Entre propios y ajenos, existe la convicción generalizada de que el de Alberto Fernández es un gobierno sin mística. La palabra que sintetiza esta experiencia por ahora fallida, que no entusiasma a nadie, es “impotencia”. Impotencia para librar grandes batallas e inquietar a los poderosos, para redistribuir el ingreso, para controlar los precios, para desactivar la efervescencia destructiva de los “mercados”, para sembrar esperanza de que “mañana será mejor”, pero también para construir el “albertismo”, como deseaban los laderos del presidente, o para cumplir las metas pactadas con el FMI y aplicar el ajuste brutal que la derecha reclama. Las contradicciones irresueltas que agitan el corazón del Frente de Todos generan como respuesta automática, ante planteos de cualquier magnitud, desde el salario básico universal y la suba de retenciones hasta la reducción del déficit fiscal, que “no se puede”.
Cada medida, cada acuerdo, cada foto se vende como acción de una empresa fantasma, que el público de escépticos que hoy conforma la sociedad no está dispuesto a comprar.
Ello no quita que en la Casa Rosada se haga circular una mensajería continua de optimismo sin respaldo. Cada medida, cada acuerdo, cada foto se vende como acción de una empresa fantasma, que el público de escépticos que hoy conforma la sociedad no está dispuesto a comprar. Contra la inflación que domina la economía, la política oficial y mediática vive tiempos de deflación crónica. Semejante malestar contagia inevitablemente la dinámica protestaria. Por aquí y por allá se anuncian planes de lucha y acciones callejeras, pero es como si el hastío profundo que atraviesa a las mayorías condenara al fracaso estos intentos.
Cuando Cristina estaba al mando del país, la política despertaba amores y odios y la Plaza de Mayo era escenario de movilizaciones espectaculares. Incluso en los barrios la colocación de una mesa en una esquina se convertía en un hecho trascendental, como si entonces se jugara el destino de la patria. Durante la presidencia de Macri, se desencadenó una épica de la resistencia, por razones obvias. La pandemia, dada la excepcionalidad del momento, conoció algo por el estilo, y no es extraño que fuera un período de incorporación de militantes. El planeta se venía abajo y había que estar a la altura, para salvar vidas, para evitar el colapso, para que nadie se quedara sin comer. Hoy, que se desarrolla una guerra mundial, todavía de baja intensidad y con riesgos de nuevas escaladas, las sensaciones son otras. Es verdad que se le exigen al gobierno respuestas y que cumpla con el contrato electoral que no para de adulterar. Pero todo parece un gran show destinado a contener fracciones electorales, sin ninguna perspectiva de solución a la vista. La célebre sentencia según la cual en Argentina es imposible aburrirse, porque las sorpresas más impensadas están a la vuelta de la esquina y los saltos abruptos que en los países metropolitanos llevan décadas en nuestros pagos se producen en cuestión de minutos, se ha asimilado también al ritmo inerte del derrotismo, que es la etapa superior del posibilismo.
En las últimas horas cobraron mucha dimensión los planteos del dirigente social Juan Grabois, quien alertó sobre los terribles niveles de pobreza que hay en el país y sobre la necesidad de salir a buscar los recursos que las arcas públicas requieren no de los bolsillos de los trabajadores (por el momento, el incremento de la recaudación se explica por el regresivo impuesto inflacionario), sino de las ganancias extraordinarias de los grupos concentrados de la economía, por las buenas o por las malas. De lo contrario, podría ocurrir un estallido social, que la memoria reciente de los argentinos identifica con los saqueos, ante la imposibilidad para millones de personas de acceder a la Canasta Básica Alimentaria sin la asistencia cotidiana del Estado. Pero el gobierno, preocupado por calmar el nerviosismo de los mercados, se caracteriza por una permanente declaración de intenciones, por un miedo desesperante a tomar grandes decisiones, que lo lleva, sin embargo, a ceder con extrema facilidad a la presión de los ricos, haciendo caso omiso a la presión de los pobres que apenas subsisten. Quiere persuadir a todo el mundo con palabras, mas como recordó Cristina citando a Perón, a la gente se la persuade con hechos. En lugar de mandarse a la conquista de territorios estratégicos, solicitando apoyos tácticos aquí o allá, el presidente anuncia una y otra vez que va a ir a la guerra, para luego firmar armisticios de un conflicto que nunca sucedió.
