del Estado se convierte en su propio fin, en una cacería de puestos cada vez más altos, en el hacer carrera”.

Heidegger también participa de la convicción de que, en las circunstancias contemporáneas, el dominio de la técnica se vuelve indiscutible y ello impacta, nos guste o no, en las formas de la política, que se instrumentaliza para el cumplimiento de fines mayores. Fines que pronto se olvidan en las maquinaciones del aparato mismo, que debe reproducirse como sea, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. A Heidegger, que no es un militante, le interesa menos el destino de quien, entregado al Partido, resulta manipulado u oprimido por él (como es el caso de Las manos sucias de Sartre) que el funcionamiento general que se deriva de ello, cuyo nombre no es otro que mediocridad. “La gran ciénaga de eso que se da en llamar pensamiento y discurso «orgánicos» se lo traga todo, y la solubilidad de todo en esta lúgubre papilla se la considera la unidad de una cosmovisión, y eso encima con un cierto aplauso, ya que, al fin y al cabo, a la mediocridad siempre le entra en la cabeza lo liviano y lo habitual como siendo eso lo correcto, y lo correcto a su vez como siendo lo «verdadero»”, anota en su diario.

Por aquel entonces, la apuesta heideggeriana de promover una reforma espiritual de la universidad, a partir del triple servicio del saber, del trabajo y de las armas, se encuentra con que la búsqueda filosófica es obstruida y resistida por los intereses espurios de los grupos partidarios que confrontan entre sí. La renuncia de Heidegger al Rectorado de Friburgo coincide con la liquidación de las SA por las SS en la “noche de los cuchillos largos”. Sobre las SS, Heidegger anota en sus apuntes sobre Jünger que “son una construcción orgánica”. ¿La orgánica puede ser buena o mala, dependiendo de cómo se la use? ¿Es la organización una cáscara vacía, una máquina abstracta? Para los nazis, el problema de la organización es indisociable del problema del movimiento y del problema de la conducción. ¡Igual que en Perón! No se puede hacer política militante sin sentir los ajetreos nerviosos que nos provoca el hecho de que los hombres que hicieron de la política un dispositivo perverso manosearan estos conceptos que nos parecen tan venerables y que forman parte insustituible de nuestra jerga. El nacionalsocialismo fue un multitudinario movimiento de masas, hizo un trabajo organizativo sin precedentes, realizó mítines de millones de almas. Almas corrompidas, que fueron ejecutoras o cómplices de la tanatopolítica nazi. Que no resistieron, que no lucharon, que no se rebelaron, adentro o afuera del Partido, para frenar el genocidio. Con sus bandas de matones, sus mecanismos de relojería y su logística criminal, su ética del guerrero ario que no pregunta ni cuestiona, que se sacrifica por un bien inefable y asesina personas indefensas sin culpa ni mala conciencia, la organización fue responsable de un reino de terror y oscuridad. ¿Queda por siempre manchada la idea?


II

En sus Cuadernos Negros, Heidegger deja traslucir su temprano y breve entusiasmo por la llegada al poder del movimiento nacionalsocialista. Lo admite también en una conocida carta a Herbert Marcuse: “yo esperaba del nacionalsocialismo una renovación espiritual de la vida en su totalidad, una reconciliación de los antagonismos y un redimir el Dasein occidental de los peligros del comunismo”. La impresión primera es la de un “despertar de Alemania”. Palabras como “destino”, “misión”, “vocación”, “decisión” y “responsabilidad” son frecuentes en la reflexión heideggeriana de aquellos días, frente a la amenaza pavorosa del nihilismo. Años después, justificando su asunción como Rector de la Universidad de Friburgo, Heidegger volvió a reiterar los mismos argumentos que le planteó epistolarmente al teórico de Frankfurt: “En el movimiento que llegaba al poder vi, entonces, la posibilidad de unir y renovar interiormente al pueblo y una vía para encontrar su destino en la historia de Occidente”. Posibilidad que, según cuenta, detectó clausurada bastante pronto. Ya en La autoafirmación de la universidad alemana, nos dice, se presentaba una discusión implícita con la “ciencia política” nacionalsocialista, que contenía la idea de que el objetivo de la ciencia era resultarle de utilidad práctica al pueblo. “La nueva política es una consecuencia esencial interna de la «técnica», y esto no solo en cuanto a los medios y las vías del procedimiento que ella pone en movimiento, sino que por sí misma esa nueva política es la organización del pueblo por medio de maquinaciones para alcanzar el máximo «rendimiento» posible, aunque también en cuanto a su definición fundamental biológica se concibe al pueblo de forma esencialmente «técnica» y con arreglo a maquinaciones, es decir, para criarlo y disciplinarlo”. Incluso en la incomodidad, sin embargo, su silencio lo condenó a la infamia. Pero desatender estos pensamientos sería cometer el mismo error que Heidegger denuncia. Fue lo que hicieron los soviéticos, con sus manuales de baja calidad, en los que definían a Platón o Aristóteles como ideólogos del esclavismo y, por lo tanto, en nombre del materialismo dialéctico, cancelaban toda lectura espontánea y creativa de los clásicos que no se ajustaban al dogma de obediencia.

