Dibujo portada: Santino Abrevaya Dios

“Dólares, euros, reales” (voz de hombre, aflautada).

“Cambio, cambio” (voz de hombre, ronca).

“Cambio, pago más. Cambio” (voz de mujer, vigorosa).

Ya está. Es hoy. Hay que jugar. Si algo sale mal, es responsabilidad de los dos. Le dejé una carta. Ya fue todo. No puedo esperar más.

“Cambio, cambio” (voz de mujer, joven, muy aguda).

Aparte va a salir todo bien. No te digo que es un regalo, pero casi. La clave es que el venezolano me deje solo con la empleada.

“Pesos chilenos, uruguayos, reales. Cambio, cambio” (voz de hombre, en un tono que roza el ruego).

Cómo están estos giles. Hay uno cada diez metros. No se puede creer. ¿No era que estaban prohibidos? ¿Cómo se los bancan los comerciantes? Son una plaga. ¿Y la poli? Todos entongados.

“Cambio, cambio, cambio, cambio, cambio, cambio” (voz de hombre, aniñada, con tono centroamericano).

Ya casi estamos. Falta una cuadra. Estoy bien, tranca. Vamos con la respiración. Uno, dos, tres. Uno, dos, tres. Adentro, afuera. Ya me lo dijo Natalia: los ejercicios ayudan a no dejarse comer el coco por la ansiedad y los nervios.

“Cambio, cambio, cambio, cambio” (voz de hombre, rota).

Son una banda. De dónde salieron. Qué migaja deben cobran por hacer esta mierda. Cuánto pueden ganar, todo un día acá parados, a los gritos. Compiten entre ellos. Es la ley de la selva. Ahí está la galería, ya casi lo tenemos. Tranquilo, amigo. Va a salir todo bien.

“Cambio dólar, euro, reales”.

*

Diego Villanueva tiene unas zapatillas de lona, un jean azul oscuro y una chomba Pengüin trucha, una gorra con visera, del mismo color que las zapatillas, y agarrada a los hombros, una mochila de tela de avión anaranjada. Camina con el paso apretado y la vista clavada en el frente. Es pura concentración, como un peleador de UFC camino al octágono.

El mes que viene va a cumplir 27 años y estuvo a punto de ser padre, junto a su pareja Natalia, de 21, pero abortaron. La plata se la prestaron unos tucumanos. Sabe que tiene que devolver hasta el último centavo.

Diego nota que Florida perdió el brillo que alguna vez tuvo, y que él mismo vio, una noche, hace varios años. No importan las baldosas nuevas y los floreros colocados en lo alto de los postes con luces led. La decadencia está a la vista: negocios cerrados, indigentes y loquitos desparramados sobre colchones mugrientos, vendedores ambulantes de todo tipo de chiquitajes y promotores de shows de tango o paseos en lancha por el Tigre.

Pero sobre todo, los arbolitos. 

En unos minutos, si no pasa nada raro, Diego va a asaltar una pequeña casa de cambio, en una galería de poca categoría que suele estar semivacía, a dos cuadras de la Plaza de Mayo. No es un novato. La semana pasada anduvo por la zona, dos veces, para estudiar los movimientos de la calle, la galería y el local. La clave pasa por un guardia de seguridad venezolano que una vez por hora va hasta la calle para saciar el vicio del tabaco. Hay un policía por la zona, bastante lejos, a unos cincuenta metros. Diego está convencido de que se puede hacer de una buena cantidad de plata, en menos de un minuto, con un mínimo margen de riesgo. Le alcanzaría para pagar la deuda y quedarse con un resto que podría gastar en un viajecito a Mar del Plata por el fin de semana. En la cintura tiene camuflada una pistola nueve milímetros.

*

Ni bien se va Maduro, la pongo. Solo hay dos personas en la galería, y están en la suya. Inhalo, exhalo. Vamos que sale. Vamos que la hacemos.

“Hola”.

“Buenas. Quiero comprar dólares”.

“¿Cuántos?”.

“300”.

