Otra vez, cuando se respira confusión e impera el desánimo, cuando el tiempo parece estar fuera de quicio, “cuando la noche es más oscura”, llega de modo sorpresivo la buena nueva y “se viene el día en tu corazón”. Otra vez desde Hurlingham, esa Atenas del pensamiento de la militancia, que para nuestra generación bien podría ser una Jerusalén. La escritura y publicación de “Comunología: del pensamiento nacional al pensamiento de la militancia” de Nicolás Vilela sigue fielmente los pasos de los libros de Damián Selci, pero también es un acontecimiento “por sí mismo” (en verdad, todo acontecimiento reenvía a otro acontecimiento). No es posible recorrer sus páginas sin conmovernos, sin sentirnos interpelados, sin atravesar y experimentar una transformación radical.

Al leer a Selci, quienes nos incorporamos a la militancia en los últimos años nos vimos obligados a repensar nuestra praxis, siempre calumniada por los opinólogos del sistema. De repente, contábamos con una teoría para reflexionar sobre lo que hacíamos, sobre su dignidad y trascendencia. La llamada de la responsabilidad absoluta se volvía inexcusable. Al leer a Vilela, lo que queda bajo signos de pregunta son nuestras propias lecturas o, mejor, lo que solemos denominar el “cánon”. Compartido el diagnóstico selciano sobre la “crisis teórica del presente”, sobre la pérdida del horizonte utópico, sobre el hecho de que no sabemos lo que queremos, Vilela incursiona en las bibliotecas militantes para analizar (en sentido lacaniano) los vaivenes del pensamiento nacional, aquella escuela formadora de generaciones enteras de militantes a la que perezosamente continuamos confiando la provisión de las respuestas que necesitamos en el momento actual.

Nuestro autor señala que el pensamiento nacional, nacido al calor de la experiencia peronista, en los años de resistencia, es un pensamiento defensivo, dispuesto a proteger el tesoro del ser nacional de los piratas que buscan saquearlo y que, con sus arremetidas, colonizan con ideas foráneas nuestra mentalidad y nuestros hábitos. Con ayuda de la “teoría contemporánea” (el ethos posestructuralista, ya insinuado por Borges en su célebre 'El escritor argentino y la tradición', donde explicaba que el gusto romántico de los nacionalistas por el color local también era una importación europea) Vilela comete la osadía de deconstruir esas verdades que habíamos aprendido de la mano de Jauretche, Hernández Arregui, Ramos y compañía. Pero no solo eso. En horas donde se prescribe como receta mágica “volver a Perón”, se atreve a trazar una “historia crítica” (o quizá una fenomenología) del peronismo, atendiendo a su dialéctica interna. Para el agudo ojo de Vilela, el peronismo aparece como un sistema autopoiético que tiende a reproducirse y que, en clave inmunológica, genera anticuerpos para defenderse de cualquier agente patógeno que amenace con corromperlo.

El neologismo “comunología” (el cual refiere a una disciplina teórico-práctica), reverso de “inmunología”, es acuñado por Vilela en sintonía con las reflexiones sobre la idea de comunidad que han orientado buena parte de las últimas décadas de teoría política (Blanchot, Nancy, Agamben, Esposito y un largo etcétera que incluye, obviamente, a Damián Selci, con su reinterpretación militante de la “comunidad organizada” de Perón). Resulta notoria la influencia del filósofo italiano Esposito y sus aventuras etimológicas, que nos han invitado a pensar la comunidad más allá de la “identidad” y de lo “propio”, en tanto lo que se comparte en una comunidad no es una “esencia” o “ser nacional”, sino el munus, el don que estamos obligados a dar, el deber, la responsabilidad, la fragilidad, la carencia, la deuda, la falta de fundamento último… Lo contrario a aquello que sostiene el pensamiento nacional, que al apostar ciegamente por la soberanía, apuesta a su vez por la inmunidad, ya que habría algo preexistente que nos define y que tiene que ser resguardado de todo ataque enemigo. ¿Qué es lo que une a la comunidad? Pues nada...