Son raros los ámbitos en los que Heidegger manifiesta públicamente sus ideas políticas. Uno de ellos, texto inédito hasta hace no mucho, es su seminario Sobre la esencia y el concepto de Naturaleza, Historia y Estado, de 1933/34, Heidegger se pregunta en las últimas sesiones por la esencia del Estado, que no es lo mismo que su finalidad o su origen. El ente que es o puede ser un Estado es el pueblo. Etimológicamente, recuerda Heidegger, Estado refiere a status, condición, modo de ser, o sea, modo de ser o de estar de un pueblo. Definición similar a la brindada por Carl Schmitt en El concepto de lo político. “El ser humano es un zoon politikon porque tiene la fuerza y la capacidad para la polis”, dice Heidegger, retomando a Aristóteles. Que el pueblo sea una nación implica su crecimiento bajo un destino común, que se realiza en un Estado concreto, en una comunidad nacional. Por eso el fundamento del Estado es lo político y no al revés. El Estado debe ser decidido (recordemos la célebre sentencia de Schmitt: “el concepto de Estado supone el de lo político”). Y para adoptar esa decisión, Heidegger resalta el papel que cumple el líder. El líder no es el que sabe, como en Platón, sino el que es. Quienes necesitan educación política son los denominados guardianes (¿cuadros intermedios?), el grupo dirigente, anclado en una tradición. Como Weber y Spengler, Heidegger critica a Bismarck por no haber enraizado “su idea de Estado en el suelo firme y sólido de la nobleza política”. El canciller, producto de la confianza en su genio personal y a que entendía la política como “el arte de lo posible”, redujo todo el problema a la relación entre el individuo histórico y la situación en la que está inmerso, desentendiéndose así del destino del pueblo y el Estado. Contra tal perspectiva, para Heidegger, la tarea no tiene que quedar reservada a la grandeza de un salvador visionario. “Cada individuo debe reflexionar ahora para alcanzar un conocimiento del pueblo y el Estado y para asumir su propia responsabilidad. El Estado descansa en nuestra vigilancia, nuestra disposición y nuestra vida”.

El Estado es el ser y el pueblo es el ente. Plantear la diferencia ontológica de esta manera puede hacer ruido, ya que tenderíamos a pensar que el Estado está del lado de lo óntico. Mas Heidegger, con astucia, invierte los términos. El Estado, de orden espiritual, se nos abre y esconde. Debemos preguntarnos por él. Esto significa que cada hombre y mujer del pueblo sólo se realiza si dedica su vida al Estado, si asume la tarea y la responsabilidad de transformar la noción que se tiene de este. La conciencia y la voluntad del Estado, sostiene Heidegger, tienen que ser obra del pueblo y no solo de supuestos estadistas. Para que exista y se consolide un orden estatal, resulta necesario entonces que el líder y los liderados compartan un mismo destino común, en pos de la realización de una misma idea. La lucha por el Estado es la lucha contra su transitoriedad, contra el declive de su propia esencia. Esencia que únicamente se conserva si prevalece la voluntad de poder, es decir, la afirmación existencial del pueblo. En ese sentido, Heidegger argumenta que el fracaso del Segundo Reich se debió, además de a la falta de previsión y de legado de Bismarck, a que no fue “capaz de reconocer al proletariado como un fenómeno que estaba justificado en sí mismo y de reincorporarlo al Estado con propuestas de entendimiento” y también a que el patriotismo oficial no contaba “con un arraigo último en el pueblo”. Para que el pueblo realice su modo de ser en el Estado, le es indispensable luchar por una idea de patria, que Heidegger, al compás de la filosofía oficial del nazismo, piensa como espacio vital. Nuestro autor trata de demostrar que el hecho de ser gobernado no es sinónimo de opresión. Se puede aceptar el gobierno con un compromiso heroico y ejemplar, lo que sucede cuando el pueblo descubre, sin coacción, su voluntad en la voluntad del líder. Entonces Heidegger remata:

“La realización más alta del ser humano tiene lugar en el Estado. El Estado del Führer, como lo tenemos, significa la consumación del desarrollo histórico: la realización del pueblo en el líder. El Estado prusiano, tal como se completó con la formación de la nobleza prusiana, es el precursor del Estado de hoy. Esta relación atestigua la afinidad electiva entre el prusianismo y el Führer. De esta tradición proviene el derecho del gran príncipe elector, formulado en un espíritu luterano: Sic gesturus sum principatum, ut rem populi esse sciam, non meam privatam. Todavía nos encontramos en esta tradición si reconocemos su significado”.

