Fotomontaje: @RamiroAbrevaya
La lealtad es una vieja idea que atraviesa el presente como una memoria, esto significa que la lealtad rememora que siempre permanece algo vivo y latente en el sentimiento de inclusión y justicia social.
El peronismo supo componer esta memoria como un proceso histórico y social, lo que significa que hizo de una categoría relacional una forma de vida y, más todavía, de convivencia. Convirtió a la lealtad en una transmisión, una comunicación de sentido generacional. Entonces, no significa ser sencillamente leales, porque se puede ser leal con muchas cuestiones y cosas inclusive poco significativas, sino que se trata de vivenciar la lealtad dentro de tradiciones afectivas que incluso pueden tramar algunas vivencias con matices ideológicos y compromisos dispares. El peronismo, entonces, permitió que esa vieja idea remita a una dimensión ajena al curso lineal del tiempo y que de manera singular refiera significados presentes capaces de promover afectos que resisten las posiciones individuales, porque todavía aquí se está permitido decir lealtad cuando se dice compañero.
La lealtad o la trama histórica que define un sentimiento como el peronismo apareció en mi vida cuando era muy pequeño, pero no porque fuera peronista o perteneciente a una familia nuclear que lo fuera. Provengo más bien de una familia representada en las izquierdas de la democracia, esas que, cuando yo era un niño, aspiraban a cargos parlamentarios. Pero tuve y tengo un tío peronista, un tío obrero, de los que despertaban a las cuatro de la madrugada y salían para la fábrica y que tenía el derecho a jubilarse antes de la edad máxima según la ley por realizar trabajo considerado insalubre. Un tío obrero incluso despedido de la fábrica de toda su vida en épocas del gobierno de Carlos Menem. Cuando era chico me costaba comprender esa valoración del trabajo como regulación vital, y también esa cuestión de las vacaciones familiares en la costa, la vida exclusivamente fundada en la armonía familiar.
Ese modelo institucional era lo suficientemente ajeno a los modos de vida que llevaba con mis padres de izquierda como para representarme su completa incomprensión. Muchos años después algo de esa experiencia y de esa memoria se configuró como una trama vital en mis actividades. Por supuesto que ya no esas representaciones institucionales de la familia, el hogar, el trabajo como figura de dignificación. Pero la lealtad se convirtió en una intervención eficaz para mi vida y mi comprensión de las solidaridades y experiencias políticas y también amistosas o amorosas. No lo había entendido antes y lo había observado durante mi infancia como algo ajeno, hasta que esa memoria afectiva y sentimental que significa en este presente la lealtad me permitió asimilar el rasgo sutil de una pertenencia común.
Por supuesto que la experiencia de los doce años continuados de gobierno kirchnerista, que formaron mis años de juventud, explican en buena medida esa dimensión emotiva y afectiva de recuperación del lazo familiar con aquel tío peronista, pero sobre el manto de esa consideración contextual se desplaza la fuerza de esa trama rememorante de historias familiares, como también de amistades y de amores que experimentan una vitalidad de lo común a partir de una narrativa de la lealtad que comienza un 17 de octubre de 1945, pero que expresa la mayor narración histórica que la sociedad ha realizado en la Argentina, y en esa narrativa, además, compone la memoria de derechos sociales conseguidos, de luchas políticas, de desapariciones, de muertes y de vida. Principalmente de vida, porque la lealtad rememorante es la de la inclusión que enseñaba mi tío en aquella infancia donde yo todavía no comprendía bien que la lealtad se llamaba justicia social en pequeños gestos afectivos familiares que tenían la capacidad de formarnos políticamente.
Mi tío Roberto ya está bien grande y esos años de fábrica seguramente todavía le pesen en su cuerpo, pero él significó en el curso de mi vida el calibre de esa memoria histórica que entiendo como lealtad. Por respeto a él no diría que soy peronista como sí les afirmo a mis amigos, de todos modos, me atrevo a decir que puedo ahora entender a la lealtad de todo un pueblo por aquel General y por Eva a quienes yo siempre miraba en fotos cuando ingresaba a la cocina de su casa, lindante, en aquella infancia en Tandil, con la casa mis padres.
La lealtad se ha convertido en nuestro país en un modo de narrar nuestras historias de vida y de crecimiento. Una forma de la memoria para encontrarnos con otros modos de comprensión de lo que fuimos y ahora somos. La lealtad es un encuentro, y por eso sigue siendo la memoria de un pueblo.
