Por Diego Bandieri

Militantes, dirigentes, periodistas, compañeros y compañeras repiten a diario que en marzo explotaQue “empiezan las clases”, que “ahí arranca el año”, que “la gente vuelve de las vacaciones”, que “el período de tolerancia para cualquier gobierno es 3 meses”, etc.

Uno escucha eso y, en principio, se tranquiliza. No porque le gusten las explosiones, que generan víctimas siempre del mismo lado, sino porque el estallido marcaría el límite social al experimento criminal al que nos están (estamos) sometiendo -digo “estamos” porque nuestro espantoso gobierno es tan responsable de lo que estamos viviendo como Majul, Trebuq, la Pandemia, la Deuda y las Redes (anti)Sociales-.

En marzo explota. No hace falta más. Con tres meses alcanza y sobra para saber lo que Milei quiere para la Argentina: un país sin clase media, con trabajadores pobres matándose por escasos puestos de trabajo con derechos laborales amputados y millones de emprendedores que venden medias o plantitas en el microcentro. Ese horizonte nos tranquiliza porque reafirma todo lo que nosotros creíamos del pueblo argentino: que acá hay una tradición combativa, que los sindicatos son la columna vertebral del movimiento, que Perón, que Evita, que Néstor, que el helicóptero de De la Rúa, que no somos Chile ni Brasil.

Los peronistas siempre nos creímos los exégetas del pueblo. Como “somos parte de él” no necesitamos focus groups para entender lo que piensa y cómo. Para nosotros no es un objeto de estudio como lo es para la derecha. Nosotros “somos el pueblo organizado”. Lo escuchamos en el tren, conversamos en la panadería, se acerca a hablarnos (o putearnos) cuando ponemos la mesita en la esquina, compartimos recitales y tribunas. No hay forma de que la conversación pública suceda a nuestras espaldas.

Ahora, todos esos lugares comunes que nos encantan, que nos hacen ir altivos por la vida porque comprendemos el verdadero sentir nacional, porque “somos los herederos de Perón y de Evita”, se comieron flor de piña el 19 de noviembre del año pasado. Hasta ese día, el pueblo era como nosotros lo imaginábamos y Argentina era un país en el que Milei no podía ser presidente. Pero lo es.

No sólo Milei es presidente, sino que (casi) cualquiera que quiere acusar de corrupto, ladrón, vago, tramposo, comunista, jefe de una red de trata, estafador, gerente de la pobreza, casta o rata, a otro, acude a una misma palabra que vale como sinónimo de todas las otras: kirchnerista. Un año atrás nosotros creíamos que hacía falta un operativo clamor para que Cristina fuera presidenta.

Lo que intento decir es que el pueblo al que conocíamos cambió. Que quizá ya no lo conocemos más. Que la conversación pública sucede a nuestras espaldas. Que cuando la gente habla adelante nuestro muchas veces nos chamuya para que la dejemos tranquila.

En los últimos dos meses hubo 50% de inflación. La obra pública se paralizó en todo el país. Los salarios (de los que conservan su puesto de trabajo) están congelados. Las jubilaciones también. Subieron todos los servicios públicos. Un trabajador de comercio gana 200 lucas por mes. ¿Por qué si no explotó hasta ahora estamos tan seguros de que en marzo lo hará? ¿Y si no pasa?

Ante ese escenario tenemos dos opciones: nos hacemos cargo de lo que pasó o lo seguimos negando. La negación tiene distintos rostros: la versión tecnócrata-pedante de algunos ex funcionarios cuyo único proyecto es el personal, que hablan desde un pedestal cuando renunciaron por Twitter y fogoneando una corrida, o acusando a la vicepresidenta de corrupción con la obra pública; la versión “Moreno” que soluciona todo con ‘hay que hacer como hizo Perón’, como si siguiéramos viviendo los 30 Años Gloriosos del Capitalismo, Argentina tuviera 15 millones de habitantes y la radio fuera el medio de comunicación de masas- o nuestra propia versión, que no se hace cargo de que el fracaso del último gobierno es también el propio y se resiste a reconocer la brecha cada vez más grande entre las fantasías de los militantes y el deseo una porción creciente del pueblo.

Si queremos intervenir sobre la realidad con algún grado de éxito tenemos que empezar a desconfiar de nuestras frases hechas. Ofelia Fernández dijo hace poco que nos toca hacer política con un pueblo que no quiere un Estado que garantice derechos, sino que, de poder elegir, accedería a ellos a través de proveedores privados. Cristina en su texto reciente marcó, entre otras muchas cosas, la necesidad de trabajar para que el pueblo no huya de la educación pública ni bien tenga la posibilidad de hacerlo. Salvando las distancias entre ellas, no es casualidad que dos de los cuadros más brillantes del peronismo contemporáneo estén percibiendo que hay cambios en la sociedad que no desaparecen por más fuerte que uno lo desee.

Nosotros estamos convencidos de que vivir bajo un Estado mínimo y en un permanente sálvese quien pueda empeorará la vida de la mayoría. Este gobierno nos dará la oportunidad de hablar con quienes piensan lo opuesto, porque florecerán (bastante más de mil) decepcionados en el corto plazo. No falta tanto para eso, pero para que el diálogo sea posible tenemos que entender qué piensa y siente realmente nuestra gente, un pueblo que votó a su verdugo con tal de no votarnos a nosotros (mejor dicho: para que nos fuéramos nosotros).

Quizás en marzo no explota, porque explotó en noviembre y no nos enteramos. Quizás haya otra explosión, no sea en marzo, ni como nosotros la imaginamos. Ojalá hayamos recuperado, para ese entonces, la capacidad de entender al pueblo, porque si explotara hoy, no tendríamos qué ofrecerle, o le convidaríamos algo que no desea.