Por Alejandro Filippini y Julián Cappa
La disputa por la nomenclatura urbana constituyó siempre un concurrido escenario donde se han batido a duelo las distintas miradas y relatos sobre nuestra historia, nuestros orígenes y la autopercepción de quiénes somos como país y como pueblo. Se trata, casi exclusivamente, de una lucha por el sentido de la historia.
Arturo Jauretche solía decir que la gran estafa de la historia argentina había sido la batalla de Caseros, en la que los vencedores se auto-asignaron el rol de reescribir la historia (demonizando a sus adversarios) e idearon una matriz que rubricaría a la Argentina hasta nuestros días. Todo relato, análisis o situación podía -y puede- reducirse a la disputa entre dos “bandos”: los “Civilizadores” y los “Bárbaros” donde lo primero implica lo importado y lo segundo lo propio o lo popular. Esta es la base teórica del pensamiento liberal que dominó nuestro país con contadas excepciones (los gobiernos de Perón, Cámpora, Néstor y Cristina).
La misma disputa se dio y se da respecto de los nombres de las calles y espacios públicos de la Ciudad de Buenos Aires. La nomenclatura urbana se encuentra reservada exclusivamente para los vencedores de Caseros y sus herederos políticos. Calles, parques, plazas, avenidas han quedado atrapadas en el tironeo histórico entre “civilizadores” y “bárbaros” (con menor suerte para los segundos). Tal es el caso del Barrio Perón, íntegramente construido por la fundación Eva Perón en la década de 1950. Sus plazas, escuelas, centros comerciales, viviendas y hasta su parroquia (algo poco común) fueron ideados y edificados por la fundación. En 1955 los golpistas le cambiaron el nombre a Barrio Cornelio Saavedra.
Lo mismo ocurrió con la calle Monroe que atraviesa varios barrios del norte de la Ciudad que cambió de nombre en 1974 y pasó a llamarse Juan Manuel de Rosas. Luego del golpe de estado en el 76´volvió a su antigua denominación. La Avenida Perito Moreno, supo llamarse Avenida del Justicialismo, y corrió la misma suerte que el Barrio de Saavedra y la Av. Monroe: durante los gobiernos peronistas se llamó “Del Justicialismo” y durante los gobiernos no peronistas tomó por nombre “Avenida Perito Moreno”.
La villa 1.11.14 que Pichetto deseó que se dinamite, hoy lleva el nombre de un cura peronista y defensor de los derechos de los pobres.
Las villas de las Ciudad fueron numeradas, en vez de denominadas. Significativa diferencia. Fueron los gobiernos de los militares liberales los que le asignaron números –y no nombres- a los barrios marginales de la Ciudad con el vago pretexto de que se trataba de lugares de transición (pues su población llegaba allí para irse a otro barrio a la brevedad). Y remarcamos la aclaración de que no fueron “los militares”, sino “los militares liberales”. Porque nuestra América también ha tenido militares nacionalistas y antimperialistas, como Simón Bolívar, San Martín, Rosas, Perón, Mosconi, Savio, Chávez, entre tantos otros.
Más bien pensamos que se trató de algo más siniestro, ya que quisieron dejar esos barrios sin identidad y sin personalidad. La misma metodología era aplicada por los oficiales de las SS y los Einsatzgruppen con los judíos deportados a los campos de concentración en Europa del Este. Les asignaban y tatuaban un número a cada prisionero pues para dominarlos primero que debían expropiarles era su identidad, su pertenencia y su historia.
Pero no lo lograron: al contrario, los barrios del sur de la Ciudad mantienen otros códigos de convivencia. Sobrevive con asombrosa vitalidad el concepto de comunidad, el de la solidaridad y el de sobreponerse (muchas veces, de manera colectiva) a la multiplicidad de problemas que afectan a sus habitantes, ya se trate de las villas, complejos habitacionales o asentamientos. Es habitual observar como los niños y niñas de los barrios populares combaten con alegría el verano en las "pelopinchos" desplegadas en los angostos pasillos de las manzanas. Las calles se convierten en la extensión natural de los hogares y en los sitios donde se celebran cumpleaños, bautismos y todo tipo de celebraciones. Las virgencitas de Luján, Copacabana, Urkupiña y Caacupé recorren las callecitas y visitan casa por casa a los vecinos y vecinas que agradecen y piden con billetes falsos y osos de peluches tener trabajo y salud.
Los valores sobre los que se cimientan los barrios populares como el Bajo Flores son los opuestos a los que pregona el neo-liberalismo. Mientras el sistema económico avanza en un espiral autodestructivo en el que el único horizonte es la acumulación de lo material, el individualismo y la meritocracia, los barrios populares resisten y conservan la cultura del encuentro, la vida en comunidad y la Fe –en algo más que el Dios dinero-. Y es que el neo-liberalismo y sus potentes dispositivos culturales encuentran una ingente barrera social y cultural en sitios donde los vínculos sociales y los lazos de solidaridad son fuertes y no se encuentran tutelados por las lógicas del mercado.