“Son 9.900 pesos”, dice la empleada luego de hacer una cuenta en una calculadora.

Ahí va, busco el sobre en el interior de la mochila, lo pongo sobre el mostrador. Ni se la ve venir. Madurito tampoco. Ahí se toma el palo hacia la calle con el cigarro en la mano, bien. Esta mina es pan comido. No la deben haber asaltado nunca. Está re pancha. Apenas se distraiga con el conteo de la guita, la apunto.

“Quedate quieta, flaca. No hagás ninguna gilada porque te quemo”.

Así me gusta, que ni pestañée. Me hace acordar a la cajera del Día. Flaca, teñida de rubia, cuarenta años, cara de amargada.

“Abrime y portate bien”.

Ya estoy adentro. Vamos. Ahí va. Ahora la soga y la cinta.

“No me hagas nada, por favor”.

“Callate”.

Ahí va, te muevo hacia el costado con silla y todo –menos mal que tiene rueditas- me vuelvo a poner el fierro en la cintura, te encinto la boca y te ato con la soga. Ahora la guita. Hay bastante, eh, como creía. Ya está. Vamos que nos vamos. Vuelvo al pasillo.

Uy, viene Maduro con un gordo atrás. La concha de mi madre. Dale, dale, metele. Ni lo miro. Ya estoy en la calle. Dale, dale, caminá. Tenés diez segundos más.

“¡Policía! ¡Policía!”.

No pasa nada, tranquilo, respirá, ya estoy camino a la avenida, sin la gorra y con la mochila en la mano.

*

Diego pesa setenta kilos. Siempre fue muy ágil, elástico. Le dicen Gato –y algunos lo cargan porque tiene el mismo apodo que Macri-. Cruza Rivadavia y se mezcla entre las personas que caminan por el paseo de los artesanos. Va rápido, pero para darte cuenta tenés que clavarle los ojos durante unos segundos. El seguridad venezolano quedó cuarenta metros atrás, y recién ahora, cuando el ladrón ya está cruzando Avenida de Mayo, le cuenta todo al policía de calle, que entonces pone el alerta en su radio, con la boca torcida hacia abajo, en dirección al equipo que lleva adherido al hombro.

Es en ese momento que otro policía, de civil, buen estado atlético y permeable a las oportunidades que ofrece la vida, ni bien escucha el aviso en los auriculares, enciende su radar mental, pone en alerta todos sus sentidos y realiza una barrida con sus ojos claros a todo lo que lo rodea, porque sabe, ellos saben, que el chorro puede estar delante de sus ojos. Detiene su mirada en un flaco que se mueve un pelito más rápido que el resto, por la mano de enfrente de Avenida de Mayo, en dirección a la Plaza de Mayo.

Dos segundos después, Diego se mete en una antigua galería y baja por los escalones de mármol de una escalera añeja y sucia, que lo va a depositar en la estación Perú. Se detiene en un descanso para transformar su aspecto. Se saca la chomba y se cambia las zapatillas de lona por otras deportivas. Ahora tiene pelo corto, negro y una musculosa oscura. Por último, descarga el contenido de la mochila en un escalón (zapatillas de lona, gorra, chomba, llaves, la plata robada), da vuelta la funda, y vuelve a meter todo adentro. La mochila ya no es naranja, sino azul claro. Se pone en movimiento mientras constata que la pistola sigue firme entre en la cintura.

*

Seis estaciones hasta Plaza Miserere. Menos de diez minutos. Hice todo al palo. Nadie me vio. Pero hasta que no llegue a lo de Nati no festejo. Tranquilo. Uno, dos, tres. Hay bastante gente en el vagón a pesar de la hora. Son los mulos que vienen muy temprano al centro y que ya se están tomando el palo.