Al año siguiente, pero en línea de continuidad con este seminario, Heidegger dicta un curso sobre la Filosofía del Derecho de Hegel. Y allí discute abiertamente con la tesis de Schmitt, que había declarado la muerte del filósofo. Heidegger, por el contrario, sostiene que con el triunfo del nacionalsocialismo Hegel se encuentra más vivo que nunca. Interpretación que, entendemos, no ve el lado antiestatal del nazismo pero tampoco el lado liberal de Hegel. Recordemos que Hegel, además de criticar las filosofías del entendimiento, ilustradas, junto con su teoría política contractualista, también abre un frente de polémica dirigido contra las visiones más populistas, sentimentalistas e inmediatistas. De ningún modo hay en Hegel un pueblo que, de manera natural, preexista al Estado. El Estado es el espíritu del pueblo y la historia del mundo es la historia de los Estados y sus luchas. Spengler, más allá de sus exageraciones y distorsiones, lo describió correctamente. Por ende, según la estructura de la Filosofía del Derecho, no es la voluntad del pueblo la que hace la Constitución, define el entramado institucional o articula el tejido ético de la sustancia social. Es la Idea de la libertad racional la que, en términos especulativos, se autorrealiza, se automanifiesta, en este momento como Espíritu Objetivo. El pueblo es lo que es por lógica retroactiva. Quien dice hablar por el pueblo y explica cómo deberían ser las cosas, o está mintiendo o tendrá que demostrar en los hechos que la razón está de su lado. Pero mientras tanto, la razón se encuentra objetivada y somos parte de esa objetivación, no podemos actuar desde afuera. De ahí que, aun cuando Heidegger postule que pueblo y Estado se amoldan, su insistencia en que la vida estatal es decisión del pueblo, como si el pueblo fuera un sujeto homogéneo y preconstituido, es inadmisible si nos atenemos al punto de vista de Hegel, salvo que admitamos la retroactividad como auténtica revolución del pasado.

A diferencia de Heidegger, Carl Schmitt fue un auténtico estatalista, salvo durante el terrible “desliz” en el que actuó como “jurista” del Reich entre los años 1933 y 1936, cuando su condición de heredero de Hobbes le valió la enemistad de los teóricos nazis. En aquel periodo, Schmitt comienza a hablar del carácter tripartito de la unidad política, o sea, de su triple articulación: Estado, Movimiento, Pueblo. Lo hace como jurista y no como filósofo (Heidegger). Luego de anunciar la pérdida de vigencia de la Constitución de Weimar, cuyo espíritu no estaba preparado “para la aniquilación del enemigo del Estado y del pueblo, del partido comunista”, Schmitt argumenta que Hitler, “Führer del movimiento nacionalsocialista”, ha sido legitimado como “Führer del pueblo alemán”, todo por vía legal, lo que se corresponde con la “disciplina y el sentido alemán del orden”. ¿Qué relación existe entre movimiento y pueblo? ¿Y con el Estado? En el momento en el que Schmitt escribe, Hitler aparece como líder del pueblo y líder del movimiento, pero también como Canciller del Reich, con Hindenburg todavía vivo. Solo que el rol institucional queda completamente rezagado (pierde sentido la distinción entre cuerpo público y cuerpo natural), como consecuencia de que el Estado, quitando sus aparatos, se ve limitado a una mera formalidad, como unidad política del pueblo. Ya no se apoya en sus propias fuerzas. En la inédita formulación de Schmitt, es el movimiento el que sostiene, penetra y dirige a las otras dos instancias. El Estado refiere a lo estático, mientras que el movimiento es el elemento dinámico, que atraviesa toda la comunidad y toma forma en el partido. Notemos al pasar que aquí hay una discusión implícita con toda la metafísica de la modernidad, porque para esta lo que es preciso superar (o más bien ordenar) es el movimiento de la condición natural, el dinamismo del que nos habla la física. El Estado, por ende, es lo que imprime estabilidad. En el nacionalsocialismo encontramos una crítica de esa estabilidad inconducente. Es el movimiento y no el Estado el que “absorbe” todo. Los agentes públicos dejan de ser un cuerpo profesional de funcionarios y devienen “compañeros”, “camaradas”, que se encuentran bajo las órdenes de la dirección política. De ahí que el trabajo de burócratas y jueces sólo puede considerarse “apolítico” cuando el Führer y su séquito así lo determinan. Lo mismo ocurre con los militares, vigilados de cerca, aunque con importante autonomía táctica, por las fuerzas especiales de Hitler. El pueblo, por el contrario, termina reducido a un lugar pasivo, “que crece bajo la protección y a la sombra de las decisiones políticas”. Schmitt no lo dice, mas en estos términos, el pueblo es la raza, objeto de intervención de la biopolítica. La responsabilidad, en cambio, se concentra en manos del partido:

“La organización y la disciplina interna del partido que sostiene al Estado y al pueblo son asunto suyo: él tiene que desarrollar sus propias reglas con el más estricto sentido de la responsabilidad frente a sí mismo. Los cargos del partido a los que les incumbe esta tarea han de desempeñar una función de la que depende nada menos que el destino del partido y con él también el destino de la unidad política del pueblo alemán. Esta gigantesca tarea, en la que se acumula todo el riesgo de la política, ninguna otra autoridad, y menos que ninguna un tribunal civil actuando con formas judiciales, puede sustraérsela al partido o a las SA. Aquí el partido se basa internamente en sí mismo”.