Ricciardelli estuvo al frente de la parraoquia del barrio durante más de cuatro décadas.
El Padre Rodolfo Ricciardelli era bien consciente de esto y es por eso que luchó toda su vida (en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo primero, y luego desde su querida Parroquia Madre del Pueblo de la ex villa 1.11.14) para evitar que se llevaran puestos los derechos de los vecinos y vecinas de la villa, y los valores que rigen en el barrio que ahora lleva su nombre. No es casual que se estigmatice, desde el poder mediático y político neoliberal, a los barrios con estas características señalándolos como los causantes de todos los problemas que sufren los porteños.
Tampoco, que después de haber perdido el sur de la Ciudad, el candidato a vicepresidente del Juntos por el Cambio (Miguel Ángel Pichetto) haya propuesto “dinamitar la Villa 1-11-14”. Ese barrio que, más que cambiar, recupera su nombre y su identidad con Ricciardelli y aparte es –como pocos lugares en el mundo- una pequeña muestra de nuestra Patria Grande en la que conviven en paz distintos pueblos del mundo. Ese barrio que deberá pararse en el futuro cercano con la entereza que lo caracteriza para evitar que el prejuicio y la vanidad de las autoridades porteñas se lleven por delante su idiosincrasia y cultura en el proceso de “urbanización” que resta encarar.
El Barrio Padre Rodolfo Ricciardelli, que ya ganó la pulseada con la historia por la denominación, empieza ahora a dialogar y a integrarse al resto de la Ciudad, que deberá dejar de lado su soberbia y comenzar a integrarse al Barrio Padre Rodolfo Ricciardelli.
Docentes, curas villeros, delegados de manzana y militantes de organizaciones populares militaron el cambio de nombre hasta lograrlo, el 7 de noviembre pasado. Acá celebran en la puerta de la legislatura porteña.
La lucha colectiva que llevó al cambio de denominación es parte del legado de aquel cura que adhirió, sin ocultarlo, al peronismo y que repetía cada vez que podía “soy de la virgen nomás”. Tan fuerte fue su impulso y su historia que a la villa que los militares le habían asignado el número “1” (con el paso del tiempo la villa 1, la 11 y la 14 se unificaron en un gran barrio) se convirtió en el primer barrio que formalmente cambió su denominación para llevar por nombre el de quien siempre la defendió, la representa y sintetiza: Padre Rodolfo Ricciardelli.
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Arturo Jauretche solía decir que la gran estafa de la historia argentina había sido la batalla de Caseros, en la que los vencedores se auto-asignaron el rol de reescribir la historia (demonizando a sus adversarios) e idearon una matriz que rubricaría a la Argentina hasta nuestros días. Todo relato, análisis o situación podía -y puede- reducirse a la disputa entre dos “bandos”: los “Civilizadores” y los “Bárbaros” donde lo primero implica lo importado y lo segundo lo propio o lo popular. Esta es la base teórica del pensamiento liberal que dominó nuestro país con contadas excepciones (los gobiernos de Perón, Cámpora, Néstor y Cristina).
La misma disputa se dio y se da respecto de los nombres de las calles y espacios públicos de la Ciudad de Buenos Aires. La nomenclatura urbana se encuentra reservada exclusivamente para los vencedores de Caseros y sus herederos políticos. Calles, parques, plazas, avenidas han quedado atrapadas en el tironeo histórico entre “civilizadores” y “bárbaros” (con menor suerte para los segundos). Tal es el caso del Barrio Perón, íntegramente construido por la fundación Eva Perón en la década de 1950. Sus plazas, escuelas, centros comerciales, viviendas y hasta su parroquia (algo poco común) fueron ideados y edificados por la fundación. En 1955 los golpistas le cambiaron el nombre a Barrio Cornelio Saavedra.
Lo mismo ocurrió con la calle Monroe que atraviesa varios barrios del norte de la Ciudad que cambió de nombre en 1974 y pasó a llamarse Juan Manuel de Rosas. Luego del golpe de estado en el 76´volvió a su antigua denominación. La Avenida Perito Moreno, supo llamarse Avenida del Justicialismo, y corrió la misma suerte que el Barrio de Saavedra y la Av. Monroe: durante los gobiernos peronistas se llamó “Del Justicialismo” y durante los gobiernos no peronistas tomó por nombre “Avenida Perito Moreno”.
La villa 1.11.14 que Pichetto deseó que se dinamite, hoy lleva el nombre de un cura peronista y defensor de los derechos de los pobres.