Cómo grita el vendedor de alfajores, eh (voz rota, quebrada, las cuerdas vocales a la miseria). Pum, pum. No pierde un segundo. Y atrás viene otro. Lapiceras y resaltadores. Jaja, se los tira sobre las piernas a los pasajeros aunque le digan que no con la mano (no habla ni sermonea, solo apoya su producto sobre las piernas o falda de los pasajeros). Que se curtan, por ortibas. Ven un pobre y le dan vuelta la jeta. Ya estamos en Congreso. Me acuerdo que a fin de año pasado vine para esta zona y no pude bajar porque habían cerrado la estación por una manifestación. ¿Otro vendedor? Una mina. Hebillas y vinchas para el pelo (voz atolondrada, como si quisiese que todo eso termine ya). Es un desfile, papá, y nadie les tira un mango. Si hay hambre que no se note. No levantés la vista. Nadie te está prestando atención. Tranquilo que ya casi estamos. Medio que se llenó el vagón, ¿no? ¿Y ese muñeco? Mmmm… Once. Vamos, vamos.

Ah, bueno. Esto es un quilombo.

*

Diego se metió en una encerrona, con una única salida, y la llave la tiene una familia muy pesada de Valentín Alsina. Sabe muy bien que tiene que devolverles el dinero. Ya lo apretaron, porque se atrasó una semana con el pago. No puede hacerse más el distraído. Ojo, si no le queda otra, y se la tiene que jugar, es probable que a uno por lo menos se cargue, porque no es ningún gil. Pero sus acreedores tienen estructura, organización y dinero. El Gato está solo.

Arriba, en la superficie, la policía ya desplegó un operativo, pero está destinado al fracaso, porque la descripción que tienen del ladrón es muy escueta, y de una persona que ya no existe. Masculino, alrededor de sesenta y sesenta y cinco kilos, gorra, chomba clara, una mochila de un color vivo. Lo están buscando en la zona que va de la Plaza de Mayo a la 9 de Julio, pero ahí no lo van a encontrar, por supuesto. Alertaron a la Brigada que se mueve por Montserrat, de la que forma parte el policía de civil que, atento a su instinto, lo está siguiendo.

Diego sabe que la clave pasa por no perder la calma. Y lo está haciendo muy bien. Ahora sube unas viejas escaleras de hierro, con saltos que abarcan hasta tres escalones, y a tal velocidad, que en un abrir y cerrar de ojos está caminando con paso apretado en un pasillo de cien metros de largo, bien iluminado, flanqueado por pequeños negocios que ofrecen distintos productos y servicios. Arriba está la Plaza Once. Por el pasillo la gente va y viene con mochilas al hombro, bultos y chicos agarrados de sus manos. En el aire, flotan las melodías de unas milongas que un tipo hace llorar con su bandoneón.

El Gato da una vuelta en un codo del pasillo y encara hacia la línea H. Se da cuenta de que tiene que bajar un cambio, ir un poco más despacio. Adelante hay más vendedores, pero en puestos improvisados con cajones de fruta: paltas, baratijas chinas, billeteras de cuero barato, caramelos ácidos. Ofrecen sus artículos a los gritos y con movimientos de manos. Si en lugar de mosaicos y luz artificial, hubiese medias sombras y rayos del sol, estarían en la feria de la estación, allá en Alsina, o del otro lado del riachuelo, en Pompeya.

El civil, a lo lejos, le sigue los pasos, aunque desde hace un par de minutos tiene más dudas que certezas. En cualquier momento lo deja ir y vuelve a sus asuntos de la calle Florida.

*

Estos subtes están de diez, eh. Relucientes, con olor a nuevo. Es la primera vez que me lo tomo. Sí, ¿no? Ah, no. Una vez vinimos con Natalia para este lado a comprar unos juguetes para sus sobrinos. Tremendos rufianes, esos. ¿Qué estará haciendo? Ya no le deben quedar uñas. ¿Le mando un mensaje? Mejor no. Ya falta poco para llegar.

“Señores pasajeros, disculpen las molestias, soy Marcelo y mi hijo se llama Agustín. Estamos en la calle. No tengo otra manera de juntar algo de plata para el hotel y un plato de comida que pedir una colaboración en el medio de transporte. Les pedimos disculpas” (vos grave, desesperada).