No deja de ser significativo que Vilela escribiera su libro en medio de una pandemia, en la que el miedo al virus conduce al encierro, el aislamiento, el ensimismamiento, el repliegue, la paranoia. Porque, en definitiva, el virus (el infierno, diría Sartre) son los otros, aquellos que nos pueden contagiar o infectar. De manera altamente provocativa, Vilela elige situarse en el punto de vista del virus y de ese agente masivo de contagio que es la militancia, propagadora de la responsabilidad absoluta. Se opta entonces por la contaminación, la diseminación y la mezcla, por la apertura al otro y la primacía del otro. El método de la militancia deviene método de escritura y de lectura. Los textos se arrojan a una orgía brutal. “El fiord” de Osvaldo Lamborghini se vuelve una de las claves para luchar contra el paradigma inmunológico en el que todavía nos movemos y construir un “peronismo impuro”, abierto a la penetración extranjera, a la com-penetración.

Vilela, candidato a concejal por el Frente de Todos, es uno de los integrantes de una generación de militantes que viene produciendo teoría.

En rigor, el libro de Vilela es un libro sobre la diferencia kirchnerista. Se mete de lleno en la eterna discusión sobre la naturaleza del kirchnerismo (¿es o no peronismo?, ¿es idéntico o distinto?, ¿es género o especie? ¿es mejor o peor?) para poner de manifiesto su singularidad y leer así el llamado “peronismo histórico” desde la novedad kirchnerista. Por eso “Comunología” ofrece el trayecto (retroactivo) del pensamiento nacional al pensamiento de la militancia. No porque haya que romper con el pensamiento nacional y con el peronismo. Sino porque es necesario problematizar su lógica inmunitaria y recuperar su sentido comunitario (eso que en el peronismo excede la vigilancia del sistema peronista). Y el nombre que descifra y cataliza esa experiencia de comunidad no es otro que militancia. 


En tiempos donde la palabra unidad parece disfrutar de un valor sagrado, Vilela, con aires cookeanos, restituye la dignidad de la interna peronista (que es la batalla cultural, la interiorización del antagonismo). No se coloca en la posición aparentemente superior y pendular de un centro ortodoxo, que frente a los extremos de derecha e izquierda pronuncia, pathos de la distancia mediante, “los dos son peores”. No es lo mismo denunciar “infiltrados” (lo que hace la derecha peronista, los “peronistas de Perón”) que denunciar “traidores” (lo que hace la izquierda peronista). Porque la infiltración, el virus que se ha “metido”, hay que extirparla de raíz, eliminarla, para mantener la pureza del organismo intacta. La traición, en cambio, si bien puede ser combatida desde una visión inmunitaria (la “caza de traidores”), tiene como reverso a la lealtad (en la jerga de Badiou, la “fidelidad al Acontecimiento”), que siempre puede ser predicada y contagiada. La derecha pretende sustraer, purgar, para alcanzar el origen pulcro, el “kilómetro cero” del peronismo, como escribe Vilela. La izquierda, en su lugar, quiere sumarle algo al peronismo (nota sus insuficiencias) y al hacerlo divide, pero es una división que multiplica y que incluso puede convocar a los que se paran del otro lado, para encuadrarlos y conducirlos. Solo se torna preciso construir una atmósfera o un clima de confianza, no-individualista (así como los liberales quieren instaurar un “clima de negocios”).


Vilela, que en su obsesión por la incidencia política del clima parece un “Montesquieu de la militancia”, sigue en realidad a Sloterdijk, el autor indispensable del libro. El fino, exquisito, distinguido, aristocrático, provocador, irónico y, al mismo tiempo, inclasificable Sloterdijk, al que casi nadie (excepciones contadas, como la de Zizek) había recurrido antes para ponerlo al servicio del pensamiento revolucionario. La lectura minuciosa y creativa de Vilela es, en ese sentido, toda una proeza. Igual que su destacable manejo del archivo, donde una cita de una revista olvidada de la derecha peronista puede intercalarse con una declaración radial del Indio Solari y un texto perdido de Horacio González con una idea descuidada de Simondon.


