Por Nahuel Sánchez
Elsa Drucaroff escribe: “[Rodolfo Walsh hubiera hecho la investigación sobre la muerte de su propia hija] en la clandestinidad, aislado en soledad, junto a su última compañera, mientras la masacre arreciaba y le faltaba menos de un año para morir”. La autora describe al escritor como “un detective que busca la verdad”. Y eso era, ante todo, Rodolfo Walsh: un persecutor inclaudicable de la verdad. A la manera platónica de la división dicotómica entre el mundo sensible —el mundo de los cuerpos— y el mundo inteligible —el mundo de las ideas, a saber: de la verdad inmutable, absoluta, insobornable—, Drucaroff despliega una constelación de personajes (la mayoría imaginarios; algunos, verídicos) para llegar a la composición de una obra que no pareciera tener grietas, que despega como un disparo directo a la luna y la atraviesa, para luego restaurarla y retornar todo a su orden primigenio.
Drucaroff se planta en el eterno “¿Qué hubiera pasado si…?”. En este caso, en el de la novela, se trata de la premisa “¿Qué hubiera pasado si Rodolfo Walsh hubiera hecho una exhaustiva investigación acerca de su hija muerta, desaparecida, por el terrorismo de Estado que asoló la República Argentina durante siete largos, larguísimos, interminables años?”.
Lo que mueve a Walsh, lo dice el narrador omnisciente, lo dice, por supuesto, la autora, es la pasión. Y ¿qué es la pasión? No sería descabellado ponerlo en paralelismo con el fanatismo. Ese fanatismo que tanto pregonaba y lo hacía su estandarte Eva Perón. El fanatismo-pasión moviliza, sacude los huesos de los tímidos e indecisos, despierta la curiosidad: principio y fin de una persona que anhela, que desea, desde lo más profundo de sí, poder ver. Y ya no se trata del ver para creer sino antes bien del ver para entender, para aprehender, para ser uno con la verdad, que —casi— siempre intenta ser sepultada, que hace que la vida sea digna de ser vivida en oposición a una superficialidad perenne, sin solución de continuidad, acartonada y aplastada por losmass media y tanta basura cibernética propulsada por el avance imparable de la técnica.
Si uno quisiera lograr una aproximación más acabada para con Chet Baker para entender mejor al músico, o mejor: para sentirlo desde otra disciplina artística, Born to be blue es la película que todo fanático del máximo exponente del cool jazz puede encontrar. Si uno desea imaginarse y, en algún punto, apropiarse de la figura de Rodolfo Walsh, la novela de Drucaroff es la pieza literaria perfecta para lograr tal cometido. En ella, vemos al Walsh militante, al Walsh escritor, al Walsh detective, y, sobre todo, vemos al creador de la no-ficción en toda su esplendente humanidad.
Elsa Drucaroff escribe: “[Rodolfo Walsh hubiera hecho la investigación sobre la muerte de su propia hija] en la clandestinidad, aislado en soledad, junto a su última compañera, mientras la masacre arreciaba y le faltaba menos de un año para morir”. La autora describe al escritor como “un detective que busca la verdad”. Y eso era, ante todo, Rodolfo Walsh: un persecutor inclaudicable de la verdad. A la manera platónica de la división dicotómica entre el mundo sensible —el mundo de los cuerpos— y el mundo inteligible —el mundo de las ideas, a saber: de la verdad inmutable, absoluta, insobornable—, Drucaroff despliega una constelación de personajes (la mayoría imaginarios; algunos, verídicos) para llegar a la composición de una obra que no pareciera tener grietas, que despega como un disparo directo a la luna y la atraviesa, para luego restaurarla y retornar todo a su orden primigenio.
Drucaroff se planta en el eterno “¿Qué hubiera pasado si…?”. En este caso, en el de la novela, se trata de la premisa “¿Qué hubiera pasado si Rodolfo Walsh hubiera hecho una exhaustiva investigación acerca de su hija muerta, desaparecida, por el terrorismo de Estado que asoló la República Argentina durante siete largos, larguísimos, interminables años?”.
Lo que mueve a Walsh, lo dice el narrador omnisciente, lo dice, por supuesto, la autora, es la pasión. Y ¿qué es la pasión? No sería descabellado ponerlo en paralelismo con el fanatismo. Ese fanatismo que tanto pregonaba y lo hacía su estandarte Eva Perón. El fanatismo-pasión moviliza, sacude los huesos de los tímidos e indecisos, despierta la curiosidad: principio y fin de una persona que anhela, que desea, desde lo más profundo de sí, poder ver. Y ya no se trata del ver para creer sino antes bien del ver para entender, para aprehender, para ser uno con la verdad, que —casi— siempre intenta ser sepultada, que hace que la vida sea digna de ser vivida en oposición a una superficialidad perenne, sin solución de continuidad, acartonada y aplastada por losmass media y tanta basura cibernética propulsada por el avance imparable de la técnica.
Si uno quisiera lograr una aproximación más acabada para con Chet Baker para entender mejor al músico, o mejor: para sentirlo desde otra disciplina artística, Born to be blue es la película que todo fanático del máximo exponente del cool jazz puede encontrar. Si uno desea imaginarse y, en algún punto, apropiarse de la figura de Rodolfo Walsh, la novela de Drucaroff es la pieza literaria perfecta para lograr tal cometido. En ella, vemos al Walsh militante, al Walsh escritor, al Walsh detective, y, sobre todo, vemos al creador de la no-ficción en toda su esplendente humanidad.