Schmitt no concibe el gobierno de Hitler como una forma de mando. Habla en su lugar de guía, jefatura, dirección o, para que suene todavía más cercano, conducción: Führung. Que el liderazgo no se transforme en tiranía depende exclusivamente de lo que Schmitt llama igualdad de estirpe entre el Führer y sus seguidores, o sea, la fidelidad de ambos lados. Pero que mantenga en uso la categoría de Estado total solo puede ser resultado de una confusión, como quedará demostrado años más tarde, en sus críticas encubiertas al totalitarismo nazi, sometedor del maniatado Leviatán. Sugerentemente, Franz Neumann, quien fue alumno de Schmitt, no tituló Leviathan a su gran estudio del régimen nacionalsocialista, sino Behemoth, figura bíblica que en Hobbes evoca la guerra civil. El monopolio del poder político ya no existe. Son las facciones, las bandas, las corporaciones las que acuerdan entre sí, disponiendo cada una dentro de su “zona de influencia” de facultades ejecutivas, legislativas y judiciales, sin ningún imperio del derecho que ponga límites o marque las pautas de comportamiento. En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt escribe que “el «Estado totalitario» es un Estado sólo en apariencia” y lo hace referenciándose en la apología del nazismo ofrecida por Schmitt en 1933. Transitando una vía paralela, Herbert Marcuse señaló en un texto póstumo que “si hay algo totalitario en el nacionalsocialismo, no es ciertamente el Estado”. Podía basar esa hipótesis en las afirmaciones más explícitas de los ideólogos del nacionalsocialismo. Cita a Alfred Rosenberg, para quien el Tercer Reich no produjo “la así llamada totalidad del Estado, sino la del movimiento nacionalsocialista”. También recuerda una temprana reflexión del propio Hitler en Mi lucha, donde argumenta que “la concepción básica es que el Estado no representa un fin sino un medio. Es en realidad lo que se presupone para la formación de una cultura humana superior, pero no su causa. Por el contrario, ésta radica exclusivamente en la existencia de una raza capaz de hacer cultura”. Nada menos hegeliano (no en vano Schmitt recibió críticas de la prensa y los juristas nazis, quienes entre otras cosas lo acusaban de “estatalista hegeliano”). Cuando en 1928 Goebbels escribía “ya no somos un Partido, somos ahora un Estado en el Estado indigno”, más que promover la teoría trotskista/leninista de la dualidad de poderes, revelaba el carácter esencial de la política nacionalsocialista. Meses antes de esta confesión, se había mostrado todavía más directo:

“¿Qué, pues, queremos en el Reichstag? Entramos al Reichstag para abastecernos en el arsenal de armas de la democracia con sus propias armas. Nos volvemos diputados del Reichstag para paralizar la ideología de Weimar con su propio concurso. Si la democracia es tan tonta como para darnos por este servicio de oso, boletos gratuitos de viajes y dietas, entonces eso es cosa suya. Nosotros no nos rompemos la cabeza por eso. A nosotros nos viene bien cualquier medio legal para revolucionar el actual estado de cosas. Si logramos introducir con estas elecciones sesenta o setenta agitadores y organizadores de nuestro Partido en los distintos parlamentos, entonces el Estado mismo dotará y pagará en el futuro nuestro aparato combativo”.

Esclarecida la cuestión del carácter antiestatal y movimientista del nazismo, surge entonces la pregunta central: ¿no queda comprometido el peronismo, al emplear una retórica y esgrimir conceptos tan parecidos a los usados por los nazis, los fascistas italianos o la Falange española? ¿Y la militancia? Digamos de entrada que las diferencias son importantes. En primer lugar, lo obvio: el peronismo no es racista ni imperialista. Los fascismos europeos, por el contrario, tienen el odio, el rencor y el revanchismo como motores y es desde la negación del otro extranjero, intruso o comunista que postulan su propia afirmación histórica, encuadrada dentro de un discurso milenarista.

En segundo lugar, durante los gobiernos peronistas (algunos más autoritarios, otros más liberales) el “Jefe” o la “Jefa” nunca se “atrincheraron” en el “lugar vacío del poder”, por utilizar la expresión de Lefort. En cambio, el peronismo resultó proscripto por 17 años, representando entonces a la mayoría del pueblo argentino.

