La decisión de Cristina no es un renunciamiento. Es un llamado. Desde hace tiempo viene diagnosticando la crisis aguda que sufre nuestra democracia mutilada, turbada, amarrada por las grandes corporaciones, bajo el mando indiscutido del Fondo Monetario Internacional. Hemos gastado ríos de tinta describiendo la situación. Los principales dirigentes del Frente de Todos han desfilado sin parar por los programas de radio y televisión, o han levantado la voz en actos bastante concurridos, para llevar a niveles inusitados el arte del comentario. Pero en ningún caso nuestra fuerza política logró comportarse, ante los graves problemas que nos aquejan, como una auténtica fuerza de gobierno. Tampoco se consolidó, sin embargo, como una fuerza de oposición o de resistencia contra la dictadura del poder económico. El desconcierto, las vacilaciones, la falta de ideas concretas que surge del clima escéptico que respiramos, han penetrado nuestra autoestima y quebrado nuestro espíritu.
Igual que en los días de John William Cooke, puede sentirse un profundo malestar en las bases, una desilusión no sólo en torno al rumbo volátil del gobierno, sino a la ambigüedad y la poca claridad con la que se ha manejado la crítica. Quienes somos militantes, comprendemos perfectamente con qué dificultades nos enfrentamos. No alcanza con saberlo, con ser coherentes al precio de tener el cuerpo guardado y seguro. Lo insólito del momento es que todos hablamos de la necesidad de salir a luchar, de que hay que dar un paso adelante y arriesgar el pellejo, pero nadie quiere prender la primera chispa. Todos hablamos lindo, bonito, cursi, con frases rimbombantes o discursos incendiarios, de barricada, pero nadie está dispuesto a hacerse cargo de lo que dice. Que arranque el de al lado.
La militancia espera que los dirigentes lancen consignas y convocatorias ineludibles, objetivos precisos, definiciones heroicas y audaces. Porque la orientación, la línea estratégica, es posible extraerlas de las palabras de Cristina. Brilla por su ausencia, en cambio, la inteligencia o la capacidad para traducirlas en movimientos tácticos contundentes, o en un programa político que no se ajuste al calendario electoral. Las cuestionadas conducciones tácticas, por el contrario, sostienen que falta el respaldo popular, la presencia masiva del kirchnerismo en la calle cuando se nos convoca, sea a interpelar a los vecinos de los barrios o a copar Tribunales. A todos y todas, en distinta medida, nos cabe la responsabilidad. Y hay que hacer algo al respecto.
La proscripción que pesa sobre Cristina es el indicador más elocuente de la impotencia del pueblo, destinatario final de la artillería mediático-judicial. Si de verdad queremos romper la proscripción, hay que derrotar esa impotencia. Algunos periodistas interpretaron que, con su carta, Cristina dio por terminado el operativo clamor. En realidad, la dialéctica entre Cristina y el pueblo no admite ese tipo de conclusión. El 6 de diciembre del año pasado Cristina planteó sin tapujos y con un enojo manifiesto que no iba a ser candidata a nada. Luego lo reafirmó, más calma, con la aclaración de que estaba proscrita. Como militantes, rechazamos su decisión. No nos equivocamos, ni creamos falsas expectativas. Era un desafío a nuestra conductora, que nos dijo que sacáramos el bastón de mariscal. Y lo sacamos para pedirle por favor que sea nuestra próxima presidenta, para demostrarle que haríamos hasta lo imposible por tenerla de nuevo en la Casa Rosada. Es probable que Cristina no detectara la suficiente reacción del peronismo en cada uno de los momentos bisagra que se sucedieron: el atentado, la condena, la suspensión de elecciones por parte de una Corte ilegítima. El mensaje impetuoso que dirigió contra Magnetto fue también un baldazo de agua fría para despertarnos. Quizá todavía no lo hicimos, o lo hicimos tarde. El quilombo que nos habíamos jurado hacer si la tocaban, sigue esperando. Pero bajo ningún punto de vista su decisión debe ser leída como una retirada por impotencia. En el fondo, nos está explicando que ninguna candidatura es la llave de una solución mágica. Que importan menos las candidaturas que el programa de gobierno. Y que no hay programa de gobierno sin rebeldía ante los que se creen dueños del país y oprimen brutalmente a nuestro pueblo.