La apariencia de un centro colapsado por los cortes y piquetes diarios es la contracara de un estado de desmovilización general, signado por la frustración y la desesperanza. Se movilizan sectores, porque es una obviedad que si el gobierno está falto de reacción, las medidas se le arrancarán en la calle, con formas más o menos belicosas. No todos tienen el mismo tiempo para esperar soluciones, hartos de las vanas promesas de derrame. El método “silobolsa” es potestad de unos pocos. Llama la atención que en vez de apurar a los que se la pasan esperando-especulando con una mega devaluación- se le exija paciencia a quienes ya esperaron demasiado. El gobierno no convoca a nadie a luchar, se aísla solo y en ese quietismo pierde crédito y autoridad, pero también desmoraliza. Su horizonte de claudicación bien está sintetizado por esta definición de Carlos Pagni, el hermeneuta del establishment: “imposible aumentar la presión tributaria”. En lugar de preguntarse por qué, si no hay algo de mitología empresarial ahí, el gobierno lo toma como axioma, y se dedica a pensar de qué manera ajustar el gasto con el menor costo social posible, en una situación que ya no da para más. Abandonó antes de disputar el partido. No hay otra salida. Thatcherismo al palo.
La única fuerza que en la actualidad demuestra cierto grado de heroísmo, ante la tentación permanente de aflojar y bajar los brazos, es la militancia política, cuya disciplina prometeica, matemática diría Badiou, es en rigor admirable. Esto no significa que el desánimo que perfora y recorre la sociedad no cale hondo también en su praxis, alterando los humores de muchos compañeros y compañeras. Solo que si en alguna parte está abierta la posibilidad de rastrear y explotar una potencia o energía política capaz de modificar el rumbo, si en algún lado es factible identificar una voluntad de lucha más o menos despierta y vigilante, es en la militancia. Sobre sus hombros debería apoyarse el gobierno, si quiere tener otro margen de maniobra que el que le permite el Fondo Monetario Internacional. No es que le sirve de garantía o le depare un futuro brillante, pero sí aumenta sus chances de sentirse vivo y expectante, por encima del mal hábito de comentar una realidad que se le filtra y lo desborda a pesar de todos los diques de contención que pretendemos oponerle. Lo que la militancia, aún en todo su desconcierto y desamparo, puede aportar, no son soluciones mágicas. Es, principalmente, una mística, que para el gobierno en su estado de debilidad, es como un alma, como una fuerza motriz indispensable para que la máquina vuelva a arrancar.
Como prescribe la naturaleza religiosa del término, la mística implica una especie de contacto con lo absoluto, con lo trascendente, con lo divino, con algo que está más allá de nosotros y que, en su revelación inmediata, provoca situaciones de éxtasis o la adopción de ejercicios espirituales (ascesis), empujándonos a cambiar nuestra vida, que se nos presenta como falsa, poco interesante o corrompida. El místico es un testigo de lo que le acontece, en tanto experimenta una donación que lo obliga o compromete (la paradoja del don es que su gratuidad se manifiesta en principio como una pesada responsabilidad). Con Cristina, la mística que sumó a millones de compatriotas a la política, se condensaba en la pulsión por lo histórico y en la confianza en la lucha colectiva. Hasta el más recóndito de los kirchneristas sentía que el asunto estaba ahora y para siempre en sus manos. El asunto suponía la mejora de la vida cotidiana del pueblo y la escritura de los libros de historia, la conquista del mañana, pero también la redención del pasado oprimido, empezando por levantar las banderas que las generaciones de antaño nos legaron. Había un clima que alimentaba esta jovial y a la vez tensa euforia. Por muy metafísicas y anacrónicas que resultaran la narrativa y la creencia de que al final de los tiempos el pueblo triunfaría sobre sus enemigos-sueño dogmático del que fuimos despertados en el 2015-, la percepción de que estábamos combatiendo, de que sin nuestra militancia no había forma de ganar, nos mantenía en la búsqueda y en la construcción de un país donde la justicia y el orden, donde la igualdad y la libertad, pudieran caminar juntos.
La pregunta del millón, no obstante, es cómo se vuelve posible que el gobierno impregne y transmita una mística en medio de esta situación grave, delicada y excesivamente prosaica, donde el dinero, que falta en muchísimos hogares, aparece como lo único que importa, y siendo el mismo gobierno incapaz de garantizarlo. Incluso quienes sostenemos que los ideales pueden superar cualquier limitación material nos encontramos con que el gobierno no parece manejarse por una ética definida, ni se entrega a la tracción de la idea, sino que se ajusta a los cálculos pragmáticos e incurre en no pocas desinteligencias. La militancia invita a la sociedad a militar, pero bien puede responder ésta: ¿militar para qué? ¿Qué resultará de ello? La militancia apuesta todas sus fichas por la organización, mas ¿qué ha logrado la organización hasta el día de hoy? Cuando la lógica de costo-beneficio que el capitalismo irradia capilarmente demuestra su hegemonía, la llegada al corazón de las masas se torna mucho más dificultosa.