La concha de mi madre, qué garrón rebajarse así. Yo ni en pedo. Para juntar la plata que necesitábamos con Nati, tendría que vender plantas y medias en la calle toda mi vida. Olvidate. Ni loco. Que me chupen la pija. Uy, otro pibito pidiendo limosnas (voz vigorosa, de falso adolescente). Ya casi estamos. Ahí viene Jujuy. Combino con la E y de ahí hasta la cabecera. Todo liso. Acá no pasa nada. Uno, dos, tres. Inhalo, exhalo. Voy para allá, flaquita.

*

Diego está enamorado de su novia. La conoció en el cumpleaños del Tano, un amigo. Es buena piba, frontal, muy bonita –ojos grandes, labios gruesos, piernas largas-, y por sobre todo una mina que lo ordena, que le pone un límite para que no se vaya al pasto, digamos, pero que a su vez cada tanto le tolera algún berretín, porque sabe que los tiene, aunque los sufra, porque lo conoció así; no es de esas que te quieren amoldar a sus gustos u aspiraciones. Se la banca. Tampoco es que Diego se va de caravana todas las semanas: una borrachera cada tanto con sus amigos, y alguna noche, muy cada tanto, se aspira un par de gramos de cocaína.

Diego se las viene rebuscando como puede. Hace un año terminó un secundario acelerado, pero eso no le permitió conseguir trabajo. Los últimos dos años laburó en un taller mecánico, en Lanús. Le gusta el rubro. Los motores, la grasa, las herramientas. Aprendió el oficio en lo de su tío, un tipo que lo apadrinó de chico, pero se pelearon por un vuelto que nunca apareció. Ya hacen cuatro meses que no tiene trabajo. Está re complicado. Estuvo haciendo algunas changas de albañil, pintura, un poco de plomería. La semana pasada casi sale a la calle a vender medias, como los pibes que andan por Capital.

En ese contexto, ella le tiró dos bombas: estaba embarazada y no lo quería tener. Él se quedó duro como un poste. Estaban en la cocinita de su casa, y la pava para el mate silbaba en la hornalla. Recuerda bien los nervios que le convirtieron el estómago en una roca. Trató de persuadirla, ahí mismo, pero Natalia fue tajante: no tenía ganas de traer un pibe al mundo, era muy chica. Insistió, y ella no quiso saber nada. Él se puso mal, por la negativa y también por cerrar el tema de cuajo, sin siquiera tener un ida y vuelta. Se puso como una burra, y eso lo sacó. Tuvo el impulso de levantarle la mano, como había hecho una vez, solo una vez, pero la otra le leyó el gesto, o intuyó el movimiento, y casi se lo come crudo. Qué hacés, gil, a mí me respetás, le tiró. Entonces no le quedó otra que ponerse a pensar en cómo resolver lo segundo.

El problema era la plata. Ella vivía con lo justo a pesar de trabajar diez horas por día en una perfumería, en Pompeya. No tenía familia, salvo la madre, jubilada y enferma, que estaba a su cargo. La única salida era él. Y ella sabía que antes de conocerla había salido un par de veces a robar con un grupo de pibes del barrio, y que se había comido una causa por tentativa de robo y tenencia de arma, aunque zafó con un juicio abreviado y una probation.

Era más chico, otra época, pero esa historia estaba en algún lugar silenciado de la relación, y ahora emergía como el silbido de la pava. Había que resolver la urgencia del aborto. Y ella, en la cocinita, fue muy clara:

“Gato, si me querés, jugate y conseguí la plata”.

