Acá se puede leer la primera parte del texto.
La brillante pero equivocada crítica de Tocqueville
Unas décadas más tarde del debate que examinamos, luego de su viaje a los Estados Unidos y de un estudio minucioso de su Constitución y de los textos de El Federalista, Alexis de Tocqueville escribiría su famosa La democracia en América, donde además de hacer una descripción brillante y exhaustiva de las características de la sociedad norteamericana, detectaba varias de las tendencias fundamentales de la modernidad, empezando por el avance del movimiento democrático. Entre los diagnósticos y observaciones de Tocqueville, encontramos un juicio crítico de la libertad de reelección, a la que veía como nociva para la estabilidad política y la preservación de las libertades. Entre los varios problemas que Tocqueville descifró, estaba el de que la Constitución no pusiera límites a la reelección presidencial. Pero lejos de coincidir con el temor de los antifederalistas, que creían que el Chief Magistrate era un potencial déspota, a Tocqueville le preocupaba su paradójica impotencia. En efecto, acordaba con Hamilton en que el Jefe de Estado no era lo suficientemente fuerte y que, en caso de esperarse excesos, estos provendrían con mayor frecuencia del seno del Congreso y no de un Poder Ejecutivo acorralado por todos lados. Consideraba que el peligro más alarmante era el de una opinión pública ya consolidada, que homogeneizaba los pensamientos y las conductas, atentando contra cualquier espontaneidad o muestra de autonomía. De ahí que depositara sus esperanzas de contención en las leyes y costumbres y, sobre todo, en la autoridad de la Corte Suprema, sin la cual todo el orden civil se vendría abajo. Si el sistema estadounidense se basaba en los frenos y equilibrios, los establecidos por el Poder Judicial, que definía en última instancia qué se amoldaba a la Constitución y qué no, resultaban para Tocqueville la clave secreta del mismo. El Presidente, los diputados y los senadores podían caer en el desprestigio y la república seguir funcionando, pero en el momento en el que se dejaba de confiar en que las sentencias de los jueces eran imparciales, la corrupción de la vida pública llegaba a su paroxismo.
¿Cuál era el inconveniente, entonces, con que una misma persona pudiera ser electa presidente en numerosas oportunidades? ¿Acaso no seguía bajo el control del Congreso y de los Tribunales, como advertía Hamilton? ¿No era votada cada cuatro años por el pueblo soberano? Los argumentos tocquevilleanos serán, en este punto, mucho más sutiles que los de los viejos antifederalistas que denunciaban con horror la tendencia a la centralización política. Como ya adelantamos, lo problemático, para Tocqueville, no es la peligrosidad de un Presidente repleto de prerrogativas, sino su eventual debilidad. ¿Qué significa esto? ¿Se puede considerar débil a un funcionario que tiene atribuciones como vetar leyes, indultar a personas condenadas o comandar las Fuerzas Armadas? ¿No desean todos los hombres ambiciosos llegar a ocupar ese cargo? Frente a esta aparente contradicción, Tocqueville no niega que el Poder Ejecutivo goza de toda una serie de atribuciones que son propias de un monarca. Y, sin embargo, de poco sirven sus derechos si no se encuentra en condiciones de emplearlos. Por eso el francés escribe que las leyes le permiten ser fuerte, pero las circunstancias lo mantienen débil. Contra lo que creían los antifederalistas, Tocqueville dice que el Jefe de Estado es frágil y endeble en el mismo momento en que depende (en última instancia) de la elección popular para mantenerse en el puesto. Simula ser un rey todopoderoso, pero no lo es y, agrega Tocqueville, incluso un Primer Ministro de Francia tiene más libertad y margen de maniobra que el “temido” Presidente de los Estados Unidos. De ahí que pueda intentar reclutar voluntades que lo apoyen mediante el ofrecimiento de cargos, pues él hace los nombramientos de funcionarios. Pero las contingencias que rodean su figura hacen que le sea imposible garantizar a éstos que no perderán su empleo ante un cambio de administración, ya que los partidos distribuyen los cargos como botín o recompensa para sus integrantes. Lo cual explica que los partidos, muchas veces, se muestren más interesados en respaldar a un candidato no por lo que les pueda llegar a prometer, sino para demostrar con su triunfo que sus ideas son mejores y poseen más arraigo social que las de sus adversarios políticos. El del Presidente se convierte, entonces, en un nombre vacío que aglutina a un grupo, a una facción que aspira a ser mayoritaria.
