En el año 1938, Mao Tse-Tung brindó una serie de conferencias en la ciudad de Yenan, la base de sustento y el gran campo de entrenamiento y experimentación de los comunistas chinos tras la Larga Marcha. Estos discursos fueron posteriormente editados en un pequeño libro con el título Sobre la guerra prolongada. Se trataba de determinar cómo resistir y enfrentar la invasión japonesa, cuya superioridad técnica y militar era indiscutible. Frente a quienes sostenían las opciones extremas de la “capitulación” y la “victoria rápida”, Mao apostaba por la guerra prolongada como la única estrategia capaz de expulsar al enemigo del territorio nacional. Quienes pedían rendir las armas y renunciar a la lucha, al considerar que la correlación de fuerzas resultaba aplastantemente adversa, debían ser calificados de “oportunistas”. Quienes alegaban que la cosa era “pan comido” y que con la sola voluntad bastarían unos pocos meses para derrotar a los ocupantes, merecían el mote de “aventureros”.
Los primeros, colaboracionistas, genuflexos infames y traidores a la patria, desmoralizaban a un pueblo ya agobiado. Los segundos, optimistas ilusos y precipitados, más allá de su heroísmo y sus buenas intenciones, no harían más que darse la cabeza contra la pared y conducir la guerra a un punto inviable, que podía evitarse haciendo un análisis objetivo de la situación, diciendo la verdad (“la vida será dura y penosa, pero solo se volverá mejor si estamos dispuestos a combatir, sin bajar los brazos”) y llevando adelante una planificación integral del conflicto, que suponga una movilización racional de todos los recursos disponibles. Los partidarios de la subyugación, describen un enemigo invencible y entonces se achican, se someten a cualquier condición. Los apologistas del triunfo automático, en cambio, subestiman al enemigo, olvidan que en la actualidad, contemplando todos los factores y los escenarios, el enemigo es fuerte y nosotros débiles. La perspectiva de Mao parte de esa contradicción, pero como el Sarmiento hegeliano del Facundo, confía que a las contradicciones se las supera contradiciéndolas, siempre que se emplee bien el tiempo.
La estrategia de la guerra prolongada implica diferenciar varios momentos, con sus tácticas principales y auxiliares (guerra de movimientos, guerra de guerrillas, guerra de posiciones), como maneras de operar sobre los aspectos favorables y desfavorables, desarrollando la propia fuerza y debilitando la del enemigo. No vamos a reconstruir aquí toda la argumentación de Mao, pero sí diremos que la etapa inicial, que él denomina “defensa estratégica”, puede equipararse a la que vive el pueblo argentino ante la conquista del Fondo Monetario Internacional. Porque en las circunstancias del capitalismo contemporáneo, no hay mayor mecanismo de conquista que el de la deuda pública. Pues no consiste simplemente en devolver lo que nos prestaron, sino que tiende a afectar las condiciones de vida de los endeudados y endeudadas. Hay alguien, el conquistador, que nos dice qué podemos y qué no podemos hacer. Como Atila y tantos otros, exige a los vencidos un tributo de por vida. ¿Obediencia por protección? El del FMI no es un imperialismo dadivoso, sino perverso, que goza solicitando lo que sabe que está fuera de nuestro alcance, con el mero fin de mantenernos en esa desesperación. Es el chantajista de última instancia. La deuda se aplaza al futuro (con intereses que acabarán por tornarla impagable si no se toma más deuda), a cambio de un precio: sacrificar el presente, una y otra vez. Se paga con menos educación, con menos salud, con menos seguridad social, con menos derechos laborales, con menos regulación estatal de la economía. Se paga y nunca se termina de pagar. Por eso lo de Néstor Kirchner fue algo herético. Ahora todo es distinto. La deuda, para empezar, es de una magnitud imponente.
Del entendimiento que el gobierno argentino alcanzó con el organismo no se puede deducir cómo se cumplirán las metas fiscales pautadas, ni la acumulación de reservas que tendrán propietario asignado. Solo sabemos que se trata de criterios exigentes, imposibles de satisfacer sin un brutal ajuste. Desde Washington se ha explicado siempre que el monitoreo de las cuentas públicas de los países miembro pretende llevarlos a una situación de "finanzas sanas", que permita reintegrar el préstamo y, sobre todo, no tener la necesidad de volver a acudir al Fondo. Pero este feliz desenlace jamás ocurre y cuando ocurre es para fastidio de los técnicos, que recomiendan no arriesgar el pellejo de esa manera. Por lo general, los países se desangran para estar al día con el FMI, que siempre pide más. El esfuerzo nunca es suficiente para los sedientos vampiros.