Enamorar no es cuestión de bellas palabras, sino de convencer al otro de que otra vida, tildada por el idioma sistémico como imposible y no rentable, es en verdad posible y deseable. Para que la trascendencia irrumpa, sin embargo, habrá de suceder algún roce material, que ponga sobre la mesa la insustancialidad de la crisis. Es obvio que para militar se necesita tiempo-objetivo y subjetivo añadirían los filósofos- y que en las actuales circunstancias la organización no puede proveerlo por sí sola. Bajo el capitalismo, el tiempo se mide con criterios monetarios. Decir que a la gente le falta tiempo para militar equivale a decir que le falta dinero, que hay necesidades básicas insatisfechas y que, por ende, la atención cognitiva se halla dirigida hacia las urgencias del día y no a la construcción de un proyecto, que no es novedad que requiere mucho tiempo. Por supuesto que el dinero no lleva a militar a un ser humano: es más probable que lo corrompa. Un acontecimiento, del todo contingente, es sin embargo necesario, para que nuestros esquemas mentales se abran a la entrada inesperada del otro.
Si el acontecimiento es incalculable e inmanejable, si uno nunca sabe con seguridad cuándo puede ocurrir algo que modifique nuestros marcadores de certeza, nuestra concepción del mundo, nuestras expectativas, debe existir, sin embargo, cierta predisposición a dejarse permear y capturar por lo nuevo. Tal predisposición no es una afirmación de la voluntad propia, sino la presencia y el llamado del otro en mí, porque la responsabilidad, la obligación de responder, siempre viene del otro. Es, por definición, impropia. Para que una fidelidad militante pueda desprenderse de una situación política, es menester que se encuentre (la palabra encuentro es vital), que se comunique, con otras intervenciones militantes, capaces de aportar a la lucha metáforas, itinerarios, tradiciones, herencias y, por qué no, una mística, que haga sentir sobre nuestras espaldas un compromiso intergeneracional, que ocasione rendijas en un presente árido, seco, triste, donde las posibilidades escasean y se necesitan verdaderos milagros para sembrar tiempos mejores. La vida militante es el milagro del desierto capitalista.
En sentido estricto, un escenario repleto de dificultades es más óptimo para recibir contenidos espirituales que un momento de extrema opulencia. Lo que se pone en discusión, en todo caso, es si los mismos servirán de anestesia (“la religión es el opio de los pueblos”) o promoverán una actividad orientada por el faro eterno de la idea. Puede que la mística no dé de comer, pero un poco sí. Decía Simone Weil, una filósofa que no dudó en proletarizarse, que el pueblo necesita tanto de pan como de poesía. La poesía significa aquí menos la recitación de versos creativos y ocurrentes que la sustancia misteriosa de la vida, siempre por descubrirse. Porque en cada operación cotidiana y rutinaria, está la posibilidad de contemplar algo más (“la belleza del cielo estrellado”), de vislumbrar una puerta de acceso a Dios, que permita a los trabajadores sustraerse de la lógica monótona de trabajar para comer y comer para trabajar.
En la militancia el contacto con lo divino no es teórico o especulativo sino práctico. Pintar una pared en una jornada solidaria, asesorar a un vecino o vecina, organizar una compra comunitaria de alimentos, no representan ningún trabajo, por más que requieran esfuerzo. La realización de la operación ambienta un clima militante, que trasciende la operación misma. El fin no es instrumental, es político. Apunta a modificar la perspectiva, a cambiar la vida. Ofrece, por lo tanto, una mística. Quien se expone a ese clima, arriesga su ser de un modo atípico, pues lo somete no ya a la dinámica de la reproducción sino a la de la transformación. Para ello, no obstante, es imperioso que preste atención (en tiempos de redes sociales, de dispersión superficial, prestar atención es todo un arte) y que experimente la situación como un ejercicio, como una gimnasia, como una puesta a prueba, como un llamado que debe ser respondido, cada vez. No hace falta recurrir incesantemente a los discursos de barricada para construir una mística que movilice nuestras fuerzas. El mero hecho de que en un mundo marchito, sombrío y en crisis, donde prevalece el individualismo salvaje, florezcan vidas que se preocupan y se ocupan de los otros, es todo un signo de época, que revela posibilidades distintas a la situación normal y que, aun así, emanan de ella, en tanto excepción. Como trascendencia inmanente, lo que ponen de manifiesto es que la situación, tan segura de sí, descansa, está suspendida, sobre un abismo y que, por ende, no es inevitable.