Se terminó el tiempo de la especulación, del “a ver qué pasa”, de la corrección política. Necesitamos volver a las fuentes. Pero a todas. A las mejores tradiciones, a lo que nos legaron todas y cada una de las generaciones que hicieron grande al peronismo. Con ellas tenemos una cita impostergable, acuciante, que nos corresponde honrar. Que el próximo 25 de mayo estamos obligados a reventar la plaza y construir un 17 de octubre, es una promesa que la historia nos demanda cumplir. Porque el pueblo debe hacerse escuchar de manera ensordecedora. Si no es Cristina, que sea lo que desea Cristina, porque la queremos a ella y se lo vamos a recordar siempre.
Si Cristina está malditamente proscrita, hay que sacar consecuencias de lo que implica una proscripción sobre la mayor líder política de la Argentina. No es conveniente decir estas cosas a la ligera. Y tampoco al poder le debe salir gratis. Bien señaló “Paco” Manrique, secretario adjunto de SMATA y secretario gremial de la CGT, que es imprescindible recuperar el espíritu combativo y de sacrificio, la mística perdida en estos tiempos aciagos. Acierta a su vez Andrés Larroque cuando argumenta que las corporaciones libran una vehemente guerra contra el pueblo. ¿Vamos a responder mansamente? Tomándonos el atrevimiento de corregir a Perón, es preferible ser tontos que mansos. Porque ya hemos pecado de demasiada prudencia. Los resultados están a la vista. Cuatro jueces sin votos ni consenso general, protegidos por el blindaje de los medios y los grupos económicos, dictan sentencias que son tristemente obedecidas, en una especie de drama kafkiano.
Con la inflación sucede algo parecido. No representa en nuestro país, en lo esencial, un fenómeno monetario. Es puja distributiva, asimétrica por donde se la mire. Las corporaciones disfrutan de márgenes de ganancia abultadísimos porque sus jefes no tienen miedo, como tampoco lo tienen sus esbirros judiciales. Se dedican a la rapiña, porque nadie los frena. Porque el gobierno no aplica medidas coactivas, y cuando sanciona es porque sabe que las sanciones no se ejecutarán. Porque hace una concesión tras otra (sin aprender que los voraces, al contemplar debilidad y oler sangre, siempre quieren más) y cuando tuvo la oportunidad de meterse en los directorios, acceder a los balances, quedarse con paquetes accionarios, no lo hizo. Los sindicatos tampoco están libres de culpa. En los hechos, se ha impuesto el modus operandi de los “gordos” (¿hace cuánto reclamamos, sin pena ni gloria, la tan mentada “suma fija”?), de una burocracia que, a diferencia de Vandor, negocia sin golpear y, en líneas generales, piensa lo mismo que el establishment. Para la cúpula de la CGT, La Falda y Huerta Grande son nostálgicas y decorativas piezas de museo. Es momento de que la cúpula vuele por los aires y de que la unidad deje de ser una momia célebre y se ponga en movimiento. Vale igual para los “consumidores”, que nos quejamos de que los precios suben por ascensor y los salarios por escalera, pero aceptamos esta realidad de modo pusilánime, como si se tratara de una fatalidad sin remedio. Una vez más: todos descansamos, nos justificamos, en la pasividad de los demás.