Como en la China de Mao, tenemos frente a nosotros tres opciones.
Están quienes piensan que nada puede hacerse, que la soberanía se perdió cuando nos endeudamos en 44 mil millones de dólares y que, por ende, sólo queda negociar el acuerdo más digno posible, el menos malo, y acatar lo que el Fondo pida. Sería como firmar el armisticio de una guerra que no llegó a librarse, como los individuos en el estado de naturaleza de Hobbes, empujados por la incertidumbre y la presión psicológica a arrodillarse ante su soberano. Si pagar es duro, no pagar es una condena al infierno. Contemplada la dimensión del ejército enemigo, el comandante decide capitular y no realizar sacrificios innecesarios. Pero para eso debe convencer a los suyos de que el conquistador perdonará sus vidas y garantizará el orden, es decir, que el derramamiento de sangre es infinitamente peor a la entrega de la libertad que, se cree, será gradualmente repuesta (suele suceder que quienes abrazan la llegada del invasor son quienes tienen asegurados sus privilegios, gobierne quien gobierne). El historial del FMI, sin embargo, nos indica que esta visión es, como mínimo, naif. Un pesimismo semejante perjudica la capacidad de lucha, porque entristece el alma del pueblo y la resigna a lo que hay. Rebelarse contra tal depresión está justificado. Afirmamos con Mao: “Debemos extirpar de nuestras filas toda idea que sea expresión de flaqueza e impotencia. Es erróneo todo punto de vista que sobreestime la fuerza del enemigo y subestime la del pueblo”.
Por otro lado, tenemos el optimismo exagerado, que desconoce el poder que se erige ante nuestra mirada. “El imperialismo es un tigre de papel”, postulan, pero sin comprender el sentido del lema maoísta. La consigna completa reza así: “estratégicamente, debemos desdeñar a todos nuestros enemigos, pero tácticamente, debemos tomarlos muy en serio”. Esto significa que no debemos temer al imperialismo, que incluso debemos reírnos de sus alocadas pretensiones, en el plano estratégico, porque si los pueblos se unen y se organizan, el imperialismo es un tigre de papel. Pero en la situación concreta, con un pueblo dividido, el imperialismo es peligroso (un “tigre de hierro”, dice Mao) y hay que respetarlo. Es más fuerte que nosotros. Sería irresponsable ignorarlo y caminar derecho a la muerte pensando que estamos rumbo al paraíso.
Para captar la esencia del problema, es necesario apelar a la teoría de la contradicción. Mao, como es célebre, distingue entre contradicción principal y contradicciones secundarias, entre contradicción antagónica y contradicciones en el seno del pueblo. Dependiendo de la intensidad de la contradicción, de lo que se juega existencialmente en ella, habremos de considerar diversas formas de resolverla. No es lo mismo, en principio, la contradicción Pueblo/FMI o Pueblo/Oligarquía que las tensiones que se suscitan en el Frente de Todos. ¿Pero acaso no hay en la contradicción que se desarrolla en el seno del pueblo una persistencia de la contradicción antagónica? Es lo que observó Damián Selci en su Teoría de la Militancia, al anotar que la contradicción externa es contradicción interna y que, entonces, la contradicción principal es la contradicción en el seno del pueblo, porque sin ella carecería de consistencia la contradicción externa. Mao, no obstante, también lo vio, al sostener en los años previos a la Revolución Cultural que la contradicción entre vía socialista y vía capitalista debía ser trasladada al interior del Partido Comunista.
Justamente por esto la guerra prolongada es de extrema dificultad. Para empezar, el FMI no aparece ante nosotros como un enemigo visible, al que podemos atacar por sorpresa, desgastar, acorralar con un cerco o vencer en el campo de batalla. Es verdad que hay elencos que negocian y tecnócratas que vendrán al país a revisar nuestras cuentas y traernos recetarios y exigencias. Pero aquello es lo de menos. Importa, antes que nada, la deuda y el estar-endeudado. ¿Qué ocurriría si Argentina no paga, supongamos, por desconocer la legitimidad del endeudamiento? A priori, el FMI no mandaría un ejército a someternos. Porque el tributo que reclama, la libra de carne, es de naturaleza diferente al que debían pagar los pueblos antiguos, por miedo a la brutalidad del conquistador.