Sin embargo, lejos de ser inofensiva esta dinámica, ocasiona numerosos trastornos cuando se aproxima el día de las elecciones, empezando por que el Presidente, si busca ser reelecto, se concentrará hacia el final de su mandato y con aires demagógicos en destinar recursos para la campaña (en lugar de gobernar para el bien común), mientras sus seguidores y sus opositores disputarán con vehemencia los votos que necesitan para obtener el triunfo, generando de ese modo un clima de inestabilidad que sólo se calma (en principio) cuando el Colegio Electoral designa un nuevo Presidente. Cada cuatro años se suceden los disturbios y la incertidumbre, así como la administración se barre y renueva por completo, lo que para Tocqueville es una revolución llevada adelante en nombre de la ley. Frente a la agitación de las pasiones, el Presidente no es capaz de autolimitarse y se deja arrastrar por los caprichos de la mayoría para conseguir su reelección.
Las restricciones a una hipotética reelección presentan una paradoja, que es la siguiente: justo en el momento en el que un Jefe de Estado demuestra que es un buen gobernante, que puede dirigir los asuntos públicos con firmeza y persiguiendo el interés general, que pone su talento e influencia al servicio de la República, que la mantiene unida en tiempos de crisis, las leyes deciden privar a la comunidad de la posibilidad de seguir contando con su liderazgo y, por ende, de ser conducida hacia un destino próspero y glorioso. ¿Cómo supera Tocqueville esta contradicción? Pues bien, desde su punto de vista, el Presidente virtuoso, que se ha mostrado capaz, deja de serlo cuando, en vez de cumplir con su deber de Presidente, se empieza a comportar como un candidato cuyo único fin es ganar las próximas elecciones. En ese instante, todo se corrompe: el Jefe de Estado, más que representar a todo el pueblo, se convierte en el líder de una facción, las leyes devienen objeto de cálculo electoral, los cargos públicos pasan de ser enaltecidos a volverse incentivo y premio, etc. Aquí nos encontramos con la crítica decisiva de Tocqueville a la Constitución de los Estados Unidos, en lo que refiere a la naturaleza del Poder Ejecutivo. Mientras éste, siguiendo la lógica de los check and balance, fue dotado de numerosas prerrogativas para poder frenar las invasiones o los excesos del Congreso, con la introducción del principio de reelección la Constitución destruyó parcialmente su trabajo. Escribe el francés: le han otorgado un gran poder al Presidente, y le han quitado la voluntad de usarlo.
Lo que la prohibición de la reelección presidencial permitía no era que el Presidente pudiera prescindir del apoyo del pueblo (pues lo necesitaba, como candidato, para llegar al poder y, como Jefe de Estado, para completar su mandato y llevar adelante con éxito su obra de gobierno), sino que lo salvaba de la tentación de desearlo una y otra vez para continuar en el cargo, garantizándole así un mayor margen de libertad para concentrarse en las cuestiones de Estado sin perder de vista su responsabilidad. Al habilitarse la reelección, la voluntad del Presidente es ablandada por la opinión pública e, impulsado por su ambición, se ve forzado a ceder en todo lo que el pueblo quiere, con tal de quedarse en la Casa Blanca. El Presidente, entonces, se transforma en esclavo, juguete o instrumento dócil de la mayoría, algo que acompaña la generalización de la mediocridad a la que tiende el movimiento democrático, ante la cual se extinguen o resultan impotentes todos los hombres de carácter. Casi dialécticamente, el líder deviene seguidor. El plan original de la Constitución se torna infructuoso. De manera brillante, remata Tocqueville: Así, para no privar al Estado de los talentos de un hombre, han hecho casi inútiles sus talentos; y para disponer de un recurso en circunstancias extraordinarias, han expuesto al país a peligros cotidianos. Lo que había sido previsto y diseñado como un mecanismo flexible para enfrentar las contingencias y situaciones de emergencia, se vuelve él mismo generador de crisis e inestabilidad política.
Frente al irresistible avance de la democracia, Tocqueville dice que los hombres con grandes talentos y pasiones se alejan de la política representativa, donde no adquieren prestigio ni hay una perspectiva interesante de carrera pública, y se dedican a la búsqueda y acumulación de riqueza. Sólo los personajes moderados, pero también por ello mediocres, se involucran en los asuntos del Estado. Pero que los primeros no dispongan de ningún cargo no significa que hayan perdido toda influencia. Al contrario, para Tocqueville los más peligrosos para la unidad de la República no son quienes cumplen funciones políticas en la administración, el Congreso o los tribunales, sino las potestas indirectas (él piensa sobre todo en los partidos, aunque podemos agregar las corporaciones) que condicionan el accionar de los gobiernos y sin legitimidad electoral (sin exponerse al riesgo de lo político) pueden presionarlos para que hagan lo que ellas quieren. De alguna manera, para lograr la reelección tan ansiada, el Presidente debe contar con el visto bueno de la opinión pública y, a la vez, de estos poderes que, desde las sombras, se encargan de reforzar y dirigir la opinión pública hacia una determinada dirección. El Presidente que se perpetúa en el Ejecutivo, lejos de ser un líder consagrado que guía a la nación hacia sus más grandes fines, deviene empleado obediente de los electores, sirviente de la omnipotente tiranía del a mayoría; rumbo que no se corregirá hasta que el pueblo, cansado de sus representantes y de sí mismo, se vuelque a la creación de instituciones más libres o doble la rodilla ante la majestuosidad de un nuevo amo que ponga orden y termine para siempre con la incertidumbre democrática.