*

Diego mete unas eses entre los pasajeros que van y vienen amontonados por un estrecho pasillo que los conectará con la línea E. Tiene que hacer una pausa cuando se forma un culo de botella frente a una escalera mecánica. Decide tomar el camino más rápido, por los escalones de cemento. Da largos pasos, mientras zigzaguea para un lado y el otro. En un descanso, arriba, siente un mareo, náusea, porque nota que perdió. Para reubicarse, tiene que preguntar. Es la primera vez que habla desde que le apuntó a la empleada de la cueva. Tiene la boca empastada. Encara a una señora de rulos, mediana edad. Pregunta. Ella señala hacia la derecha, y él se esfuma con un veloz movimiento de piernas antes de que ella vuelva a encontrarlo con la mirada. En el siguiente pasillo un pibe de doce años ofrece pastillas y caramelos (voz dulce, una melodía). Unos metros después, y luego de deslizarse por el pasamanos de una escalera de unos diez metros de largo, Diego aterriza en el andén de la estación Jujuy de la línea E.

*

A la altura de la estación Pasco, sobre Rivadavia, dos patrulleros cortan el tráfico en uno de los carriles. También hay dos motos y hasta un carrito de golf de la PFA. La luz azul de las sirenas rebota contra las marquesinas de los negocios, las paradas de los colectivos, los rostros de los curiosos que se frenan a mirar el operativo: cinco jóvenes con las manos contra la pared y las piernas abiertas, y otros dos, en el suelo, esposados. Laburantes de conurbano, con gorra, en su mayoría del rubro de la construcción; alguno de ellos podía coincidir con la descripción que tenían del chorro de la galería.

Se sabe: no existe nada que enfurezca más a los policías de calle –por detrás del asesinato muerte de un compañero a manos de un delincuente - que no encontrar a un chorro. Son perros de caza. Alguien les grita, amparado por el grupo de gente que realiza un cerco alrededor de los pibes detenidos, que los dejen ir, que no estaban haciendo nada malo, pero los aires de justicia se le pulverizan ni bien uno de los polis, alto, ancho de espaldas, lo fulmina con la mirada y le dice que cierre el orto.

*

“Hija de mil puta. Me cagaste la plata. Te voy a matar. Ni se te ocurra llamar de nuevo a mi vieja. Sos boleta” (voz eufórica, al borde del colapso).

¿Y este gil qué le pasa? ¿A quién le grita?, rumea Diego mientras lo mira de reojo.

En el vagón hay unas treinta personas. Muchos tienen la mirada puesta en el celular, un libro, pero nadie se puede desentender del hombre de remera blanca, pantalones de gimnasia llenos de lamparones y un bolsito al hombro, que le grita como un desaforado a una mujer que no está por ningún lado.

Diego decide moverse a la otra punta del vagón.

El hombre que grita, ante el movimiento de Diego, le sigue los pasos. Y comienza a increparlo a sus espaldas. “¡Y vos qué mirás!”, primero a la distancia. Y luego de acelerar el paso, casi en la nuca: “Che, ortiba, te estoy hablando”. “No pasa nada, pá”, susurra Diego una vez que se da vuelta. El loco le toca el hombro. “Tranqui, que no pasa nada, dale”, refuerza Diego, contenido. “Vos debes ser un gil como la otra turra, que me choreó la guita”. “Yo no tengo nada que ver”. “Sí tenés que ver: qué tenés en la mochila”, e intenta agarrársela. Diego le hace una llave sobre el hombro, y lo obliga a retorcerse y pegar un grito de dolor, pero la reacción se le vuelve en contra, ya que cuando lo larga, el tipo lo invita a pelear, a los gritos y los ojos desorbitados. Los pocos que hasta ese momento estaban indiferentes, ahora no les sacan los ojos de encima.

La concha de mi madre, a este tipo lo mato. No puedo tener tanta mala leche, atina a pensar Diego antes de que el otro avance a trompada limpia. Es morrudo, de brazos fibrosos. Si lo engancha con una mano, lo puede lastimar. Diego, el Gato, mete movimientos de piernas, como un boxeador, para evitar el contacto. No tira golpes. No quiere lastimarlo, ni seguir empeorando el baile en el que lo metieron. Los pasajeros tienen los ojos como un dos de oro. En algunos se nota dibuja hasta una sonrisita de goce. Están llegando a la estación Boedo.

Me bajo, decide Diego.