El Fondo respalda sus pretensiones en la hipótesis de que es imposible no pagar. No pagar, se dice, es saltar al abismo. Si se paga en cuotas, en cambio, la muerte es lenta y dolorosa, es un no dejar nunca de morir. Se paga porque se especula que, en algún momento, el conquistador será misericordioso y sacará la espada de Damocles de nuestro cuello. ¿Por qué un país subordinado al FMI se ve forzado a pagar? Porque, de lo contrario, queda a su suerte, “a la buena de Dios”. El Estado que acude al Fondo, en teoría, necesita con urgencia dólares. En el caso argentino, esto siempre se hizo para financiar la fuga de capitales. Pero defaultear la deuda, todas las deudas, no soluciona en rigor el problema. Bloqueado el crédito, o disponible a tasas siderales, se obstruye también el desarrollo, las inversiones se frenan, se pierden mercados, la moneda se devalúa y los precios se disparan. Un país sin espalda financiera, sin un bloque regional o un gran espacio que lo cobije, queda atrapado en este destino inexorable. La secuencia es catastrófica, mas no por una ley económica de hierro, sino porque la política parece no estar preparada para enfrentarla y salir airosa. La economía es imperialista (ella tiene a los pueblos y no al revés) y debe ser dirigida con energía y determinación.
La cuestión de decirle “no” a las exigencias del FMI es fundamentalmente política, una puja en la correlación de fuerzas. Pero resistir, combatir al FMI, es descubrir la contradicción en nuestras propias filas. Y atacar la contradicción con todo lo que tenemos. La contradicción presenta una faceta ideológico-cultural y otra económica. Ser ideológicamente dependientes significa pensar que somos atrasados y subdesarrollados, pero no semicolonia de ninguna metrópoli que se beneficia de nuestro subdesarrollo. El FMI deviene así una institución neutral, que sólo está haciendo su trabajo. Si hay que pagarle a 100 años, es problema nuestro ser un país inviable. Por eso decimos que el FMI tiene partidarios, tiene un partido: Cambiemos. Todo el establishment, todos los grupos económicos, sin importar su “credo”, se alinearon para celebrar el pre-acuerdo. Los jeques del macrismo, que concretaron esta deuda escandalosa, no podían faltar a la fiesta. Incluso Federico Sturzenegger, el endeudador serial, se atrevió a publicar un artículo titulado “El plan macrista de Alberto”.
Las tensiones internas del Frente de Todos se deben a que no deseamos sustituir a Cambiemos en su rol y demostrar que somos más racionales y eficientes a la hora de cumplir órdenes y garantizar el ajuste. No queremos seguir el destino de la socialdemocracia alemana, que se convirtió, ante el asombro de los conservadores, en el partido del capital global. La unidad sin contenido es una farsa, una pantomima contra la que es imperioso rebelarse. Mao tenía una fórmula dialéctica para expresar esto mismo: unidad-crítica-unidad. Unidad mirando a la cara a las contradicciones, agudizándolas, superándolas. Con el único que hay que quedar bien es con el pueblo, no con los mercados, ni con los aliados. Brillantemente, escribe Nicolás Vilela en su flamante Comunología: “la batalla cultural es la interna peronista”.
Más allá de las diferencias ideológicas, sin embargo, hay un problema económico de magnitud gigantesca, donde también se pone de manifiesto la contradicción con el Fondo. El sistema productivo (altamente concentrado) y el sistema fiscal (altamente regresivo) son dos actores centrales en el drama de nuestra dependencia. Podemos estar unidos en la decisión de no pagar como sea o a cualquier costo, pero la economía, que dijimos que es imperialista, nos manda pagar. Si la estrategia es la liberación, la táctica debe aggiornarse a la coyuntura, medir nuestra fuerza y la del enemigo en la situación concreta, bajo el tiempo que apremia y que corre. Pero adaptarse no es sinónimo de rendición incondicional. Allí donde el margen de maniobra es mínimo, es preciso pelear, ser audaces y creativos. Lo primordial es que pateemos todos para el mismo arco, que todos sintamos nuestra condición semicolonial y nos rebelemos contra el tutelaje imperial. Pero el arco no está en Washington, está acá adentro, en nuestro país. El Estado y el pueblo todo deben convencerse de una vez de que es imprescindible desconcentrar la economía, que juega para el otro equipo. Las recetas monetaristas para atacar el fenómeno de la inflación siempre fracasaron. Pero tampoco alcanzan los “acuerdos de precios” y las sanciones que jamás se concretan. Con los oligopolios ninguna negociación llega a buen puerto. Hay que ponerse duros, sin especular. Hacer cumplir la ley. Darle miedo a los capitalistas. Que vuelvan a ver espectros desfilando.