Pero volvamos (si es factible “volver” una vez que admitimos el principio de la contaminación) a la izquierda peronista y a la herencia que sobre ella reclama el kirchnerismo. Vilela observa con brillante lucidez cómo opera el cruce entre izquierda política (o liberación nacional, objetiva) e izquierda cultural/contracultural (o liberación interior, subjetiva) y toma como saldo de aquella mezcla el pensamiento de la militancia, surgido de la obra de Néstor y Cristina y sus principales definiciones. La militancia no es ya participar de una identidad política, sino elegir la política como estilo y proyecto de vida: no podemos transformar el mundo sin transformarnos a nosotros mismos; en esa intensidad se juega la política militante. Cuando Cristina pronuncia la consigna tremendamente contraintuitiva “la patria es el otro” (tan contraintuitiva como la de Lacan: “amar es dar lo que no se tiene a alguien que no es”), nos dice Vilela, está subvirtiendo toda la tradición del pensamiento nacional y abriendo un nuevo y prometedor horizonte. Organizar la comunidad será sumar militantes, es decir, responsables absolutos, es decir, multiplicar vidas que no sean para-sí, sino para-otros, o que son para-sí en tanto son para-otros, porque en el idioma militante “yo es otro”, cada militante habla en nombre de otro militante, es el “cuerpo transindividual” de la organización.

Hace unos dias, Vilela presentó el libro en la feria que organiza el Municipio en el que trabaja, milita y vive.

No es que Vilela proponga tirar a la basura el pensamiento nacional (aunque arranca su libro, vía Lamborghini, avisando que no hay que casarse con “momias célebres”), o que niegue la vigencia del imperialismo o la existencia de la oligarquía. No declara el fin de toda enemistad. Más bien, igual que Selci, los desustancializa. Esto significa que los desplaza al orden de la táctica, a la coyuntura, pero no les concede importancia estratégica (los mitos son útiles, necesarios, aglutinadores, mas subordinados). La estrategia es la militancia, su fortalecimiento y organización: el pensamiento de la militancia conduce y el pensamiento nacional acompaña. ¿Qué queremos? Sumar militantes. Para ello, para organizar la comunidad, las medidas inmunitarias, de defensa del propio cuerpo, son solo medios para un fin que las trasciende y que las debilita. En última instancia, no aspiramos a la independencia sino, como adelanta el epígrafe inicial de Sloterdijk, a la dependencia universal, o sea, al devenir-militante de todo el mundo. Porque militar es exponerse (poner el cuerpo, sin garantías, perdiendo el miedo al contagio), asumir riesgos (o arrojarse al abismo de la libertad), tener que responder por lo que no es propio, abrirse a los otros, ser más que nosotros mismos. Anota Vilela: nos-otros.


Si la militancia es el horizonte, se vuelve imprescindible pensar cómo sumar nuevos militantes, en un mundo hegemonizado por el neoliberalismo. El autor dedica la tercera y última parte del libro a reflexionar sobre las técnicas o los métodos (“El método de Hurlingham” es uno de los textos que Selci escribió con el mismo espíritu) de los que se vale la militancia para lograr expandirse y conquistar (seducir) más voluntades, despertando y movilizando afectos (pasiones alegres). Otra vez Sloterdijk, con su concepto de antropotécnicas, es el eje que articula. Vilela detalla las semiotécnicas, atmotécnicas y geotécnicas que permiten instaurar signos, climas y territorios militantes. En esa clave, la militancia no es algo que se aprende de una vez y para siempre. No solo porque un militante puede dejar de militar (se puede quebrar, puede traicionar, esto lo ha descrito bien Selci en su Teoría de la Militancia) y para perseverar necesita de la compañía y el sostén de otros militantes, sino porque la militancia es un ejercicio (una gimnasia, un saber-hacer, una disciplina) que siempre puede perfeccionarse, acumulando experiencia (que es la memoria que reduce la complejidad de la organización) y ganando musculatura (capacidad de transformación/autotransformación). La militancia es el arte y la técnica de formar militantes.


