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El confinamiento obligatorio de casi la mitad de la población del planeta puso en el 2020 inusitadamente de moda ese año la palabrita ‘normalidad’. Ya sea por la angustia de perder la normalidad para siempre como, al revés, por la sospecha de que recuperarla sin más sería caer en un tremendo error, el hecho es que la alternativa entre la vuelta o el rechazo a la normalidad se convirtió, durante un tiempo, en la disyuntiva política por excelencia. Y a la vez que se puso de pronto en cuestión la forma como nos veníamos organizando económicamente a nivel macro, comenzamos a interrogarnos íntimamente así por la manera como nos conducíamos también, en nuestra cotidianidad, para con nosotros mismos y los demás.
Con la interrupción momentánea de la normalidad se abrió entonces la inédita posibilidad de denunciar, no sólo tales o cuales aspectos de la misma para proponer, a la postre, otra una 'nueva normalidad': con ella se puso insólitamente de manifiesto que la cuestión que urgía pensar, mas bien, era cómo salir de la normalidad como tal aún, y sobre todo, cuando ello implicase una fuga hacia adelante sin garantías. Y, por supuesto, la pregunta de si realmente estábamos en condiciones de aceptar esa fuga incondicional era una cuya respuesta tampoco podría estar dada de antemano ya que dependía, fundamentalmente, de cuán dispuestos estuviéramos o no, a partir de entonces, a revisar y poner por lo tanto en duda las creencias más caras a nuestra cultura.
De la noche a la mañana, y gracias a un pequeño desajuste de lo que considerábamos ‘normal’, nos anoticiamos así, en carne propia, que la política hoy día resulta propiamente hablando ‘biopolítica’. Y que dicha trasmutación de lo político provoca una modificación sustancial por la cual lo público resulta el ámbito que pretende hoy imponerse por sobre la existencia integral del ser humano. Porque el hecho brutal de que la vida se haya transformado en materia de la política, como señaló M. Foucault, lejos de significar que incluya dentro de sus preocupaciones las cuestiones medioambientales, por ejemplo, lo que hace es cambiar o perfeccionar su propio accionar, al contrario, a partir de una puesta en cuestión del carácter meramente viviente del ser humano mediante técnicas de normalización.
La concepción tradicional de lo político - es decir, la gobernanza previa a la biopolítica - consideraba al ser humano un ser viviente que tenía, como diferencia específica, una capacidad política. De acuerdo con esto, la labor del gobernante se reducía, a grandes rasgos, a hacer morir o a dejar vivir a quienes se ajustasen o no a determinado orden social. A partir de la Ilustración, sin embargo, Foucault detectó una transformación radical de la forma de gobernar por la cual nuestra politicidad, que siempre había consistido sólo una diferencia específica del hombre, ocupa desde entonces prácticamente el rol de género próximo, permitiendo entonces que el hecho mismo de ser meramente seres vivientes, es decir, el desnudo factum de ser vertebrados mamíferos, sea algo que el orden político y su concepto de normalidad pone en segundo lugar.
Así es como surge el marco conceptual propiamente ‘biopolítico’, ámbito en y por el cual se gestaron y se siguen gesteando nuevas tecnologías de gobierno orientadas, no ya a matar y dejar vivir sino, al revés, a dejar ahora morir o hacer vivir según determinadas normas. Pero si por lo general asociamos sin mucho rigor técnico la palabra ‘biopolítica’, entonces, con esa herramienta primitiva de control que se ejerce aún en algunas instituciones típicamente disciplinarias -como el ejército, la cárcel, el hospicio y la escuela - esta forma coactiva de gobierno se ha ido actualmente sofisticando muchísimo de manera que en el s. 21, al contrario, lo característico del control biopolítico es haber inaugurado el autocontrol como técnica de gobierno a partir, simplemente, de instaurar un criterio masivo para distinguir lo ‘normal’ de lo ‘anormal’.
Cuando la forma de vida de los ciudadanos comienza a ser preocupación del poder político, el ejercicio del poder se transforma radicalmente en virtud de nuevas tecnologías que no se corresponden, y que no actúan ya, al mismo nivel que lo hacía previamente la ley. En ello radica la específica manera del control biopolítico y, por qué no, tal vez también de la explicación misma del cambio de eje del mundo pospandémico. Porque la sutil diferencia entre la ley la norma es que, mientras la primera garantiza que todos los ciudadanos sean exactamente iguales, o que nadie esté por encima de otro, para la norma al contrario ningún individuo es igual a otro sino que, antes bien, cada uno debe encontrar su lugar en relación a la distancia manifestada por algún rasgo particular en relación a su idealidad de lo considerado ‘normal’.
Mientras el modelo jurídico es coercitivo, el normativo es así básicamente de tipo positivo en el sentido técnico del término por el cual no tiene otro propósito que el de producir subjetividades llamadas así 'normales'. Y la cuestión de lo que en la práctica significa 'normal' y ‘normalizar’ resulta de fundamental importancia, entonces, puesto que sólo a partir de esta tecnología positiva de gobierno es como surge tanto la especificidad del control biopolítico como, por defecto, de cualquier peregrina, aunque no del todo imposible, forma de vida que se declare en franca resistencia.

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Actualmente, transcurridos cinco años apenas de que humanidad sufriese globalmente por primera vez como tal un llamado de atención que puso en tela de juicio todo aquello tenido para ella por verdadero, hemos hecho borrón y cuenta nueva de una preocupante manera que sólo un pensador se atrevió a alertar en soledad: G. Agamben. Y quienes nos sentimos hoy amenazados por la dirección que está tomando la civilización postpandémica ni siquiera recordamos la disyuntiva política que el confinamiento obligado había habilitado y solamente ansiamos ahora que el mundo recobre por favor su eje y vuelva a la normalidad. Pero cada vez resulta más evidente que no hay vuelta atrás posible, y que la única salida es esa fuga adelante sin garantías que, sin embargo, cuesta mucho animarnos a emprender.