Aquel despotismo novedoso que emana de las democracias es, para Tocqueville, un despotismo más suave, más sutil y más degradante que las viejas tiranías de antaño, que eran por demás evidentes para todo el mundo. La opinión pública (el reino del llamado impersonal se) establece una reglamentación uniforme de la vida que se ha de respetar si no se quiere ser rechazado por los demás. Se configura así una moral del rebaño (Tocqueville se adelanta a Nietzsche), de animales mansos, obedientes y conformistas, dirigidos por pastores y tutores, no ya por auténticos jefes. Sin embargo, agrega el francés, la necesidad de conducción se complementa con la pasión de continuar siendo libres e independientes. Por lo que el principio de la soberanía popular y la creciente centralización política son las dos caras de esa moneda que es la democracia. Es como si al amo, esta vez, se lo eligiera y el pueblo pudiera quedarse tranquilo de que, en última instancia, no obedece más que a sí mismo. Al reforzar al poder central, a la máquina impersonal de la Administración, la opinión pública mantiene a los ciudadanos dependientes, pasivos, en eterna minoría de edad. Estos renuncian a encargarse de los pequeños asuntos (todo se especializa, para todo hace falta un tutor) pero no dudan en concederles a unos pocos ciudadanos las mayores prerrogativas, al investirlos como sus representantes políticos.No obstante, la paradoja es que tampoco dichos ciudadanos pueden dirigir el Estado según su plena voluntad: son amos y juguetes a la vez. Se convierten en más que reyes y menos que hombres. Escribe Tocqueville:
“Es, en efecto, difícil imaginar cómo hombres que han abandonado por completo el hábito de dirigirse a sí mismos, puedan llegar a elegir bien a quienes deben dirigirlos; y no se puede creer que de los votos de un pueblo de servidores pueda salir jamás un gobierno liberal, enérgico y sabio”.
Tocqueville entiende que la democracia es un destino inevitable e irreversible, que su época es la época de la igualdad y que el desafío, en todo caso, es evitar que aquella poderosa pasión por la igualdad, acompañada del fortalecimiento del poder central, suprima las libertades personales. Entre los frenos más eficaces que él considera, se encuentran el de la descentralización municipal, el de la proliferación de asociaciones, el del control de constitucionalidad por parte de los jueces, el de la libertad de prensa, el de asumir la importancia de las cuestiones de forma (es decir, ser pacientes), el de la defensa irrestricta de los derechos individuales (todos deben comprometerse con ellos), etc. Ahora bien, hecho el diagnóstico y partiendo de que la reelección indefinida lleva necesariamente a la irresponsabilidad política, el libro de Tocqueville no explica, sin embargo, por qué hasta Franklin Delano Roosevelt todos los presidentes de Estados Unidos cumplieron con un máximo de dos mandatos y no trataron de buscar incesantemente la reelección. Se le escapa algo que se desprende de su propia teoría, que es la capacidad que los seres humanos tienen de buen juicio, de mantenerse atentos y vigilantes, de estar a la altura de su deber y que, si bien él podría aceptarla en el caso de un dirigente político o de ciudadanos preocupados por el bien común, no se la concede al pueblo en tanto mayoría amenazante. Queda sin pensar, en este punto, el problema de la autolimitación.
Carisma, sucesión y autolimitación
Si bien Hamilton y Tocqueville no coincidían sobre la conveniencia o nocividad de la reelección ilimitada del Presidente, ambos le daban una gran importancia al diseño institucional, hasta el punto de considerar que instituciones fuertes, sólidas y bien organizadas permitían contrarrestar, moderar o suplir los defectos humanos. En esa línea, puede pensarse que la posibilidad de la reelección, en la medida en que es aprovechada por el Jefe de Estado de turno, hace girar a toda la vida política de un país alrededor de una sola persona, lo que torna muy delicado el problema de la sucesión. ¿Qué se hará cuando, por un motivo u otro, esa persona ya no esté? Una pregunta parecida se hizo Max Weber al analizar las razones de por qué Alemania carecía de una camada de políticos responsables y preparados para hacerse cargo de los destinos del país. Desde su perspectiva, la centralidad ocupada por Bismarck durante más de dos décadas y su firme voluntad de gobernar con mano de hierro los asuntos del Estado, impidieron que se formara una tradición política capaz de educar a las nuevas generaciones de dirigentes. El ex canciller había dejado como herencia un Parlamento impotente, anulado, mediocre, con un nivel intelectual muy bajo y completamente falto de autoridad. E incluso aceptando que él podía ser un líder excepcional, nos dice Weber, Alemania cosechó lo que sembró. “Al fin y al cabo, un genio sólo aparece con suerte cada cien años”. Sin tradición y educación política, la nación carecía de una voluntad política propia, “acostumbrada a que fuera el gran estadista al frente de ella quien se ocupara de hacer la política”. Pero ante la debilidad del poder político, se erigía la omnipotencia de la Administración y su saber experto: la dictadura de los funcionarios. “El futuro le pertenece a la burocratización”, escribe Weber. Frente a ella, un Jefe de Estado, electo democráticamente (como el Presidente de los Estados Unidos o el Presidente del Reich en la República de Weimar) o hereditario (un monarca absoluto o constitucional), es dependiente por donde se lo mire. No puede gobernar sin la máquina o, más aún, la máquina gobierna por él. De ahí que se vuelva imprescindible el fortalecimiento de un Parlamento con la suficiente autonomía para controlar la Administración y para que de su seno salgan los dirigentes políticos que el país necesita. Porque, explica Weber, “lo que ha faltado era que dirigiera el Estado un político, no un genio político-que eso sólo cabe esperarlo una vez cada cien años- ni siquiera una persona con un talento político destacado, sino simplemente un político”. Lo que le interesa profundamente a Weber es que los objetivos o fines políticos no sean trazados por los funcionarios, sino por los líderes políticos (políticos de raza, con vocación y que asumen su responsabilidad) con legitimidad democrática.