La lucha secreta de Vilela es contra quienes pretenden “enfriar la política”, contra los intelectuales y “políticos de café” que en lugar de poner el cuerpo, asumir responsabilidades y contagiar solidaridad, buscan persuadirnos de que “no todo es político”. Sostener el entusiasmo y el clima de politización, hacer que la experiencia de comunidad dure (y no se consuma en la llama apasionada del éxtasis), implica elevar la temperatura anímica e inculcar mística en la propia dinámica y cotidianeidad militante, resaltando su dimensión trascendente (vertical, en un mundo sin Dios, pero igualitaria), en tanto ya nadie es un mero individuo, con sus meros problemas, con sus meros roles asignados. La militancia, como forma de vida, es la “desidentificación generalizada”. No combate el estrés mediante la prevención (prevenir el estrés también estresa), sino mediante la organización (que ahorra energía economizándola, gracias a la orgánica y la división de funciones, que permiten canalizar las fuerzas de acuerdo con los objetivos políticos planteados por la conducción). No es una ética sacrificial, sino de la solidaridad. Cuanto más y mejor organizada esté la comunidad, más tiempo tendremos todos y todas de vivir la verdadera vida (la militancia no consiste en una actividad especial, sino que es una intensidad que nos lleva a hacer, pensar y sentir de manera diferente, cualquiera sea la actividad que realicemos), que es la de ser-con, la de la organización, que vence al tiempo. No queda ya el cuerpo propio y sus mecanismos inmunológicos de protección. Queda la (co)responsabilidad que construye lo común.


Para resumir y finalizar, digamos que el libro de Vilela-su primer libro- cuenta con una serie innegable de virtudes. Primero, amplía el campo de investigación inaugurado por Damián Selci, así como profundiza varios de los frentes por él abiertos. Segundo, insiste con el diálogo entre la izquierda nacional/corriente nacional-popular (la bibliografía tradicional de la militancia) y la izquierda universitaria (el posestructuralismo), procurando el enriquecimiento mutuo. Tercero, Vilela convence con argumentos, pero también enciende y potencia afectos, lo que fortalece la capacidad de contagio del texto. Quien escribe estas líneas no pudo más que emocionarse al transitar el apartado sobre los patios militantes, entre otros. Cuarto, el autor reconoce que el campo nacional y popular gobierna como si fuese oposición y que, para recuperar la iniciativa, tiene que revolucionar su marco teórico y confiar en su “mejor valor”, que es la militancia organizada. Quinto, Vilela afirma la superioridad estratégica y de principio del “idealismo militante” (con su optimismo ontológico) sobre el “realismo capitalista” (en sus variantes neoliberal, progresista o pejotista) y de la organización (la vida no-individual) sobre el voluntarismo individualista. Sexto, el libro está repleto de lecturas y análisis eruditos (que condensan años de estudio) pero está redactado con una prosa bella y cercana, que permite sentir el incalculable poder de las palabras. En ese aspecto, así como libra batalla en las alturas (en el mundo de la filosofía), se vuelve un documento indispensable para la formación política de los compañeros y compañeras en las unidades básicas y como tal merece ser discutido con paciencia y en detalle. Rematemos: hoy ya no es posible revisitar el pensamiento nacional y el ciclo peronista que lo ambientó o hacer un balance activo del kirchnerismo sin tener en cuenta el libro de Vilela. Aquella mediación forzosa, por la que debemos pasar nos guste o no, es lo típico de un acontecimiento. “Comunología” abre mundos nuevos. Libro militante, que solicita ser militado.

Publicó la editorial Cuarenta Ríos.