Si el Estado no puede, no quiere o no sabe cómo resolver el problema, cómo disciplinar al puñado de empresas que definen los precios de la economía, entonces tiene que haber un plan de lucha del pueblo mismo contra la inflación. Los dirigentes deben dar un paso al frente, organizar acciones, o dejar de ser dirigentes y abrirle paso a quienes quieran discutir en serio la rentabilidad de los grupos económicos, sin temor a las consecuencias. ¿Cuántas huelgas, cuántas tomas de establecimiento se le hicieron a los formadores de precios? ¿Cuántos boicots a sus marcas, cuántos escraches, cuántos piquetes en las puertas de los supermercados? ¿Cuántas redes solidarias se articularon para visibilizar o facilitar alternativas de consumo accesibles, no basadas en la especulación y la avivada? ¿Cuántos materiales de difusión se propagaron para explicar quiénes pierden y quiénes ganan con el modelo actual? Así como muchos espacios (políticos, sociales, sindicales) se ponen de acuerdo para llevar adelante una movilización (siempre a los mismos lugares, por cierto; ¿por qué no innovar e intimidar un poco a Clarín, o a los involucrados en el saqueo, en sus búnkeres de refugio?), es fundamental generar ámbitos y pactar un programa resistente y combativo. No hay otra manera de transformar la correlación de fuerzas, ni siquiera la vía electoral. Hasta ahora, cada marcha reivindicativa ha sido para reclamarle al gobierno. Probemos también con reclamarle al empresariado, si el gobierno no es capaz de inquietarlo y obligarlo a distribuir entre las mayorías sus rentas extraordinarias.
Ser inteligentes conlleva hoy cometer algunas tonterías, recibir los reproches de los voceros y abanderados de la mesura infinita. Perder el gusto, en definitiva, por la inocente mansedumbre que se nos atribuye y que terminamos por creernos. ¿Que no estamos preparados, que no tenemos la suficiente musculatura, que nos deshabituamos de la vieja gimnasia? Puede ser, pero solo se ejercita en la lucha, sin entrar en cálculos refinados y obsesivos, que no llevan a ningún lado. Con las convicciones firmes y una voluntad enérgica, hay que ponerse a disposición y comprender que no hay margen para milagros. La única magia que es factible contagiar es la de un pueblo que se declara vivo y da reiteradas demostraciones de fuerza cuando se lo consideraba muerto y desorientado.
Ocurre en las coyunturas críticas que el movimiento nacional y popular ve flaquear sus articulaciones, que estructuras intermedias obturadas no permiten que los mensajes suban y bajen, o que las conducciones resultan impedidas, por la proscripción, la cárcel o el martirio. Estando el cuerpo desmembrado, son las células las que deben regenerar el organismo, insuflando nueva vida. En el momento en que devenimos militantes, nos encontramos en estado de gracia. Ninguna otra salvación caerá desde lo alto. Las unidades básicas (o los pagos chicos de cada frente o sector) son los espacios donde debemos reunirnos y empezar a construir lo que viene, organizando las luchas en cada barrio y garantizándole a nuestra conductora las herramientas que necesita para llevarnos a la victoria. Retomemos el testamento de Hebe y démosle a Cristina más de lo que le pedimos, más de lo que esperamos de ella. Porque en la dialéctica Cristina/pueblo, nos toca como pueblo hacer nuestra parte y sacudir los cimientos en los que el poder concentrado se apoya, jactándose de su invencibilidad. Como decía Bartolomé Hidalgo, luego de lamentarse de las promesas incumplidas de la Revolución de Mayo, “renace el patriotismo/En el más infeliz rancho”. Como enseña también José Hernández, en La vuelta de Martín Fierro, “Dios ha de permitir/que esto llegue a mejorar;/pero se ha de recordar,/para hacer bien el trabajo/que el fuego, pa calentar,/debe ir siempre por abajo”. Empecemos por abajo, entonces, sacando el bastón de mariscal de la mochila y pidiendo perdón antes que permiso. Quien quiera oír, que oiga. Quien quiera seguir, que siga. No es momento de aflojar ni de quedarse en casa.