Por Nahuel Sánchez Cabanettes
“10 años de Rabia”, dice, atinadamente, la faja que rodea el libro de Sergio Bizzio en su sexta edición, a cargo de Interzona. Pero no solo el lector se topará con este sentimiento. A lo largo de la obra, experimentará rabia, empatía, rechazo, odio, conmoción. El texto, como toda buena producción literaria, sacude los huesos del receptor, como si de una descarga eléctrica se tratase, (casi) desde principio a fin.
José María (o simplemente “María”) conoce a Rosa. El primero, albañil de una obra en construcción muy cerca de la mansión en donde trabaja la veinteañera empleada doméstica. El romance, desde su inicio, comienza con un traspié: el temperamento de María termina desembocando en una corta no obstante sangrienta y furiosa pelea callejera entre este e Israel, un personaje cuyo nombre pareciera funcionar como un oxímoron, como una paradoja para con la ideología de este: Israel es nazi.
Ulteriormente, debido a un crimen, María se ve ¿forzado? a refugiarse en la mansión en donde trabaja su por entonces novia Rosa. El toque siniestro, inquietante y genuino radica en el hecho de que María no debe, no puede ser visto por nadie en la enorme casa. María ve pero no es visto, oye pero no es oído: vive en el epicentro de un drama familiar y, principalmente, en un drama (¿tragedia?) amoroso con su presunta novia, sin ser visto jamás. A la manera de la literatura fantástica, María semeja la figura de un fantasma. Solo que este fantasma no da señales de su presencia. María es prófugo, está encarcelado detrás de barrotes de oro. Pero el oro es solo aparente.
La trama y el posterior argumento se leen solos: la prosa fluye y el lector queda atrapado de principio a fin. Cada vez que retoma la lectura, tras una pausa para realizar alguna que otra obligación o necesidad, el lector vuelve a la novela con plena confortabilidad inestable. Y esos sentimientos encontrados es lo que hace de Rabia una novela que goza de plena singularidad.
En la habitación en donde se refugia María hay una rata, la cual termina convirtiéndose en un personaje simbólico: la rata es, se sabe, la traición; la rata es contagiosa. ¿Qué contagia? Rabia. Y esta enfermedad desestabiliza, encoleriza y desgarra (en la superficie y en el interior). Con cada nuevo lector, la rabia crece junto con el goce estético vivenciado por quienes se atreven a experimentar este libro que de raro lo tiene todo y de indulgente, poco y nada. La rabia no perdona: muerde y huye.
“10 años de Rabia”, dice, atinadamente, la faja que rodea el libro de Sergio Bizzio en su sexta edición, a cargo de Interzona. Pero no solo el lector se topará con este sentimiento. A lo largo de la obra, experimentará rabia, empatía, rechazo, odio, conmoción. El texto, como toda buena producción literaria, sacude los huesos del receptor, como si de una descarga eléctrica se tratase, (casi) desde principio a fin.
José María (o simplemente “María”) conoce a Rosa. El primero, albañil de una obra en construcción muy cerca de la mansión en donde trabaja la veinteañera empleada doméstica. El romance, desde su inicio, comienza con un traspié: el temperamento de María termina desembocando en una corta no obstante sangrienta y furiosa pelea callejera entre este e Israel, un personaje cuyo nombre pareciera funcionar como un oxímoron, como una paradoja para con la ideología de este: Israel es nazi.
Ulteriormente, debido a un crimen, María se ve ¿forzado? a refugiarse en la mansión en donde trabaja su por entonces novia Rosa. El toque siniestro, inquietante y genuino radica en el hecho de que María no debe, no puede ser visto por nadie en la enorme casa. María ve pero no es visto, oye pero no es oído: vive en el epicentro de un drama familiar y, principalmente, en un drama (¿tragedia?) amoroso con su presunta novia, sin ser visto jamás. A la manera de la literatura fantástica, María semeja la figura de un fantasma. Solo que este fantasma no da señales de su presencia. María es prófugo, está encarcelado detrás de barrotes de oro. Pero el oro es solo aparente.
La trama y el posterior argumento se leen solos: la prosa fluye y el lector queda atrapado de principio a fin. Cada vez que retoma la lectura, tras una pausa para realizar alguna que otra obligación o necesidad, el lector vuelve a la novela con plena confortabilidad inestable. Y esos sentimientos encontrados es lo que hace de Rabia una novela que goza de plena singularidad.
En la habitación en donde se refugia María hay una rata, la cual termina convirtiéndose en un personaje simbólico: la rata es, se sabe, la traición; la rata es contagiosa. ¿Qué contagia? Rabia. Y esta enfermedad desestabiliza, encoleriza y desgarra (en la superficie y en el interior). Con cada nuevo lector, la rabia crece junto con el goce estético vivenciado por quienes se atreven a experimentar este libro que de raro lo tiene todo y de indulgente, poco y nada. La rabia no perdona: muerde y huye.