La enorme dificultad que presenta dejar de desear la vuelta a la normalidad, y comenzar a buscar directamente una salida de la normalidad, consiste que el rechazo frontal a la misma está destinado al fracaso pues lo más tramposo de la 'normalización' resulta que la forma de detectar a las normas responde a un orden diferente e inverso a cómo ellas operan. Esto significa que, por un lado, como sólo se formulan retroactivamente a partir de su puesta en interdicción, es decir, a partir de una conminación que solicita su acción reguladora, no podemos tener conciencia de ellas sino a condición de querer impugnarlas Pero si, por otro lado, para el orden lógico el concepto de lo a-normal es siempre posterior al concepto de lo normal, en la experiencia vital lo a-normal resulta históricamente anterior dado que lo que aparece como primigeniamente caótico es lo que sin embargo suscita a posteriori el hecho de lo normal, siempre resultado y no causa de la intención normalizante.
Dicho de otra manera: lo a-normal es lo que se aleja de lo normal, pero por otro lado lo normal no consiste otra cosa que la práctica misma de una normalización efectiva pues la norma, a diferencia de la ley que segrega a quien no la obedece, procede incluyendo a un orden determinado y creando propiamente, de esta manera, el espacio social. El carácter positivo de la norma es por lo tanto doble: por un lado es inmanente, pues sus objetos no se encuentran más allá de ella misma y, por el otro, no es exterior a su campo de aplicación, ya que la existencia de la misma norma coincide con su puesta en acción. La ley aplica normativas, en cambio la norma normaliza.
El gran problema de este carácter inmanente de la norma es entonces la aparente imposibilidad de resistirla ya que, como ella se genera al producir el propio campo social, lo a-normal no se podrá concebir ya como exterior a la norma misma. Este es el motivo por el cual lo a-normal se halla, para Foucault, capturado inevitablemente siempre dentro de los límites de lo normal: la norma funciona integrando aquello que quiera excederla, y toda existencia en el orden social es susceptible de ser puesta entonces en relación con ella ya que, tanto para mostrar su adecuación o su inadecuación a la misma, aquello que está o quiera estar fuera de la norma resulta sólo inteligible por su relación negativa con el propio valor de la norma.
Existe una posibilidad de replegarnos hacia un espacio no-normalizante, sin embargo: poner de manifiesto simplemente de la norma su carácter normativo, es decir, cual pauta de conducta sin necesidad natural que sólo expresa, por tanto, una opción entre otras. Pero para que un espacio no-normalizante se conserve como tal el desafío, a todas luces paradójico, consiste en resistir entonces la tentación de querer incluir luego lo a-normal dentro de la norma convirtiéndolo en una nueva normativa, trampa en la que lamentablemente han caído vez tras vez, por ejemplo, muchas reivindicaciones por la igualdad de derechos de las minorías.
Poner de manifiesto el vacío que encontramos como fundamento de la norma capitalista, a saber, la lógica para la cual todo es un medio para un fin y nada más, surge precisamente a partir de una incomodidad de tipo visceral hacia toda instrumentación y toda finalidad. Este es el tema que puso Agamben a consideración como complemento y continuación de los análisis foucaultianos sobre la biopolítica y las formas posibles de resistencia a sus tecnologías de gobierno: la imperiosa necesidad de divorciar al pensamiento político de la secuencia habitual desde un poder destituyente hacia un poder constituido y mantener ahora en dicho divorcio, entonces, el inestable equilibrio de su mero carácter destituyente.
El héroe de la resistencia anticapitalista por excelencia es, para Agamben, el Bartebley de Melville, ese personaje de un escribiente que, en lugar de seguir escribiendo, un día en cambio de pronto “prefiere no hacerlo”. Agamben encuentra en dicha afirmación condicional la formula de oposición más radical a la lógica inhumana del capital para la cual poder se reduce a un pasaje de la potencia al acto. Porque cuando Bartebley, pudiendo escribir, descubre que puede-no hacerlo, con dicha suspensión de su potencia o, mejor dicho, con su original im-potencia, la lógica del capitalismo queda descolocada al no encontrar una fuerza que le haga frente sino una lógica que se le sustrae y ante la cual, finalmente, se rinde al desnudar de forma paradójica la falta de fundamento que al mismo capitalismo constituye.
Un poder sería puramente destituyente cuando, pudiendo convertirse en poder constituido, preferiría no hacerlo. No porque algo se lo impidiera moralmente sino que, al contrario, preferiría no hacerlo sólo porque quienes se encontrasen en la instancia decisiva advertirían que a la normalidad la detestan íntimamente por impedirles autodeterminar su singularidad. Anclar la praxis política en dicha exclusiva instancia disruptiva sería así la única forma de no tener que ocultar más en lo sucesivo que lo que llamamos 'normalidad' carece de fundamento, permitiéndonos conformar al fin entonces una nueva utopía política: la de un poder cuya fortaleza resida en su fragilidad, y la de un orden que exponga así de manera manifiesta su propia contingencialidad.
Sólo un poder cuya potencia misma resida en la paradójica potencia de no ser un poder ofrece una salida a la normalidad. A la nueva normalidad distópica que de forma acelerada transforma a nuestro país y al mundo en su totalidad en un progresivo estado de excepción no puede ya oponérsele una normalidad distinta, como obstinadamente muchos sin embargo pretendemos todavía. Es preciso convencernos entonces que la humanidad como tal efectivamente ha entrado en un camino sin retorno, y sumarnos a la aventura que nuestro tiempo pide que asumamos como propia.