Se cubre la cara con los dos antebrazos cuando el otro le tira un par de golpes más, y es ahí cuando el otro, al tratar de tirarle un tacle y abrazarle la cintura, la nueve milímetros que lleva agarrada en la cintura, cae al piso y hace un ruido sordo al rebotar contra el piso de goma del vagón.

En ese momento se abren las puertas.

En dos movimientos que ante la vista de la mayoría parecen uno solo, Diego golpea de un derechazo la pera del lunático y lo acuesta contra un pasajero, en la hilera de asientos del otro lado, y paso seguido, y a puro reflejo, recoge la pistola y antes de que las puertas se cierren, saca el cuerpo de la formación. Pero no tiene tiempo para recuperar el aliento, ni siquiera la transpiración que le humedece la frente, ya que el tipo que lo observa a unos treinta metros de distancia, también con los pies sobre el andén, es el mismo que vio de reojo un rato antes, en el otro subte. Tiene un físico atlético, viste una chomba y lleva el pelo corto.

Entonces se lanza a una carrera desesperada.

*

En menos de diez segundos, Diego trepa las escaleras que lo dejan sobre la avenida San Juan. No hay tiempo para pensar. Corre hacia la esquina. A su izquierda está la avenida Boedo, en dirección al brazo de la autopista que recorta los edificios y el cielo nublado. Decide ir hacia allá.

Cuando sucedió la pelea dentro del vagón, el policía de civil se estaba mensajeando con una mesera de un bar del microcentro a la que quería llevarse a un telo. Ya ni pensaba en el chorro de la calle Florida. Pero al ver que un arma dibujaba una pirueta en el aire, la historia le cerró por todos lados. Era él. Debía tener buena guita en la mochila. El olfato policial, una vez más, no le había fallado.

Ahora lo persigue a unos treinta metros de distancia. Trota a buena velocidad. Tiene resto para correr sin problemas hasta Parque Patricios o el Riachuelo, si hace falta. Pero el otro también avanza a paso firme.

Ninguno de los vecinos que se dan vuelta cuando pasan raudas las figuras a su lado, se da cuenta de que ambos llevan sus armas desenfundadas, pegadas a sus piernas. Nadie tampoco sabe que el policía de civil juega solo, ya que hasta el momento no dio ningún aviso sobre la persecución.

Diego ahora corre a toda velocidad. Su carrera, con el otro atrás, mete un susto contenido en par de señoras que se llevan la mano a la boca, cuando les pasan por al lado como una exhalación. Ya se desprendió de las precauciones que lo tenían camuflado. Ahora su rostro está desencajado, los ojos saltones, en pánico. Mira por encima del hombro para chequear si el otro le acorta la distancia.

En la tercera cuadra, Diego dobla a la izquierda. Diez segundos después escucha que el otro le grita: “¡Alto, policía!” (voz aflautada, de trolo). Cuando distingue un supermercado chino, abierto, enfrente, se manda. En una de esas ahí adentro recibe un guiño de la fortuna.

Un policía de calle, en la otra esquina, ve al joven ingresar a la carrera al comercio, y detrás, a otro hombre. Todos los músculos del cuerpo se le tensan en un segundo. Enfila hacia allá luego de emitir un alerta por su radio.

La cajera del chino, joven, vecina el barrio, salta de su asiento –un cajón de cervezas- cuando el primer hombre ingresa a la carrera al local y se pierde por el pasillo que va hacia la fiambrería. Cuando da dos pasos, irrumpe el otro hombre, que ya no disimula su arma, sino que la lleva en la mano, blanca y tensa, con los nudillos colorados y las venas infladas. Con la otra mano le hace una seña para que se retire. El encargado del local, que hasta dos segundos atrás leía un diario de su país, detrás de un mostrador, también raja para la vereda, con el celular en la mano.