En tercer lugar, concentrándonos en las categorías aquí mencionadas, la línea de Perón no es planteada exactamente en los mismos términos que la de Mussolini, Hitler o Franco. Para empezar, el pueblo sólo es pueblo en la medida en que está organizado. Sin organización es una masa amorfa, atomizada, anárquica, más o menos adoctrinada. Recordemos que para Schmitt el pueblo es la entidad que por definición no puede organizarse. Algo parecido sucede con la idea de movimiento nacional y popular. En Perón, movimiento refiere a la transversalidad o el policlasismo, pero bajo ningún punto de vista es una estructura cerrada y jerárquica, ni se identifica con el conjunto del pueblo (los llamados de Perón a quienes no se consideran peronistas son permanentes). Contra el esencialismo nacionalista de los fascismos clásicos, Perón ve en el nacionalismo una etapa de ese largo camino que es la lucha de los pueblos, a la que debe seguirle el continentalismo y, finalmente, el universalismo. Como la conducción, repite y repite Perón, es de carácter universalista, el movimiento no puede ser restrictivo en principio, sino sólo por excepción, en un caso concreto. Cualquiera puede devenir peronista (el peronismo, en ese sentido, es heredero de la Iglesia Católica). Por el contrario, un judío nunca puede devenir nacionalsocialista. Además, el concepto de movimiento social no es una invención de la extrema derecha. Fue acuñado por Lorenz von Stein para analizar la Revolución Francesa y sus consecuencias. El hecho de que el fascismo y el nazismo tuvieran elementos de izquierda que fueron reprimidos tras su llegado al poder demuestra que el problema no pasa tanto por los ideales de organización o movimientismo (que no son equivalentes: Perón siempre pensó la organización como un momento superior del movimiento gregario), sino por la traición de esos ideales, la cual se produce con la dominación y la destrucción del otro. Žižek observó con gran lucidez que el inconveniente de la filosofía de Heidegger fue no haber sido lo suficientemente radical. En la jerga de Selci: nunca interiorizó el antagonismo.

Por último, podría parecer que la noción de comunidad organizada posee aires del corporativismo que, antes de fascista, fue integralista católico. Pero no es así. Ese fue el afán de personajes como Uriburu u Onganía. En Perón la idea de comunidad organizada se funda en la democracia social, con sus raíces plebeyas, que subvierte cualquier imaginario corporativista. La lectura atenta de Modelo Argentino para el Proyecto Nacional lo confirma. Y en ese aspecto, el pensamiento de la militancia profundiza el planteo a dimensiones inusitadas.


III

La palabra “organización” presenta una ambigüedad que le es constitutiva. Ella, en principio, puede ser un sustantivo, puede referir al espacio político en el que el militante se incorpora. El espacio tendrá sus reglas y procedimientos, sus usos y costumbres, sus mesas de trabajo, sus responsabilidades estatuidas, su orgánica, en la que todo militante debe encuadrarse para que la organización no se vuelva inorgánica. La metáfora corporal es evidente: si los órganos no cumplen sus respectivas funciones, el organismo entra en crisis. Entonces la organización aparece como una entidad completa de antemano, una sustancia que descansa en su propia naturaleza y a la que los militantes solo le aportan su condición de partes, que la totalidad prefigura conceptualmente, como la máquina supone sus piezas para poder rendir. Lo orgánico se mecaniza, como bien intuyó Heidegger:

“Pregunta enigmática. ¿Por qué una época que está sustentada y definida por entero por la técnica, y que por tanto realiza el mecanismo en su forma más feroz, puede concebirse a sí misma al mismo tiempo como la época de la cosmovisión orgánica, siendo que, después de todo, el «organismo» debe significar la vitalidad de lo viviente, es decir, lo «no mecánico»? ¡Pero, al fin y al cabo, organon significa «instrumento»! Y no se ha decidido en absoluto, es más, ni siquiera se ha preguntado realmente, si es el «organismo» lo que puede definir la esencia de lo vivo o incluso siquiera si puede acertar con ella. Quizá el mecanismo y el organismo sean lo mismo, y quizá en la más extrema exageración de la técnica moderna —en la más extrema exageración del mecanismo— se muestre justamente aquello que también es propio del «organismo»; la excitabilidad e irritabilidad por aquello que él mismo pone y define como condiciones de sí mismo. Todo resultado técnico se estimula a sí mismo a ser superado. Este engranaje ininterrumpido del mecanismo es lo «orgánico». Lo que en esto no aparece en absoluto es una propiedad fundamental de lo vivo: el crecimiento. En el mecanismo —es decir, en lo «orgánico»— ni siquiera hay la muerte, porque él no posee lo más mínimo de vida”.