Por otro lado, la ambivalente y traicionera fortuna nos pone una oportunidad por delante. Ya desaprovechamos la de la pandemia. Esa “falta de timing” (o de kairós, en griego) se resume en la decisión de expropiar Vicentín, para desdecirse a la semana. El Estado salvó a las empresas, pagó salarios cuando la economía caía a velocidades estrepitosas, pero no se quedó con ningún paquete accionario. Todo siguió como estaba, con la salvedad de que las crisis siempre tienen ganadores. Ahora, por paradójico que parezca, la vigilancia policial que ejercerá el Fondo sobre nuestra política económica abre una pequeñísima puerta para que discutamos y repensemos en profundidad el muy mal organizado sistema tributario argentino. ¿De dónde vamos a sacar los recursos para pagarle al FMI? ¿Quiénes van a soportar el ajuste que implica la reducción prolongada del déficit fiscal? ¿Seguiremos nutriendo las arcas públicas con el IVA, mientras siempre se problematiza Ganancias? ¿Dejaremos que Bienes Personales continúe siendo tan insignificante y que los patrimonios multimillonarios e improductivos (la mayoría fraudulentos), que tanto deben a la sociedad, no contribuyan a su desarrollo? ¿Por qué un aporte extraordinario y no un impuesto permanente a las grandes fortunas? No hay forma de combatir la desigualdad así, ni país que aguante.
Los medios de comunicación suelen machacar contra la “presión fiscal”. Pero la realidad es que la presión fiscal, a diferencia de los “países desarrollados”, recae proporcionalmente mucho más en los que menos tienen y en las clases medias que en los sectores más acaudalados. Y es decisión política de un Estado determinar qué nivel de opulencia, ergo, de desigualdad, permite en la sociedad. Los agoreros del desánimo instalarán que “imponer al capital” hará que nadie quiera invertir en el país. Eso es un mito. Porque la inversión se sostiene, siempre que crezca la demanda efectiva, y porque la fuga de capitales es una realidad evidente e incontestable. No puede ser peor de lo que ya es. Por eso la delirante necesidad de tener que cumplir con metas imposibles es la ocasión propicia para patear el tablero y modificar el marco de la discusión. Los países no recurren a la deuda porque son inviables. Se endeudan porque no se atreven a extraer los recursos que necesitan de la cima de la pirámide, donde se acumula y se concentra la riqueza producida en la base. En vez de cobrarle más impuestos a quienes más tienen, se pide prestado lo que no se puede devolver sin absorber nuevos créditos.
Jauretche se burlaba de Alsogaray y sus amigos, que tras el derrocamiento de Perón gritaban a los cuatro vientos que había que imitar el “milagro alemán”, omitiendo los aportes del Plan Marshall (pues Occidente requería una Alemania pujante como dique de contención ante el avance de la Unión Soviética) y la reforma monetaria que saneó las cuentas de las empresas sin devaluar los salarios. Agregamos, también, que los alemanes se beneficiaron de la cancelación de su colosal deuda y que implementaron un impuesto a las grandes fortunas, además de un sistema de cogestión en la administración de las empresas, donde se le concedió a los trabajadores el 50% de la participación, sin importar si tenían o no capital accionario. Nadie nos va a perdonar a nosotros la deuda. Así que habrá que generar las condiciones para que, pagándola, no sufra el pueblo. Que de las cargas se encarguen los que pueden. Y que cuando los burócratas del FMI vengan a hacer tronar el escarmiento, tengamos la altura de responder que las metas fiscales las cumpliremos como a nosotros nos convenga y que los dólares que huelen a miles de kilómetros de distancia, bien podrían conseguirlos ayudándonos a rastrear y repatriar los fondos que ellos mismos colaboraron a fugar. Esto sería tomar al diablo por la cola, como quería Gramsci:
“No se reflexiona que si el adversario te domina y tú los disminuyes, reconoces estar dominado por uno al que consideras inferior; pero entonces ¿cómo habrá logrado dominarte? ¿Cómo es que te ha vencido y ha sido superior a ti precisamente en aquel instante decisivo que debía dar la medida de tu superioridad y de su inferioridad? Ciertamente que habrá estado por medio la ‘cola del diablo’. Pues bien, aprende a tener la cola del diablo de tu parte”.