El civil se acerca al mostrador, por detrás, y se pone a observar la pantalla del circuito cerrado de seguridad del negocio. Varias cámaras cubren todos los rincones del salón. Ve que el ladrón se acerca a la única clienta que dembula por el local a esa hora, en la zona de los fiambres. Va hacia allá, sigiloso. Por los parlantes que asoman arriba de las heladeras de los lácteos, suena un reggaetón. El verdulero está ensimismado en su celular, sobre un cajón de naranjas, y un repositor acomoda paquetes de galletas dulces, sentado sobre un cajón de plástico de los lácteos. A ambos les da la orden de salir con un movimiento de cabeza.

Me voy a tener que tirotear con este salame, la concha de mi madre. Qué mala leche que tengo. Estaba todo bien hasta que apareció el limado del subte. De esta no zafo. Ufff. Uno, dos, tres. Inhalo, exhalo. Imposible, papá. No zafo. Pará, pará, no bajés los brazos, ahí hay unas cortinas. En una de esas puedo saltar una medianera y encontrar una salida por el pulmón de la manzana.

“Venga para acá, señora. Quédese piola que tengo a un rati atrás mío”.

La jubilada, vestida con una pollera, blusa y campera de nylon, del antebrazo le cuelga la bolsa de las compras. “Por favor no me lastimes”, le ruega ella (voz lastimosa, presa del pánico).

“Ya fue, flaco, tirá la mochila y el arma que ya fue”, le ordena el civil mientras le apunta a la cabeza desde atrás de la góndola de productos de limpieza.

“Vos querés la guita, la concha de tu madre”.

“Dale, tirá el arma”.

“No tiro nada, puto”, escupe Diego, con la cabeza en blanco, mientras avanza de espaldas hacia la cortina, con el brazo izquierdo anuda el cuello de la señora y con el derecho empuña el arma, en dirección al civil.

“¡Quietos, policía!” (voz grave,  firme), grita el uniformado que acaba irrumpir en el medio del pasillo. Es muy joven y está nervioso.

Resulta tan imprudente su intervención, que el primer balazo que recibe llega de parte de Diego, más por el susto y la sorpresa que por una calculada decisión. El uniformado cae herido en su pierna derecha. El civil aprovecha y dispara tres veces su pistola en dirección a Diego, que lo había hecho ir hasta ese chino de mierda, lejos del centro, por una plata que ya no iba a poder gastarse porque el asunto se había desmadrado. Dos de los disparos terminan incrustados en la pared descascarada del fondo, y uno, en el pómulo derecho de Diego, que cae a un metro de distancia, del otro lado de los flejes de plástico, como si fuese un maniquí. La señora, que también cayó al suelo, se incorpora, y pálida del susto, sale disparada hacia la calle, en la que se había juntado un grupo de vecinos.

Desde el suelo, y con la boca destrozada, Diego llega a apreciar, en el techo de chapa del depósito, un fulgor que podría ser la luz natural de un patio que probablemente esté detrás suyo. Tiene el impulso de levantarse, pero está agotado. Aparte, lo ve venir al civil, sigiloso. “Esta sanguijuela me quiere sacar la mochila”, piensa. Lo deja venir unos pasos, inerte, sin respirar ni abrir los ojos, hasta que al sentirlo cerca, adivinarle la respiración agitada, le vacía el cargador de la pistola que consiguió en el barrio.

Los veintisiete años de Diego se apagaron para siempre con los cinco balazos que le metió el uniformado, desde el pasillo, casi en simultáneo con la caída del civil en el piso maloliente del depósito. Los policías que entraron al supermercado como perros de caza, atraídos por los disparos, el olor a pólvora y la sangre en el piso, encontraron a su joven compañero con una crisis de nervios. Hacía solo quince días lo habían largado a la calle para complacer a los vecinos, que ante un hecho de inseguridad del mes anterior, se habían presentado en la comisaría para exigir mayor presencia policial.

A los otros dos les tomaron el pulso para constatar que habían muerto. Ninguno de ellos sabría jamás que lo último que Diego llegó a sentir en el pecho antes de apretar el gatillo en dirección al civil, fueron las mismas cosquillas de la cocinita, en lo de Natalia: le hubiese encantado ser padre.