Pero la organización, como hizo notar Selci, puede ser también un verbo, un proceso que no concluye, que tiene que revalidarse cada vez. Tarea del militante orgánico es organizar. Organizar lo organizado, que siempre está al borde de la desorganización, y organizar lo que se resiste a organizarse, por prevalencia del ego, por miedo, por falta de voluntad, por desconocimiento o por cualquier otra razón. La organización permanente. La organización pensada menos como Estado en miniatura que como movimiento que no cesa. Si el movimiento, la organización como verbo, atraviesa la organización como sustantivo, las jerarquías, los métodos, la línea establecidas quedan en suspenso, resultan problemáticas. Un soplo de vida, el espíritu, oxigena a la máquina, a lo práctico-inerte. Es en ese sentido que Perón introduce el punto de vista de la perfectibilidad en la noción de estabilidad orgánica. Una organización que pierde contacto con la realidad, con las necesidades populares, con su época, incluso con la idea imperecedera por la que se formó, acaba en la esclerosis, en la impotencia o en las miserias de la “vieja política”. Dice otra vez Heidegger:

“Hay que mantenerse en movimiento y mantenerlo todo en movimiento con una paciencia resuelta. El imponerse de la voluntad: mantener la existencia, junto con lo ente en su conjunto, esbozados de tal y cual modo; de manera correspondiente, hay que forzar y afianzar la pregunta y el modo de ver, y construir por anticipado los conceptos que sirvan para abrir. Pero «movimiento» no significa ir probando sin dirección, intermitentemente y por capricho para luego desistir de nuevo rápidamente. Lo que hace falta no es una organización ni ocupar puestos para, después de eso, regresar o quedarse en la humanidad que ha habido hasta ahora. Sino un auténtico movimiento: sin patetismo, pero con apasionamiento”.

¿Esto significa que hay que aflojar las duras tuercas de la organización y entregarse a la locura dionisíaca del movimiento? Hemos visto que no es la opinión de Perón. Tampoco es la de Heidegger. Lo que al filósofo le preocupa es que en la rigidez orgánica se estropeen las fuerzas creativas, es decir, que la organización se convierta en un mero formalismo. “Los hombres de hoy van dando tumbos en el vacío de la mera organización, y entonces —como mucho— van a la zaga buscando esa miserable abundancia de la que se figuran que podría ser suministrada posteriormente con tal de que se «mantenga» la «organización»”, escribe con cierto escepticismo. Es un tema clásico de las reflexiones de la ciencia política, desde Michels hasta Panebianco: la organización empieza siendo un medio para un fin, pero acaba transformándose en un fin en sí mismo, para decepción de sus militantes más idealistas y provecho de los arribistas. Esto ocurre porque la organización está obligada a sobrevivir en un ambiente que no elige, que no se amolda a su concepción del mundo, que suele ser hostil, que le exige adoptar hábitos camaleónicos. Un ejemplo es la necesidad de financiamiento, con todos los problemas que encierra. Pero cuando la organización se aggiorna, cuando se vuelve pragmática, cuando mide con severidad las consecuencias de sus acciones (si ofende a tal o a cual, si viola los compromisos asumidos o un acuerdo confidencial, si desestabiliza al gobierno del que se forma parte o del que se reciben beneficios, si expone a dirigentes que no quieren exponerse, si arriesga cajas millonarias), entonces la libertad de decir o hacer se restringe. Las bases tienen que ordenarse a las definiciones de la conducción y en esas asimetrías es frecuente que se incuben los malestares y los déficit de representación. Porque la organización, de repente, se asemeja al Estado, aunque carezca del imperio sobre toda la sociedad. Es un golem que ya no responde a sus creadores y que está muy pendiente de que, en su seno, no surja nada que lo contradiga.

Cercenado el pensamiento (que no es individual, sino impersonal), la organización pierde su contenido espiritual y se achata, sufre de anquilosamiento, se extenúa y agota. Al mostrarse acabada, sin necesidad de lo nuevo que le sacuda las entrañas, la organización se ocluye. Se queda sin la posibilidad de experimentar el genio del arte, que se inspira en las musas que los aspectos más inadvertidos de la realidad le ofrecen como potencia: “La obra de la realidad se separa de toda organización, y sobre todo de lo «orgánico». Pues esa obra surge gracias a que la voluntad creadora se expone justamente a la supremacía y a la abundancia de lo incontrolado, tratando de conservarlas a ellas en la ensambladura de la obra. La obra no elimina, sino que libera y capacita lo suprapoderoso”. Heidegger consideraba un gran defecto que todo lo espiritual tuviera que subordinarse a las necesidades de coyuntura del Partido, a la decisión inapelable del Führer o a la aclamación popular. Es decir: que para cualquier circunstancia de la vida se reclamara un pronunciamiento, que toda actividad debiera volverse pública y someterse al juicio de los superiores, para que se determine su rectitud o herejía:

“Hay que superar el error de creer que el trabajo para el pueblo y desde el pueblo no consiste más que en una ruidosa y afectada alharaca que finge activismo con organizaciones que quizá podrán ser importantes para los desarraigados urbanitas y hombres de hoy, pero que no deben endilgarle su forma al trabajo espiritual creador. Arrastrar todo a lo público significa aniquilar toda existencia real. Al fin y al cabo, todo esto no es más que un marxismo invertido, y en cuanto tal tanto resulta más peligroso, porque el engaño —el espiritual— queda ahora más solapado que nunca”.