Para los autores federalistas, el mecanismo de la reelección, tanto en el ámbito legislativo como en el ejecutivo, contribuía a la formación de una élite política y, en el caso del Presidente, a mantener los lazos de confianza y afectividad con el pueblo, que reconoce los éxitos de una gestión y desea prolongarla durante un período más. Pero vimos también que, según Tocqueville, toda la virtud, la responsabilidad y la independencia del político se difuminan a medida que acaba envuelto en la trama por conseguir su reelección, una y otra vez. La necesidad permanente del favor de la mayoría le impide pararse por encima de las partes, tomar distancia y contemplar el bien del Estado sin preocuparse por los tiempos electorales. Inevitablemente, el problema de la reelección indefinida se asocia con el del líder personalista y carismático, sobre el que Weber nos dejó importantes reflexiones. Porque quien logra sostenidamente el apoyo popular durante tantos años debe tener algo especial, pues hace que todas las miradas y expectativas estén puestas en su persona. El líder, visto desde esa perspectiva, aparece como un Padre que mantiene a los seguidores en la eterna infancia, en la irresponsabilidad, mientras que por su carácter heroico y extraordinario no se ocupa en preparar el terreno para su sucesión. Si no se les deja lugar a las nuevas generaciones, si no hay recambio o rotación, más que correrse el riesgo de una potencial tiranía, sucede que éstas no lograrán acumular la experiencia que se precisa para dirigir políticamente el Estado. Pero, a la vez, si los políticos no dedican toda su vida al servicio público, si no asimilan la rutina y sus hábitos, nunca comprenderán cómo funciona el Estado por dentro y la política se convertirá en un hobby de aficionados. Eso lleva a quienes intentan limitar la reelección presidencial a concebir al mismo tiempo la responsabilidad de ser Presidente como la última y más consagratoria a la que un político puede querer aspirar, luego de una larga trayectoria y preparación. Sin embargo, aquí el inconveniente no es ese, porque si la reelección no estuviera regulada también se requeriría llegar a la Jefatura de Estado con un cierto nivel de madurez. Lo que en verdad se discute es si la sucesión conviene forzarla por medio de las leyes o dejar que fluya según las circunstancias. Retornemos a Weber:
“El problema de la sucesión ha sido en todas partes el talón de Aquiles de un poder cesarístico puro. La ascensión, la separación y la caída de un líder cesarístico sin el peligro de una catástrofe interna se dan, sobre todo, cuando la participación efectiva en el poder por parte de cuerpos representativos vigorosos mantiene la continuidad política y las garantías constitucionales del ordenamiento civil sin interrupción”.
Siendo las democracias representativas modernas democracias de partidos, hay en Weber una preocupación por que los jefes partidarios se conviertan en hombres de Estado y que, independientemente de quién gobierne, el Estado se encuentre en buenas manos. Pero hacia el final de su vida, ante el panorama de que el Parlamento se viera colonizado por personas ajenas a la política, mediocres y a las que se les encomienda representar y defender intereses corporativos (los de las asociaciones a las que hacía referencia Tocqueville), Weber se pronunciará a favor de la elección democrática de un Presidente del Reich, quien, independiente del Parlamento y con millones de votos atrás, deberá oficiar como dique de contención de las tendencias que entonces observaba avanzar al interior de los partidos políticos y, por ende, en el seno del Parlamento. Y que sería, a la vez, una salvaguarda frente a una eventual crisis parlamentaria, cuando se dificulte articular una mayoría capaz de formar y sostener un gobierno. Es la entrada de las masas en la lucha política la que, en el giro plebiscitario del último Weber, posibilitará que el gobierno representativo no sea “una entrega impotente a las camarillas, sino el sometimiento a gobernantes elegidos”. Para aquel Presidente del Reich, la Constitución de Weimar establecía un mandato de siete años y permitía la reelección (art. 43). ¿No se acostumbra un país, con plazos tan extensos, al liderazgo de una sola persona? ¿Es realmente riesgosa una identificación tal?