La militancia es una forma de lidiar con el vacío que grava la existencia. No lo desconoce, no lo niega. Lo asume, extrae consecuencias y, de alguna manera, lo milita. Algo grave es algo pesado. Gravar es establecer un tributo, un impuesto, que es, a su vez, algo que pesa. Transitamos por esta vida como deudores de ningún acreedor. En este vacío reside el munus que es la materia de toda comunidad, es decir, la obligación del estar-en-deuda, no con un amo mundano, tampoco trascendente, sino con cualquiera. El vacío asfixia y marea, angustia y aterroriza, duele y entristece, nos inquieta y nos hace perder la estabilidad, al no tener suelo firme en el que pisar. Pero deja también un pequeño lugar para lo nuevo. Lo único que no se rige por la ley de gravedad, dice Simone Weil, es la gracia, el descenso repentino de lo Alto. Hasta la política, en líneas generales, conoce centros de gravedad, donde se juega lo serio, lo importante, lo decisivo, lo fundamental. Lo que la militancia aporta a la política es el punto de vista del vacío, filtrado por los ojos inauditos de la gracia. “La gracia colma, pero no puede entrar más que allí donde hay un vacío para recibirla, y es ella quien hace ese vacío”. En estas palabras de Weil, motivadas por la seducción de lo divino, se esconde la clave de la mística militante.
Porque la Idea militante, igual que el sol, da la energía que es condición de la vida y que contrarresta la gravedad (permite funcionar al músculo capaz de levantar una cosa que, en caso contrario, caería por su propio peso), pero no la resuelve. Resolver es hacerse cargo del vacío y proponer una forma de vida que no le tema, que no le pese. Que le agradezca y que despliegue de sus enigmáticos arcanos la creación permanente de una vida que valga la pena, en tanto no niega ninguna vida, sino que las potencia a todas, las organiza, las invita a vivir bajo la orientación luminosa y calurosa, alegre y festiva, de la Idea.
En sus incendiarias declaraciones, Grabois dijo algo más: al gobierno se le acaba el tiempo. Al tiempo que se acaba, que está a punto de llegar a su final, se lo suele denominar tiempo de gracia. La consumación del tiempo refiere menos a los plazos de mandato que a las obligaciones asumidas. En la óptica de las finanzas, el tiempo de gracia supone el aplazamiento de todo pago, pero sin suspender la acumulación de intereses. El último día las cuentas deberán ser pagadas, sin importar si durante el período de gracia las cuentas “daban o no”. Las resonancias bíblicas de esto son claras. El tiempo de gracia no corre sin presión. Por el final que se aproxima, pero también por lo que se nos ha concedido, bajo nuestra entera responsabilidad (es decir, sin garantías). El tiempo de gracia es el tiempo de la oportunidad, quizá de la oportunidad definitiva, la oportunidad última, la que no se nos puede escapar. Lo que Pablo, en griego, llamaba kairós. El drama del agotamiento del tiempo, del tiempo que resta, puede ser convertido en la ocasión donada gratuitamente, para hacer lo que hay que hacer, porque ya no queda nada que perder. Se nos ha regalado un tiempo que no merecíamos ni estaba en nuestros cálculos pragmáticos. No lo desaprovechemos.
Cuando las condiciones materiales abruman, cuando las necesidades apremian, cuando el presente urge y ruge, cuando el margen de maniobra es reducido, cuando la correlación de fuerzas se nos presenta como adversa, cuando la tristeza agobia, entonces hay que rodear el camino de la mística, no como método escapista, sino como una construcción que posibilita que el alma se toque con lo sagrado y que lo que se recibe no se lo apropie nadie, porque mejor es compartirlo. Si no hay economía de la abundancia, es ultrajante e inadmisible que algunos privilegiados sí la saboreen. El misterio que involucra la mística cobrará toda su fuerza el día que la política desafíe, iluminándolo, al cum del munus comunitario, no para protegerse, sino para contagiarse, sin excepciones.