La lealtad es una vieja idea que atraviesa el presente como una memoria, esto significa que la lealtad rememora que siempre permanece algo vivo y latente en el sentimiento de inclusión y justicia social.
El peronismo supo componer esta memoria como un proceso histórico y social, lo que significa que hizo de una categoría relacional una forma de vida y, más todavía, de convivencia. Convirtió a la lealtad en una transmisión, una comunicación de sentido generacional. Entonces, no significa ser sencillamente leales, porque se puede ser leal con muchas cuestiones y cosas inclusive poco significativas, sino que se trata de vivenciar la lealtad dentro de tradiciones afectivas que incluso pueden tramar algunas vivencias con matices ideológicos y compromisos dispares. El peronismo, entonces, permitió que esa vieja idea remita a una dimensión ajena al curso lineal del tiempo y que de manera singular refiera significados presentes capaces de promover afectos que resisten las posiciones individuales, porque todavía aquí se está permitido decir lealtad cuando se dice compañero.
La lealtad o la trama histórica que define un sentimiento como el peronismo apareció en mi vida cuando era muy pequeño, pero no porque fuera peronista o perteneciente a una familia nuclear que lo fuera. Provengo más bien de una familia representada en las izquierdas de la democracia, esas que, cuando yo era un niño, aspiraban a cargos parlamentarios. Pero tuve y tengo un tío peronista, un tío obrero, de los que despertaban a las cuatro de la madrugada y salían para la fábrica y que tenía el derecho a jubilarse antes de la edad máxima según la ley por realizar trabajo considerado insalubre. Un tío obrero incluso despedido de la fábrica de toda su vida en épocas del gobierno de Carlos Menem. Cuando era chico me costaba comprender esa valoración del trabajo como regulación vital, y también esa cuestión de las vacaciones familiares en la costa, la vida exclusivamente fundada en la armonía familiar.
Ese modelo institucional era lo suficientemente ajeno a los modos de vida que llevaba con mis padres de izquierda como para representarme su completa incomprensión. Muchos años después algo de esa experiencia y de esa memoria se configuró como una trama vital en mis actividades. Por supuesto que ya no esas representaciones institucionales de la familia, el hogar, el trabajo como figura de dignificación. Pero la lealtad se convirtió en una intervención eficaz para mi vida y mi comprensión de las solidaridades y experiencias políticas y también amistosas o amorosas. No lo había entendido antes y lo había observado durante mi infancia como algo ajeno, hasta que esa memoria afectiva y sentimental que significa en este presente la lealtad me permitió asimilar el rasgo sutil de una pertenencia común.
Por supuesto que la experiencia de los doce años continuados de gobierno kirchnerista, que formaron mis años de juventud, explican en buena medida esa dimensión emotiva y afectiva de recuperación del lazo familiar con aquel tío peronista, pero sobre el manto de esa consideración contextual se desplaza la fuerza de esa trama rememorante de historias familiares, como también de amistades y de amores que experimentan una vitalidad de lo común a partir de una narrativa de la lealtad que comienza un 17 de octubre de 1945, pero que expresa la mayor narración histórica que la sociedad ha realizado en la Argentina, y en esa narrativa, además, compone la memoria de derechos sociales conseguidos, de luchas políticas, de desapariciones, de muertes y de vida. Principalmente de vida, porque la lealtad rememorante es la de la inclusión que enseñaba mi tío en aquella infancia donde yo todavía no comprendía bien que la lealtad se llamaba justicia social en pequeños gestos afectivos familiares que tenían la capacidad de formarnos políticamente.
Mi tío Roberto ya está bien grande y esos años de fábrica seguramente todavía le pesen en su cuerpo, pero él significó en el curso de mi vida el calibre de esa memoria histórica que entiendo como lealtad. Por respeto a él no diría que soy peronista como sí les afirmo a mis amigos, de todos modos, me atrevo a decir que puedo ahora entender a la lealtad de todo un pueblo por aquel General y por Eva a quienes yo siempre miraba en fotos cuando ingresaba a la cocina de su casa, lindante, en aquella infancia en Tandil, con la casa mis padres.
La lealtad se ha convertido en nuestro país en un modo de narrar nuestras historias de vida y de crecimiento. Una forma de la memoria para encontrarnos con otros modos de comprensión de lo que fuimos y ahora somos. La lealtad es un encuentro, y por eso sigue siendo la memoria de un pueblo.