Sobre el carisma, Weber dice que “lo que importa es cómo se valora ‘por los dominados’ carismáticos, por los ‘adeptos’”, o sea, el reconocimiento, la entrega apasionada, la fe, la confianza y el entusiasmo que despierta el líder en un grupo de personas determinado, haciendo que la emoción, el sentimiento o la mística sean compartidos por la comunidad de creyentes. Esto no quita que el carisma pueda agotarse, cuando el respeto a la autoridad no se ve compensado y el jefe no cumple las expectativas que sus seguidores depositaron en él. Frente a la tradición, el carisma aparece como una fuerza revolucionaria y disruptiva. Pero si quiere sostenerse en el tiempo, el carisma debe racionalizarse, tradicionalizarse, rutinizarse. Esto suele ocurrir cuando el portador del carisma ya no está y tiene que resolverse el problema de la sucesión y, con más énfasis todavía, el problema de la adaptación a las exigencias de la vida cotidiana. Antes de meternos en este asunto, vale recordar que Weber consideraba la democracia plebiscitaria (que es lo que nos compete) como una forma de transformación antiautoritaria del carisma, en donde el jefe es libremente elegido por el pueblo soberano. Como funcionario electivo, el líder carismático deviene servidor de los dominados. No tiene que rendir cuentas ante un superior jerárquico (como un empleado burocrático atado a la disciplina del cargo), por eso su administración es “autocéfala”. En ese sentido, para Weber, la cuestión de la reelección (así como la de la revocación de mandato) se encuentra vinculada con la perturbación de las reglas de funcionamiento de la economía racional moderna, en la medida en que el Presidente, al buscar ser reelecto, dirige la Administración de modo demagógico, despreocupándose de las consecuencias de sus decisiones a mediano o largo plazo. En cambio, el supuesto para que un Presidente cualquiera no continúe por otro período más es que, esté quien esté al mando del Ejecutivo, el trabajo del día a día es obra de una burocracia profesional que es permanente. Claro que, en buena medida, la estabilidad política y la representatividad de las instituciones de un país se derivan de que los proyectos y las políticas de Estado sean duraderos y, para eso, la alternancia por la alternancia no suele ser beneficiosa.
Para Weber, la mejor garantía que puede haber de que un político, al llegar a las instancias más altas de decisión, no se entregará a la demagogia y al diletantismo, es que sea propiamente un político de carrera, es decir, educado en la lucha, en los acuerdos y negociaciones, en la labor tenaz e intensa, en la interiorización de los resortes del Estado, en la demostración de sus cualidades ante cada circunstancia adversa. En ese sentido, la competencia entre partidos (o entre los grupos dirigentes de los partidos) que se da en un Parlamento activo e influyente, representa un terreno favorable para que el dirigente se adecúe a la responsabilidad y la presión del gobierno. Es inevitable, de todos modos, que con la democratización de la sociedad los políticos se tengan que vestir de vez en cuando de candidatos y llevar adelante toda una agenda rutinaria que por lo general tiene poco que ver con los deberes de su función. Entonces, si de lo que se trata es de representar una voluntad colectiva en la lucha, el líder carismático, el caudillo, puede llegar al poder saltando las etapas que la política profesional le quiere imponer a sus miembros:
“Lo decisivo es, sin embargo, que para el caudillaje político sólo están preparadas en todo caso las personas que han sido seleccionadas en la lucha política, porque toda política es, por su esencia misma, lucha. Y esto, quiérase o no, lo asegura globalmente mejor el tan vituperado ‘oficio de demagogo’ que la sala del archivo, la cual, por su parte, brinda una preparación infinitamente mejor, indudablemente, en relación con la administración objetiva…”
Explica Weber que la democracia tiende a una selección de los jefes de tipo cesarista, es decir, al plebiscito y a la aclamación, entrando en tensión con la lógica parlamentaria (cuando hay elección directa del Presidente) y con la legitimidad hereditaria (tradicional) de los monarcas. El precio a pagar por la eliminación de los métodos plebiscitarios es ni más ni menos que la desafección de las instituciones para con las masas, su falta de autoridad. Mientras que la supresión de los mecanismos parlamentarios llevaría a un dominio sin control de la burocracia. Weber brega por una convivencia y complementariedad de ambos momentos. Lo que él critica del sistema estadounidense no es la elección democrática (indirecta pero no parlamentaria) del Presidente, sino los procedimientos para nombrar funcionarios, en especial la votación popular (la designación por el Presidente entrante es mejor que aquella, aunque también tiene sus defectos), que va en contra de los criterios racionales con los que se tiene que regir toda administración. Según Weber, la gran transformación en la vida política de los Estados Unidos se produjo tras la presidencia de Andrew Jackson (Tocqueville viajó al país durante su primer gobierno), cuando el Congreso empezó a mostrarse más débil que la maquinaria de los partidos políticos. Entonces, que el Presidente fuera el máximo distribuidor de cargos (con acuerdo del Senado, donde Weber dice que se insertaron los bosses, los encargados de recaudar dinero para el partido) llevó a la conformación de un gigantesco sistema de prebendas, conocido como spoils system. De todas formas, el sociólogo alemán entendía que para atemperar y hacer de contrapeso a la democracia de la calle, al rasgo emocional de la política, se necesitaban partidos fuertes y bien organizados, representados en un Parlamento trabajador, donde los conductores de masas pudieran internalizar los hábitos de una política racional antes de llegar al gobierno, sea por elección parlamentaria o por elección popular directa.
