Dice el editor español José Luis Muñoz en el prólogo de La bala que llevo adentro: “Las heridas profundas que dejaron las sucesivas juntas militares argentinas no han cicatrizado y no lo harán mientras haya testigos directos de esa infamia (…). Gustavo Abrevaya no olvida el pasado siniestro de su país y en sus libros están presentes esos alaridos de dolor y rabia, unas veces en forma alegórica, otras con un realismo punzante”, y agrega, habiendo sufrido, en su patria, al franquismo: “Entre otras cosas, la literatura sirve para eso, para que el horror del pasado no se desvanezca, aunque se sea consciente de que se va a caer en los mismos errores, se van a cometer las mismas infamias”.
El genocidio argentino, perpetrado entre 1976 y 1983 por las fuerzas armadas, en complicidad con sectores de la sociedad civil y la cúpula de la iglesia católica, produjo heridas colectivas que no cicatrizarán, y la literatura, como señala Muñoz, le permite a Abrevaya no solo canalizar su vocación y sensibilidad artística, sino también reivindicar a través de su ficción a la generación diezmada –como dijese Néstor Kirchner-, que en los años 70 se volcó a la lucha política para transformarlo todo, incluso, en muchísimos casos, sacrificando sus vidas.
Es desde ahí, desde aquella fervorosa y vital experiencia de vida, que Abrevaya elaboró su obra literaria, compuesta por tres novelas que se inscriben en el género negro.
Su último libro, de reciente publicación en España, tiene de protagonista a un oficial de la Dirección de Investigaciones de la Policía Federal, quien recibe la misión de parte un comisario general, que se mueve en las sombras, de encontrar a una nena, secuestrada y desparecida, hija de un cabo de la fuerza y nieta de un hombre fuerte del gobierno.
En la línea del tiempo, la historia transcurre en 1978, durante el Mundial de Fútbol que la dictadura de Videla y compañía organizaron para mostrarle al mundo que los argentinos éramos derechos y humanos.
El narrador se ocupa de ir minando el texto con marcas de época: las calles desiertas mientras juega la selección, o los gritos de gol que vociferan los vecinos desde lo alto de los departamentos, y también apela a descripciones brutales, como un basurero lleno de cadáveres, que de ninguna dejan indemne al lector, porque efectivamente en nuestro país, el aparato del Estado fue utilizado para cometer atrocidades.
El oficial Bazán, por su parte, tiene todas las características de un detective de género: anda de civil, con la pinta de un cowboy del área metropolitana de Buenos Aires –calza botas, viste jean y campera de cuero, y enciende sus tabacos negros con una carusita-, se mueve arriba de un Torino y si bien es un hombre duro, áspero, también tiene la virtud de no perder la ternura, como el Che. Su tarea es encabezar una pesquisa que, desde el vamos, él olfatea, está envenenada, y que a medida que avanza, que tira de la soga, pese a las trabas y amenazas que le llueven de parte de las más altas cumbre del gobierno militar, pondrá en riesgo no solo su vida, sino también la de su novia, una morocha infartante, también policía, la más deseada de la fuerza.
La prosa del psiquiatra del barrio de Colegiales –donde también vive su héroe Bazán- tiene un ritmo frenético, en sintonía con el desarrollo de la historia, que por momentos es agobiante, por el contexto, el fantasma de los desparecidos –agravado por tratarse de una nena-, pero también por un registro de escritura muy rico –y otra vez: de género- en el despliegue y uso del lenguaje.
El autor, aparte, introduce un procedimiento particular en el uso de los diálogos: los textuales de los personajes se presentan dentro del párrafo, separados por coma, y con el uso de una mayúscula en la primera letra de la palabra, un recurso literario que aportará, como suele suceder en un buen relato de ficción, no solo densidad a los personajes, sino también información para el lector, en relación al conflicto y desenlace de la historia.
En España, a pesar de los cuarenta años de franquismo, hoy su ciudadanía debe convivir con Vox, una fuerza política de ultraderecha, que viene ganando posiciones en base a la propagación del odio, la xenofobia y la discriminación contra distintas minorías, en especial los migrantes, y acá, en casa, también tenemos nuestros propios monstruos: los ejecutores del genocidio están muertos por razones de salud, o presos, por haber cometido delitos contra la humanidad, pero sus socios civiles, encabezados por hombres como Mauricio Macri, que no solo ganan elecciones, sino que cuentan con el apoyo de una gran base social, también impulsados por el odio; aparte, en el último tiempo, emergieron los negacionistas, o autodenominados libertarios, liderados por un demente que tiene un peligrosísimo discurso antipolítica.
Abrevaya sin dudas encontró en la novela negra un cauce para darle vuelo a una serie de historias y personajes que en todos los casos tienen un anclaje con el horror del genocidio argentino, pero también, con la épica de un tiempo, y una juventud, que sigue inspirando no solo arte, en todas sus formas, sino también, lo mejor de nosotros.
Con El criadero, Gustavo Abrevaya ganó en 2003 el prestigioso premio Boris Spivacow. La novela fue publicada en España y Cuba, y reeditada en nuestro país por Revolver Editorial. Luego publicó Los infernautas (Grupo Tierra Trivium, 2013) y también El enviado (Punto de Encuentro, 2016), junto al colega Leonardo Killian.
Por estas horas, Gustavo Abrevaya y el resto de los integrantes del Grupo Juramento, se deben estar comiendo las uñas, ya que entre el jueves 11 y el sábado 13 de agosto, encabezarán la presentación de la versión local del prestigioso Festival Azabache, con una frondosa agenda de actividades y los referentes del género.
Acá hay información sobre el festival: https://www.revistaleemos.com/el-festival-azabache-se-realiza-por-primera-vez-en-la-ciudad-de-buenos-aires/