La expresión “fingir activismo” bien puede compararse con aquella de Sloterdijk de “hacerse el militante” para paliar el aburrimiento o el tedio existencial. Simular heroísmo, sentido de la trascendencia, ánimos de grandeza, para que no se vea la desesperación o la ansiedad. La militancia tiene que ser muy cuidadosa a la hora de definirse. Porque si militar consistiera únicamente en pasarse los días dentro de un local partidario, convenciendo a la gente de lo buena que es la política, o qué conviene votar, no habría existido un Homero, un Platón, un Miguel Angel, un Shakespeare, un Galileo, un Goethe, un Dickens, un Wagner, un Dostoievski, una Virginia Woolf, una Simome Weil, un Borges, un Martínez Estrada, una Hannah Arendt. Habría entonces que moralizar el amor, el arte, las matemáticas, la filosofía, que suponen en los momentos de mayor éxtasis y de mayor compromiso una indiferencia hacia todo lo demás, incluidas las urgencias políticas. No se trata, tampoco, de llegar a la conclusión de que no todo es político. O sí, si le damos un giro lacaniano a la cuestión. Porque la política es una intensidad, una fidelidad, una forma de vida. Menos un compartimento estanco que una pasión, una inquietud, un pensamiento que se superpone, a veces de modo imperceptible, con otras prácticas, que no son menos legítimas por no declararse partidarias de esto o aquello. Lo que la militancia debe explorar y rastrear son las huellas de militancia que hay en el encuentro amoroso, en los descubrimientos científicos, en las creaciones artísticas e, inclusive, en los entusiasmos políticos, en tanto procedimientos de verdad, por emplear el léxico de Badiou. Hay hechos que pueden ser profundamente políticos y perturbar el estado del mundo, transformarlo, de manera oblicua, sin que tengan que expresarse “políticamente”. Porque la militancia no es una identidad más. Es la subversión de todas las identidades, en todos los registros. La organización política, como decisión existencial, es apenas una posibilidad, que si ejerce una ascendencia sobre las otras, es porque les recuerda lo que ellas tienen de verdades y construcciones militantes. Tampoco se deja de ser militante por ir al cine, leer un libro, dar una vuelta al parque, cumplir las tareas en la fábrica, terminar la facultad, besar a alguien o asistir a un cumpleaños familiar. La militancia es la resignificación de todo eso, como resto. Ir al cine es “más” que ir al cine, leer un libro es “más” que leer un libro. La militancia es ese “más”, la otredad radical que nos decide en las situaciones más variadas e insólitas. ¿Qué implica ir al cine, ver esta película, para mi sensibilidad militante? ¿O cómo modifica mi sensibilidad militante la experiencia del asunto? ¿Es una mera distracción, un mero entretenimiento? Y si lo fuera, como dormir sirve para reponer energías, ¿qué se cambia gracias a ello? En esta ambigüedad cabalga la organización:

“¡«Organización»! Ninguna organización sin una aclaración previa de la voluntad, sin suscitar una misión construyendo espiritualmente por adelantado, sin una disposición conjuntada de las auténticas fuerzas que resisten y que no se consumen rápidamente. En un sentido auténtico, la organización nunca es una mera institución «técnica» externa: ella puede despertar y desencadenar por sí misma cosas nuevas y apremiar a ellas, pero justamente por eso también puede impedir, reprimir, ocultar y paralizar, y hacer que todo se suma en una perplejidad que estalle de la noche a la mañana. Insisto: tenemos mucho que recuperar y en que colaborar en el trabajo cotidiano, y sin embargo nada de esto debe sobrepasar el auténtico ser intimísimo y amplísimo de nuestro pueblo, pues de lo contrario nos encadenamos de forma excesivamente ciega al respectivo día de hoy. Pero hay también una ceguera vidente”.