Ahora bien, si aceptamos la existencia de un Presidente independiente del Parlamento pero prohibimos o limitamos la reelección, ¿qué ocurrirá si el Jefe de Estado tiene arraigo en las masas y tanto él como el pueblo quieren que continúe más tiempo en el poder, mientras que la Constitución se lo impide? Suponiendo que no se presenta aquí ningún tipo de alteración de la normalidad institucional, es seguro que el Presidente quiera nombrar como sucesor y candidato de su partido a alguien de su “riñón” o a quien crea que podrá supervisar y mantener bajo control durante el transcurso de su gestión. La base del acuerdo, entonces, será que el Presidente buscará transferirle sus votos y prestarle su maquinaria a cambio de obediencia a un personaje que, sin embargo, carece de su carisma, de su conexión con el pueblo, que se identifica con él o ella. Esto puede tener dos consecuencias. Primero, que desde las sombras, sin exponerse públicamente, el ex Jefe de Estado seguirá influyendo en las decisiones de gobierno (al menos hasta que su autoridad se lo permita). Y segundo, que quien ose desviarse de sus pretensiones, tendrá que enfrentarse no ya con un Presidente mandato cumplido y retirado de la vida pública, sino con una potencia política, que es “dueña” de los votos de quien es titular del Ejecutivo. Una situación así, además de generar problemas de gobernabilidad, desacredita a las instituciones, que se manifiestan como contrarias a lo que desea la mayoría de la sociedad. Vista especulativamente, una Constitución (el gobierno de las leyes que limita al gobierno de los hombres) es una autolimitación del pueblo (que en-sí continúa siendo el poder constituyente o soberano, más allá de su alienación en el poder constituido). Solo que una verdadera autolimitación, en tanto decisión ético-política, debe ser libremente consentida. De lo que se desconfía cuando se restringe la reelección presidencial es que el Presidente y el pueblo sean capaces de autolimitarse, a diferencia de, por ejemplo, los jueces, que deciden en última instancia sobre la constitucionalidad de las leyes y suelen ocupar sus cargos de manera vitalicia (o al menos hasta una edad muy avanzada), siempre que dicten sus sentencias guiados por su razonabilidad, buen juicio y sentido del deber. Claro que la función del juez en una república se plantea como independiente de los demás poderes (y apegada a la ley), mientras que en el caso de un Presidente que compite por su reelección, necesita del favor del pueblo para continuar en su puesto.