Las villas de las Ciudad fueron numeradas, en vez de denominadas. Significativa diferencia. Fueron los gobiernos de los militares liberales los que le asignaron números –y no nombres- a los barrios marginales de la Ciudad con el vago pretexto de que se trataba de lugares de transición (pues su población llegaba allí para irse a otro barrio a la brevedad). Y remarcamos la aclaración de que no fueron “los militares”, sino “los militares liberales”. Porque nuestra América también ha tenido militares nacionalistas y antimperialistas, como Simón Bolívar, San Martín, Rosas, Perón, Mosconi, Savio, Chávez, entre tantos otros.
Más bien pensamos que se trató de algo más siniestro, ya que quisieron dejar esos barrios sin identidad y sin personalidad. La misma metodología era aplicada por los oficiales de las SS y los Einsatzgruppen con los judíos deportados a los campos de concentración en Europa del Este. Les asignaban y tatuaban un número a cada prisionero pues para dominarlos primero que debían expropiarles era su identidad, su pertenencia y su historia.
Pero no lo lograron: al contrario, los barrios del sur de la Ciudad mantienen otros códigos de convivencia. Sobrevive con asombrosa vitalidad el concepto de comunidad, el de la solidaridad y el de sobreponerse (muchas veces, de manera colectiva) a la multiplicidad de problemas que afectan a sus habitantes, ya se trate de las villas, complejos habitacionales o asentamientos. Es habitual observar como los niños y niñas de los barrios populares combaten con alegría el verano en las "pelopinchos" desplegadas en los angostos pasillos de las manzanas. Las calles se convierten en la extensión natural de los hogares y en los sitios donde se celebran cumpleaños, bautismos y todo tipo de celebraciones. Las virgencitas de Luján, Copacabana, Urkupiña y Caacupé recorren las callecitas y visitan casa por casa a los vecinos y vecinas que agradecen y piden con billetes falsos y osos de peluches tener trabajo y salud.
Los valores sobre los que se cimientan los barrios populares como el Bajo Flores son los opuestos a los que pregona el neo-liberalismo. Mientras el sistema económico avanza en un espiral autodestructivo en el que el único horizonte es la acumulación de lo material, el individualismo y la meritocracia, los barrios populares resisten y conservan la cultura del encuentro, la vida en comunidad y la Fe –en algo más que el Dios dinero-. Y es que el neo-liberalismo y sus potentes dispositivos culturales encuentran una ingente barrera social y cultural en sitios donde los vínculos sociales y los lazos de solidaridad son fuertes y no se encuentran tutelados por las lógicas del mercado.
Ricciardelli estuvo al frente de la parraoquia del barrio durante más de cuatro décadas.
El Padre Rodolfo Ricciardelli era bien consciente de esto y es por eso que luchó toda su vida (en el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo primero, y luego desde su querida Parroquia Madre del Pueblo de la ex villa 1.11.14) para evitar que se llevaran puestos los derechos de los vecinos y vecinas de la villa, y los valores que rigen en el barrio que ahora lleva su nombre. No es casual que se estigmatice, desde el poder mediático y político neoliberal, a los barrios con estas características señalándolos como los causantes de todos los problemas que sufren los porteños.
Tampoco, que después de haber perdido el sur de la Ciudad, el candidato a vicepresidente del Juntos por el Cambio (Miguel Ángel Pichetto) haya propuesto “dinamitar la Villa 1-11-14”. Ese barrio que, más que cambiar, recupera su nombre y su identidad con Ricciardelli y aparte es –como pocos lugares en el mundo- una pequeña muestra de nuestra Patria Grande en la que conviven en paz distintos pueblos del mundo. Ese barrio que deberá pararse en el futuro cercano con la entereza que lo caracteriza para evitar que el prejuicio y la vanidad de las autoridades porteñas se lleven por delante su idiosincrasia y cultura en el proceso de “urbanización” que resta encarar.
El Barrio Padre Rodolfo Ricciardelli, que ya ganó la pulseada con la historia por la denominación, empieza ahora a dialogar y a integrarse al resto de la Ciudad, que deberá dejar de lado su soberbia y comenzar a integrarse al Barrio Padre Rodolfo Ricciardelli.
Docentes, curas villeros, delegados de manzana y militantes de organizaciones populares militaron el cambio de nombre hasta lograrlo, el 7 de noviembre pasado. Acá celebran en la puerta de la legislatura porteña.
La lucha colectiva que llevó al cambio de denominación es parte del legado de aquel cura que adhirió, sin ocultarlo, al peronismo y que repetía cada vez que podía “soy de la virgen nomás”. Tan fuerte fue su impulso y su historia que a la villa que los militares le habían asignado el número “1” (con el paso del tiempo la villa 1, la 11 y la 14 se unificaron en un gran barrio) se convirtió en el primer barrio que formalmente cambió su denominación para llevar por nombre el de quien siempre la defendió, la representa y sintetiza: Padre Rodolfo Ricciardelli.
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