Para Heidegger, la organización sin la fuerza embrionaria que la organiza no es nada. De ahí que el problema no sea la “desmesura” de organización, como si la organización suprimiera las libertades individuales, porque “la organización misma nunca es más que la consecuencia del respectivo saber y querer lo esencial. La reticencia hacia lo esencial y lo único y la falta de voluntad de ellos es la causa de la decadencia”. En la hipótesis de Selci, lo esencial es la militancia como responsabilidad absoluta. Por eso la organización no es instrumento, no es el medio para realizar la idea, sino que es la manifestación de la idea militante como tal, su espíritu objetivo, por emplear el lenguaje de Hegel, que es también el del dialéctico Selci. La organización no puede desviarse de su cometido sin desorganizarse, sin traicionar su esencia. Esto significa que la militancia dispone de un criterio “orgánico” para moverse, para discernir lo que está bien y lo que está mal. La organización que merece salvarse no es el “aparato”, es lo que en la organización organiza. Esto es: la idea que los militantes apersonan. Que lo más importante de la organización no son sus recursos ni la posición de poder conquistada, lo demuestra el hecho de que, incluso en las peores circunstancias, tiene la ocasión de regenerarse. No otro es el sentido de las “unidades básicas”, que son las células de la organización. Aún cuando respondan a una totalidad, la gracia de la militancia consiste, como con lucidez observó Horacio González, en que, al desarticularse la totalidad, al mutilarse la organización, al perder las conducciones intermedias, al quedarse sin liderazgo, sin comunicaciones, las bases tienen el aprendizaje suficiente para recomponer desde abajo, desde lo más fragmentario, el movimiento político. Prima allí la dimensión espiritual de la organización, que implica que la organización puede mantenerse todavía en la dispersión, sin roles definidos ni tareas asignadas ni referentes consagrados. Es la idea (Perón lo llama doctrina) que se resiste a morir, por disponibilidad testaruda y creativa de sus fieles, que sacan el bastón de mariscal de la mochila. En esa línea Heidegger puede sostener que “el radicalismo de un movimiento solo se puede conservar ahí donde constantemente tiene que volver a ser creado de la forma más clara y profunda: en lo espiritual; mientras que la realización de los objetivos siempre conduce a un estadio definitivo en el que uno se organiza y se asegura”. No hace falta llegar al caso extremo, donde la organización se debate entre la vida y la muerte, para que se plantee como necesaria una recapitulación. Encuadrar cuando existe algún desajuste, alguna rebeldía torpe, algún dogmatismo sin cable a tierra, alguna negociación entre bastidores que sacrifica la ligazón con las masas en el altar de privilegios inconfesables, es crear la organización de nuevo, cada vez.

Conste que aquí pensamos más allá del nivel de los agrupamientos políticos concretos, que por regla son muchos y diversos, aunque aquello no los exima de responsabilidades mutuas. Heidegger se pregunta qué pasa con el carácter de organización de una organización cuando se le agrega una nueva organización. ¿Acaso deben integrarse, superarse en una organización mayor, que las contenga a ambas? ¿O cada una se resigna a su oscuro mundillo, teniendo que cuidarse del espionaje de las otras, administrando la información como un tesoro maldito, como un secreto desgarro de la conciencia? ¿Habrá, ante el peligro de la disputa de las otras organizaciones, que adoptar la disciplina de hierro, el jesuitismo político cuya máxima es perinde ac cadaver, como si se tratara de Estados extranjeros? El interrogante queda abierto, pero es posible pensar que la existencia de múltiples organizaciones, más que amedrentar la organización sustantiva, la confirma como verbo, como movimiento de lo real, en el sentido en que Marx definía el comunismo. Si como dice Heidegger en el seminario que comentamos inicialmente, “estar organizado significa estar capacitado” (Perón postulaba: “estar organizado es estar preparado”), añadamos que estar capacitado es “estar capacitado para organizarse”, es decir, para conducirse de acuerdo a la idea de organización política. La idea es el alma de la organización, o sea, la organización de la organización. El gran filósofo alemán, aún más favorable al movimientismo que a la orgánica, permite en sus meditaciones comprender el desafío y la responsabilidad que toda organización conlleva:

“Una «organización» no es el despliegue nuclear de nuevos gérmenes, sino el continuo revestimiento de todas las cosas y de todo lo nuclear que hay en ellas. Y sin embargo, a causa de la desmesura de lo masivo y de lo dado que nos ha llegado transmitido, la organización sigue siendo una necesidad en un caso de emergencia. Tanto más original y resuelto tiene que ser el impulso contrario que la afirma y la tensión, si es que aún debe seguir siendo posible una historia y si es que aún debe poder impedirse un hundimiento organizado. Aquello a cuya altura estamos fundamentalmente y que poseemos en su poderío es lo único con lo que podemos quedarnos cediéndolo en cuanto que algo que ha sido y haciendo que sobresalga ante nosotros como una cumbre descollante. Estando en posesión del gran legado de la existencia griega, osamos con espíritu seguro el sobreimpulso para pasar a esa apertura de lo futuro que nos vincula libremente”.

¿Qué es, entonces, la organización política? Recurrir a la metáfora artesanal nos llevaría a suponer que si órganon significa herramienta, organizar es la acción de dar herramientas, de un militante a otro militante, según la misma idea de organización, que será para la militancia la política verdadera. Pero la organización, lo hemos sugerido, no es una herramienta que se da. Porque es el impropio acto de dar lo que involucra la organización como tal, cuyo íntimo nombre es responsabilidad absoluta. El “individuo”, el “animal humano” filtrado por lo orgánico, será el militante que se presenta ante el otro militante, que responde por su responsabilidad. La organización verdadera, por tanto, es el hálito de militancia, el soplido espiritual que conecta almas hasta entonces desamparadas y solitarias y las hermana en la maravillosa epopeya de la vida no-individual.

Ver: ¿Qué es la organización política (parte dos)?