Es cierto que, ante la proximidad de los comicios, cualquier oficialismo cuenta con alguna ventaja (relativa en tiempos de crisis del Estado) y puede instrumentalizar el aparato administrativo o la legalidad para alterar el principio de igualdad de chance para acceder al poder. Carl Schmitt se refería a este fenómeno como “plusvalía política”. Ninguna elección es, de ese modo, similarmente competitiva para todas las agrupaciones que participan en ella. Sin embargo, prohibir la reelección del Presidente no modifica demasiado la ecuación: puede alternar la persona y, aun así, ser el mismo partido el que mantiene el gobierno durante décadas (el PAN en Argentina, el PRI en México, etc.). La pregunta, una vez más, es si resulta conveniente imponer la rotación obligatoria. Bernard Manin advertía que ya en la democracia ateniense aparecía la tensión entre el método de selección electivo (con la libertad para ser reelecto) y el método de selección por sorteo (basado en la rotación por azar). La discusión de fondo giraba en torno al profesionalismo o la especialización, que para un ciudadano ateniense no correspondían a las responsabilidades políticas, pues éstas involucraban a toda la comunidad (de ciudadanos). Si la libertad de elegir era también libertad de reelegir, esto se limitaba a funciones que, en principio, requerían cierta experticia. Pero en muchas de las Constituciones modernas, la libertad de reelección es suprimida o limitada (se permite una sola reelección y no más, o una reelección y luego un intervalo antes de poder volver a ser electo, siendo aquí el fin que el Presidente no pueda sucederse a sí mismo). El momento de la reelección le permite al Presidente plebiscitar su gestión y al pueblo evaluar su gobierno, para decidir si continuará o no al mando. Nótese que una reelección indefinida no cancela la realización de elecciones periódicas, puesto que el Presidente está obligado a someterse al veredicto de la ciudadanía y toda la independencia parcial que pueda tener como representante será juzgada el día de los comicios. Un Presidente con ambición política estará movido por el deseo de ser reelegido, lo que significa que, a lo largo de su mandato, si quiere seguir siendo Presidente, necesitará tener en cuenta las demandas y necesidades del pueblo. Un Presidente que, en cambio, sabe que en determinada cantidad de años deberá abandonar su puesto, por más que disponga de un elevado margen de maniobra, no sentirá ataduras para con quienes lo votaron, poniendo en peligro la estabilidad y el arraigo del gobierno representativo. Escribe Manin:
“El mecanismo central por el cual los votantes influyen en las decisiones gubernamentales resulta de los incentivos que crean los sistemas representativos para quienes están en el cargo: los representantes que están sujetos a reelección tienen un incentivo para anticipar el juicio futuro del electorado sobre las políticas que persiguen. La perspectiva de una posible destitución ejerce un efecto sobre las acciones del gobierno en cada momento de su mandato. Los representantes que persiguen el objetivo de la reelección tienen un incentivo para asegurarse de que sus decisiones actuales no provoquen un rechazo futuro por parte del electorado. Deben, por tanto, tratar de predecir las reacciones que generarán esas decisiones e incluir esa predicción en sus deliberaciones”.
Tomando esto en consideración, queda claro que, incluso un Presidente que logre ser reelecto numerosas veces, producto de la aprobación general de su administración, está obligado a autolimitarse, a ser prudente y responsable en la medida en que se encuentra inmerso en la lógica de la competición electoral (nótese que el principio de la reelección indefinida del Presidente no contradice la desincorporación del poder que para Claude Lefort caracteriza a las democracias representativas modernas. El del poder sigue siendo un lugar vacío, porque el Presidente no lo encarna, ya que su mandato es solo por un período limitado y tiene que revalidar su legitimidad en elecciones libres si quiere permanecer en el cargo. Además, las mayorías son cambiantes). El otro interrogante es si el pueblo (o la mayoría de los electores) puede autolimitarse cuando se pronuncia en respaldo de un jefe carismático que, además de ser el líder de un movimiento de masas, es el Presidente de todo el pueblo y tiene que gobernar incluso para quienes no lo votaron. Es decir, una mayoría tan abrumadora que se sostiene en el tiempo, ¿no pone en riesgo a las minorías o a las instituciones? Ahí es donde se juega la reflexión sobre la autolimitación. Y además, ¿puede un pueblo acostumbrado durante mucho tiempo a la conducción extraordinaria de un caudillo ser virtuoso cuando se queda sin su líder? Ninguno de estos dilemas puede ser resuelto mediante la abstracción de la ley.
Que la democracia no caiga en la desmesura, en la hybris, en la autodestrucción y el suicidio, es responsabilidad de ella y de nadie más (por decirlo al modo de Lefort, la mutación simbólica que lleva de la democracia al totalitarismo es interna a la propia democracia. Que las elecciones sean periódicas, que los gobernantes no se apoderen de sus cargos o que se respeten las libertades depende exclusivamente de la democracia). La democracia puede fallar en la administración e institucionalización del conflicto y echarse a perder. Pero por principio, ella necesita de la mejora de los ciudadanos, de su ejercicio en la virtud para así asumir responsablemente su libertad. Una democracia se piensa, se critica y se transforma a sí misma de acuerdo a los parámetros de una idea de lo que tiene que ser el mejor régimen: la democracia misma aspira a la plenitud, a que los individuos y la colectividad puedan realizarse conjuntamente, a que todos se hagan cargo de todos. Ahora bien, ¿qué hay de los líderes? Porque si el autogobierno del pueblo careciera de limitaciones y deficiencias, estos no harían falta. Sin embargo, así como es inevitable que aparezcan en el ágora (o en la contienda electoral) demagogos que solo piensan en su interés personal, también pueden irrumpir ciudadanos, como el viejo Pericles, que se ganen la autoridad y el reconocimiento comunitario a partir de una obra inspiradora. La función del líder supone que es necesario, por el momento, que alguien dé un paso al frente y hable, que dirija en medio de la confusión, que marque el camino. El verdadero líder, el líder bueno, no es un adulador que le dice al pueblo lo que el pueblo ya piensa, sino que se atreve a desafiarlo, a actuar en minoría y, de ese modo, expresar la verdad de una situación. Si Pericles supo mantener la ascendencia sobre la ciudad durante un largo período, no se debió a que fuera un manipulador demagógico. Ernesto Laclau sugiere que la fortaleza de un liderazgo descansa en la existencia de algo en común con los liderados, que hace que estos se identifiquen en el “jefe” y se relacionen con él de manera emotiva, afectiva, libidinal. No se trata de un déspota narcisista, sino de un conductor.
También Slavoj Zizek reivindica la función positiva del líder, utilizando con fines políticos la categoría de Amo, que extrae del psicoanálisis, por la simple razón de que el Amo cumple el papel del analista. El pueblo, que no sabe verdaderamente lo que quiere, puede fantasear que el líder sí lo sabe, que actuará en conformidad con sus anhelos y que dará respuestas a todas sus demandas. Sin embargo, un Amo, para Zizek, ni es un agente de prohibición ni un simple servidor. Lo que lo define es mantenerse en sus convicciones, o sea, no ceder en su deseo. Al hacer lo impensable, lo que desencaja con las coordenadas sociosimbólicas vigentes, el Amo habilita la posibilidad de que todos lo imiten. Por eso su mensaje es “¡Puedes!”, un llamado a hacer lo imposible. En la medida en que da el ejemplo, el Amo nos sacude, nos pone de frente al abismo de nuestra libertad, sacándonos de la comodidad espontánea de vivir en la ideología. “Cuando escuchamos a un auténtico líder, descubrimos lo que queremos (o más bien, lo que quisimos siempre sin saberlo)”. El líder parece operar como el mediador evanescente de las ideas o, mejor aún, como la forma singular en la que las ideas se manifiestan y aparecen, traccionando consigo lo real.
En lugar de estar siempre atendiendo demandas insatisfechas, que se reciclan una y otra vez, el Amo actúa, dirige la oferta y crea así su propia demanda. Si la transferencia tiene éxito (cancelándose), los conducidos saldrán por sí mismos de la pasividad en la que se encontraban y asumirán toda la responsabilidad ante el mundo. De este modo, el liderazgo oficia como factor dinamizador de la democracia; que no bloquea, sino que empuja; que despierta la obligación de participar, de discutir, de empoderarse, de hacerse cargo de lo que ocurre. El líder no es lo que mantiene a la comunidad en una infancia eterna. Es lo que estimula a conquistar la madurez. Por parafrasear a Hegel, es la perspectiva que limita la reelección presidencial por miedo al error (a que el pueblo se equivoque, a que el Presidente/líder se tiente, etc.) el verdadero error, debido a que coloca al pueblo en el punto de vista de la inocencia. No es el Presidente el que lo reduce a la minoría de edad, sino una restricción semejante (e innecesaria) la que no lo deja decidir libremente por considerarlo incapacitado para decidir.
A la larga, el jefe político es quien construye las condiciones de su propia prescindibilidad. Lo que no significa que el pueblo no lo quiera y no lo pueda seguir eligiendo. No hay ninguna garantía de que luego todo salga bien, de que las decisiones sean las más propicias o que la democracia resulte inmune a los golpes, las derrotas, las disensiones internas, la corrupción o la hybris. El gran salto adelante del pensamiento democrático es asumir que su responsabilidad es absoluta, que no hay modelos externos a los cuales aferrarse, que Dios ha muerto y eso, más que conducir a una dramática ausencia de fundamentos debería llevar a la convicción de que los fundamentos son puestos (postulados) por la propia práctica, que debe hacerse cargo de todas sus consecuencias. La reelección no mata la república; es la condición de su posibilidad verdadera, de que la contradicción entre democracia y república no estalle, de que alcance una síntesis virtuosa. Dejemos que concluya el gran Cornelius Castoriadis:
“En una democracia, el pueblo puede hacer todo pero no debe hacer todo. ¿Qué es lo que no debe hacer? No hay respuesta dada de antemano. La democracia, o la sociedad autónoma, es un régimen expuesto a los mayores riesgos teóricos, que puede engañarse y, a veces, engañarse mortalmente. La caída de Atenas es a un tiempo el resultado y la causa del fracaso de la democracia, cuando la hybris se apodera del demos y el pueblo ateniense ya no sabe limitarse. Puesto que la hybris no es la transgresión de un límite fijado. Si mato a alguien, cometo un crimen y violo una ley que prohíbe matar. Pero la hybris es precisamente la falta de autolimitación. Es la transgresión de límites que jamás fueron definidos por nada y que en cierto sentido sólo se definirán a posteriori. Por lo demás, así ocurre en la tragedia: sólo la transgresión mostrará verdaderamente dónde estaba el límite (…) Cuando se hace una ley, no sirve de nada decir: ya veremos en qué puede resultar… Ni invocar las experiencias precedentes: si la historia puede impartirnos una lección, es justamente que no hay lección. Y sobre todo que las decisiones políticas importantes siempre deben tomarse en el acto, en el kairós”.